por Roberto Soto Santana , de la Academia de la Historia de Cuba (Exilio)
Hace cuarenta siglos, la península
que hoy constituye los confines del Estado griego comenzó a ser poblada por
inmigrantes indoeuropeos (procedentes de las orillas del Mar Negro), cuyos
descendientes al cabo de los próximos cinco siglos se habían asentado en
poblados y aldeas agrupados en pequeños reinos, cada uno con su dialecto.
En la región costera del Ática se
asentó un pueblo llamado jonio (procedente del Asia Menor), que constituyó una
población rural –pastoral y agrícola- dispersa, sin ningún gran centro urbano.
Era Atenas, cuyo nombre había sido escogido en honor de la diosa Atenea, la
mayor aglomeración permanente de pobladores que se acercaba a merecer el calificativo de ciudad.
El crecimiento de Atenas como polis (ciudad) y sede de la
clase gobernante (aristocracia hereditaria) que dominaba toda la región del
Ática comienza hace treinta siglos, favorecida por su propio acuífero (en la Acrópolis ), sus defensas
naturales contra incursiones exteriores (cuatro cadenas de montañas) y su
salida propia al mar a través del Pireo.
Se partía de la situación de que el Ática tenía una extensión (2,650 kilómetros
cuadrados) superior a la de sus vecinas y competidoras ciudades-estado de
Corinto y Megara; y un gobierno centralizado en Atenas, lo que la hacía por
ello igualmente más fuerte que su también estado vecino de Beocia (capital,
Tebas), con similar superficie pero con una estructuración federal. La mitad de
la superficie del Ática era montañosa y de suelos poco profundos: por ello,
prácticamente de nula productividad agrícola. Aquella parte de su tierra apta
para el cultivo era apropiada para el olivo, la cebada y la vid, pero producía
escasísimo trigo, que era necesario ir a buscar al extranjero. Para el comercio
exterior, se necesitaba construir buques (tanto para el comercio estrictamente
como de la clase de guerra, con el objeto de defenderse a la vez de las
incursiones piratas y de las expediciones marítimas persas) pero no había
madera suficiente en el país, por lo que se imponía traerla de lugares como
Sicilia, Italia y la más cercana Macedonia. La plata de sus minas (en el Ática
oriental) y el mármol de sus canteras eran buena moneda de cambio, pero por sí
mismas no proporcionaban sustento a la población regida por Atenas.
En la superficie geográfica habitable del Ática, que era de unos 1,300
km2, el crecimiento demográfico había llegado a la cifra de unos 30 mil
ciudadanos con plenos derechos civiles y políticos. Como de ese cómputo estaban
excluídos los niños, las mujeres, los extranjeros y los esclavos –estos últimos
deben haber llegado a representar un múltiplo, entre 2 y 3, del número de
ciudadanos-, la población total a sustentar podía haber estado, hace veintiséis
siglos, en torno a las cuatrocientas mil personas.
Considerando las necesidades de abastecimiento, particularmente de
cereales, que tenía Atenas, el comercio y la expansión territorial eran las
vías expeditivas para la supervivencia y, de ser posible, el logro de la
hegemonía en esa región terráquea (que
entonces, en términos de lo efectiva y realmente conocido, se tenía por
todo el mundo civilizado).
La incipiente aristocracia comercial se encontró en situación de
ejercer una influencia creciente en el manejo de los asuntos públicos (en una
palabra, del gobierno de Atenas) gracias a los recursos que podía dedicar a
adquirir clientela política, a expensas de los pingües beneficios del comercio
intrahelénico (con otras ciudades-estado), con Anatolia, y ciertamente con la
importación de cereales desde las costas del Mar Negro. La hegemonía de los
Eupátridas (el privilegiado de los clanes privilegiados de Atenas) en el
gobierno del Ática tuvo que ceder al gobierno de la timocracia, en la que el linaje del dinero daba entrada a los
mercaderes, agiotistas y prestamistas a la gruesa, y simples usureros que
necesitaban que se protegiera desde el Poder sus particulares intereses, junto
con los de la vieja nobleza guerrera o de la sangre.
Pero el nuevo estamento comprendía que, para prevenirse de una reacción
de la aristocracia tradicional (la de los clanes que siempre habían ejercido en
solitario el Poder), necesitaba apoyarse en la clase media de pequeños
comerciantes, artesanos, servidores del aparato del Estado (lo que hoy
llamaríamos funcionarios) e incluso
labradores liberados de sus cargas ancestrales, cuya formación y desarrollo
había que fomentar y auxiliar,
procurando a la vez interesar la
cooperación activa de la inmensa mayoría de la población formada por el
proletariado –los trabajadores del campo y los dependientes y encargados de
oficios y tareas serviles en la ciudad-.
La solución de la enorme tensión social y los consiguientes
enfrentamientos cuyo cenit se alcanzó en Atenas seis siglos antes de la era
cristiana –entre la aristocracia pudiente y hereditaria de un lado y el resto
de la población del otro- tuvo lugar mediante la suavización de las cargas
(económicas y de prestaciones personales) que recaían sobre los menesterosos y
la atribución del derecho de participación en la toma de decisiones sobre los
asuntos públicos a todos los ciudadanos, fuesen o no nobles. Un noble de
modestos recursos económicos, Solón –cuyo nombre ha pasado a la Historia como
antonomástico de legislador-, fue el político [hombre de la polis o ciudad] escogido entonces
precisamente por la aristocracia de la sangre (la de los clanes gobernantes)
para arbitrar la paz social.
Las medidas que promulgó,
aceptadas prudente y astutamente por esa nobleza, aunque entrañaron una
reducción en apariencia de su poder, en la realidad cooptaron a las clases pudientes de origen no noble
para compartir el gobierno de Atenas y de los 140 núcleos de población (deme)
de diverso tamaño e importancia agrupadas bajo la égida ateniense en el Ática. Aparte de sustituir el linaje de sangre por un
sistema censatario como rasero para el acceso a las más altas magistraturas
públicas, también le dio acceso al resto de la población, sin otro requisito que la ciudadanía, a la pertenencia con voz y voto
en la Asamblea
(Ecclesia)[1] de la ciudad, y a asientos por elección en los cargos públicos.
Solón también acometió una profunda
modificación de las leyes que regulaban la herencia, que hizo posible el
trasvase de la propiedad de la tierra a otras clases sociales distintas del
clan al que perteneciera el causante, al quedar autorizado el cabeza de familia
sin herederos legítimos a testar a favor de cualquiera.
Solón fue, en suma, un gran reformador, que intentó equilibrar los
privilegios aristocráticos -sin amenazar a esta clase en su integridad física y
patrimonial- mediante la extensión de los derechos de participación en el
gobierno (es decir, la dirección de los asuntos públicos) a todos los
ciudadanos –si bien procurando establecer preferencias a favor de los más
pudientes- así como el levantamiento de la opresiva carga del tributo en
especie a favor de la nobleza y a cargo de los labradores. La riqueza adquirida
quedó equiparada con la riqueza heredada;
todos los atenienses, hasta los más humildes, quedaron investidos al
menos del derecho de participación en la discusión asamblearia de los asuntos
de la comunidad; y quedó establecida una suerte de “igualdad de oportunidades”
para el escalamiento de peldaños en la escala social, al prohibirse la
esclavización de unos atenienses por otros e instaurarse la electividad de gran
número de los cargos públicos.
Como se ha dicho, el sistema político resultante de las reformas de
Solón, a los ojos de la actualidad, ciertamente no puede ser calificado como
democrático, sino más bien timocrático (hizo hegemónica a la aristocracia de la
riqueza, en vez de la del linaje, que era la que hasta entonces había ostentado
el poder político en solitario). Pero, en su época, entrañó que a todos los
ciudadanos de un estado, incluso a los desprovistos de todo recurso o
patrimonio excepto la disposición de su propia persona, se les reconoció por
igual un mínimo común denominador de derechos y libertades.
Tras una dinastía de tiranos, la de los Pisístratas, que dura medio
siglo, entra en escena un segundo gran reformador del sistema ateniense de
gobierno: Clístenes, a quien Herodoto calificó como “el hombre
que trajo las tribus y la democracia”. En verdad, Clístenes llevó a vías de
hecho una amplia serie de reformas en apenas dos años de gobierno. Instauró un
Consejo de los Quinientos (en lugar del antiguo Consejo de los Cuatrocientos)
encargado de preparar los trabajos de la Asamblea , y se eligió a sus miembros sobre la
base de la representación de cada uno de los 140 demes o núcleos de población
–según su tamaño, cada uno tenía derecho a nombrar desde 1 ó 2 hasta 22
consejeros-. Los pobladores de los 140 demes
quedaban repartidos, en número lo
más paritario posible, entre las diez tribus, cada una de las cuales designaba
por elección a un estratega o comandante militar (terrestre y naval a la vez). Demos ya significaba “el pueblo”, de
donde demes significaba “donde vive
el pueblo” o simplemente “población”. Que todos los demes tuvieran representación en el Consejo de los 500 implicaba
que los núcleos rurales podían equilibrar la influencia de los núcleos urbanos
–éstos, donde tradicionalmente se tenían las riendas del gobierno- y que toda
la población del Ática estaba interesada –se le había dado ese aliciente- en defender
el bienestar de Atenas como condición concurrente para el bienestar de todas
las comunidades sujetas a su gobierno-. Poco más de tres lustros después de la
muerte de Clístenes, Atenas aplasta la invasión persa en la legendaria batalla
de Maratón, librada contra las huestes del emperador Darío I. .
Con ocasión de la victoria de Maratón, quedó demostrado –en un momento
de suprema crisis- el funcionamiento de la regla de la mayoría incluso en el
terreno militar: aunque mandados por Milciades, los hoplitas (la infantería con
peto, coraza y escudo de bronce, que peleaba brazo con brazo en formación
compacta) fueron lanzados en carga a campo traviesa contra la caballería persa
en virtud de la opinión mayoritaria de los diez estrategas (uno por cada una de
las diez tribus impuestas por Clístenes, como mandaba la ley).
En la misma década de la victoria de Atenas en Maratón sobre los
persas, accede al gobierno del Ática un plebeyo: Temístocles, hijo de un miembro
de una prominente familia noble ateniense y de una concubina no ateniense y
posiblemente ni siquiera griega. Se daba cuenta de que los persas, bajo Xerxes
–el sucesor de Darío, el emperador derrotado en Maratón-, querían convertir a
Grecia en una satrapía y que para ello volverían a intentar otra invasión del
Ática, con una fuerza naval más fuerte y una caballería y cuerpo de arqueros
mucho más numerosos, contra los que los atenienses sólo podrían oponer 70
trirremes y su sacrificada infantería (formada por clases medias, que eran las
que podían sufragarse la panoplia de bronce que constituía su ajuar guerrero).
Esta vez los persas podrían vencer, por la sola fuerza del número. Temístocles
comprendió que, para no perder sus libertades, los ciudadanos libres de Atenas,
a través de su Asamblea, deberían decidir la inmediata construcción de una
flota.
Sucedió que súbitamente aumentó la producción de las minas de plata del
Laurio, propiedad del Estado, o tal vez se constató una acumulación de sus
existencias, y Temístocles logró que la Asamblea aprobara la asignación de ese producto a
la ampliación de la flota con carácter inmediato, de manera que cuando Xerxes I
acometió la esperada segunda invasión persa, justamente diez años después de
Maratón y apenas tres años tras la decisión de la Asamblea respecto a la construcción
de nuevos barcos, los trirremes atenienses ya eran 200 en vez de 70. Al final
las fuerzas convocadas por Atenas derrotaron a los persas en Salamina por mar y
por tierra en Platea. Aparte del precio pagado en vidas por la victoria, la
propia Atenas fue tomada, saqueada y destruída por los persas, antes de que
éstos fueran derrotados y expulsados.
Se abre entonces, a mediados del quinto siglo antes del comienzo de la
era cristiana, un período de profundas reformas políticas en el interior de
Atenas seguido en paralelo por una agresiva y exitosa política exterior
imperialista. En un período de treinta años, el predominio de Esparta entre las
potencias griegas fue reemplazado por la hegemonía ateniense (que incorporó a
una gran cantidad de ciudades-estado a una alianza encabezada por ella, la Liga de Delos, a la vez que
fundó colonias propias en ambas márgenes –la europea y la asiática- del mar
Egeo, sometiendo a tributo a aliados y a cleruquías
–grupos de ciudadanos atenienses a los que se les asignaban tierras en
suelo extranjero conquistado-).
Pericles entra aquí en escena, para conducir a Atenas
a su Edad de Oro, antonomásticamente llamada el Siglo de Pericles. Durante los
treinta años en que dirigió la política interior y exterior y las campañas militares
de Atenas (hasta su muerte en el año 429 antes de Cristo), amplió el número de
las ciudades confederadas en la
Liga de Delos hasta por lo menos ciento cincuenta o acaso
doscientos. Confundió deliberadamente la caja de los tributos procedentes de los
estados confederados con el tesoro ateniense, rehusando dar cuenta detallada de
la disposición de tales fondos a sus aportantes (con el argumento de que Atenas
los defendía a todos). Bajo su gobierno
alcanzó su máxima extensión el imperio ateniense, que llegó a abarcar
prácticamente todas las islas del mar Egeo, desde los Dardanelos hasta el
Mediterráneo, el litoral anatólico en su virtual totalidad, y buena parte de la
margen noroccidental del Egeo –fundamentalmente, la Calcidia-. Esparta
mantuvo su carácter de primera potencia terrestre, pero Atenas consolidó sin
duda la primacía en el mar, tanto en poderío comercial como en fuerzas navales
de combate. Pericles favoreció y protegió a pensadores y artistas, que pudieron
madurar sus grandes obras precisamente gracias al mecenazgo del Estado
ateniense: así, el filósofo Anaxágoras, el dramaturgo Sófocles, el historiador
Herodoto, el escultor y pintor Fidias.
A su muerte, ya se habían cumplido casi dos años del estallido de la Guerra del Peloponeso,
causada por la sempiterna prevención de Esparta contra el expansionismo
ateniense.
La guerra concluyó con el
desmembramiento del imperio ateniense, tras la derrota militar del año 405 a . de C. en Egospótamos,
la rendición formal ante el rey espartano Lisandro al año siguiente, la
subsiguiente demolición de las murallas de la ciudad, la reducción de la flota
a doce navíos, y la imposición abierta por Esparta de una oligarquía (la
llamada de los Treinta Tiranos) como forma de gobierno para Atenas, si bien el
régimen democrático se restablece formalmente con la expulsión física de los
Treinta Tiranos al cabo de unos pocos meses.
A partir de ese momento Atenas sobrevive como ciudad estado con algunas
posesiones coloniales en Anatolia y en islas del Egeo durante siete décadas
más, a la sombra de una Esparta que tuvo ocasión para humillar a Atenas con una
segunda rendición impuesta como desenlace de una guerra iniciada dos lustros
más tarde contra varios estados griegos a la vez. La independencia política de
Atenas se desvanece definitivamente en el 338 a . de C., cuando el helenizado rey Filipo
II de Macedonia derrota a una fuerza griega conjunta en la llanura de
Quersoneso, en la Beocia ,
e impone a los vencidos –al año siguiente- la afiliación a la llamada Liga de
Corinto, bajo la férula absoluta de Macedonia.
¿A qué se debieron la decadencia y hundimiento de la civilización
ateniense y de su forma de gobierno –tan singular en la Antigüedad- ?
Fundamentalmente, a la desaparición o debilitamiento hasta extremos inusitados de
las clases sociales que la habían propiciado, querido y desarrollado. En primer
lugar, las filas de la nobleza propietaria del campo y de la aristocracia del
dinero –comerciantes enriquecidos con sus negocios, a la sombra o
independientemente del Poder-, que habían terminado entremezcladas en una sola
clase, quedaron numéricamente disminuídas por su ruina personal a causa de la
prolongada situación de guerra civil y exterior que propició el asolamiento de
las propiedades, hizo reinar la inseguridad en el resultado de las expediciones
comerciales marítimas y enmarcó los campos de batalla donde cayeron para
siempre muchos de sus vástagos.
En segundo lugar, las clases medias se proletarizaron debido al
empobrecimiento irremediable de sus negocios, perdiendo todo interés en el
sostenimiento del régimen asambleario. Paralelamente, los trabajadores
manuales, calificados o no, padecieron los trastornos de la paralización, una y
otra vez, de las obras de construcción de obras públicas o de barcos o de
utensilios y aperos para las colonias y para las ciudades confederadas,
sumiéndolos en una penuria cada vez más acusada.
Y, finalmente, los labradores y trabajadores del campo fueron víctimas
constantes de las pérdidas de cosechas por los avatares de las contiendas con
persas y con griegos, particularmente en época de Pericles cuando se evacuó la
campiña ática con el fin de dificultar el avituallamiento de quienesquiera que
fueran los contrincantes que amenazaban los centros de gobierno en los núcleos
urbanos, especialmente en la capital, Atenas.
Lo cierto es que la organización político-social ateniense debería
calificarse como democracia limitada (a los ciudadanos, puesto que los
esclavos, los metecos –es decir, los extranjeros residentes- y las mujeres
estaban excluídos de los derechos cívicos), sujeta a un flexible control por
parte de la oligarquía de propietarios rurales y negociantes urbanos. Lo que no
cabe hacer es identificar esa democracia con el constitucionalismo moderno, ya
que aquélla no conocía ni entendía la división de Poderes, la intangibilidad de
los derechos fundamentales de todos los seres humanos –independientemente de su
origen étnico, etc.- (no hablemos del Derecho Internacional humanitario), el
concepto de asistencia social a los menesterosos, y lo mismo puede predicarse
de la igualdad de oportunidades en el acceso a la educación, a la asistencia sanitaria, a las facilidades
de ocio, etc. La democracia de hoy tiene
sus orígenes remotos en los Concejos, las Cortes y los Estados Generales de las
monarquías europeas del medioevo, que surgieron expeditivamente como cuerpos
asesores del monarca y se transformaron, con el tiempo, en los Parlamentos
donde hoy elaboran normas válidas para todas las clases sociales, por mandato
representativo, quienes ostentan el ejercicio de la soberanía popular, que la
teoría política reconoce que radica en el pueblo y surge únicamente de él.
No obstante, no puede menospreciarse tampoco el adelanto que en su
tiempo significó la democracia ateniense –con todas sus limitaciones-, como
sería mezquino sacar la conclusión de que la democracia de corte jeffersoniano
de los EE.UU. no fue un inmenso paso de avance porque estaba viciada en origen
por el mantenimiento de la esclavitud y la constatación de las enormes
desigualdades sociales entrañadas por las diferencias en la capacidad de
acumulación de riqueza de las diversas clases o estamentos de la sociedad. Pero
la democracia ateniense y la democracia jeffersoniana instauraron en sus
respectivas épocas, salvadas todas las distancias y diferencias que se quieran,
un conjunto de principios tales como el de igualdad de oportunidades para sus
ciudadanos, el de la responsabilidad exigible a los órganos de gobierno y al
ejercicio de los cargos públicos por delegación temporal y no por designación
vitalicia, el de la realización de tareas ejecutivas, legislativas y judiciales
por cuerpos colegiados y con una separación –entonces tenue, actualmente mucho
más concretada- de competencias y
atribuciones según el asunto y el nivel de decisión, con la posibilidad de
apelación o recurso (el derecho a una segunda instancia). Sobre todo, ambas
versiones del régimen democrático, con todas sus imperfecciones innegables, han
acudido al criterio de que se aplique la regla de la mayoría en la constatación
y decisión de cualquier situación sometida a la consideración de los órganos de
estructuración de la sociedad.
Sin la aparición y la intervención activa de Solón, Clístenes,
Temístocles, Efialtes y Pericles, entre otros, la democracia ateniense (por muy
esclavista y oligárquica que haya sido) no se hubiera desarrollado hasta
alcanzar y mantener durante mucho
tiempo, bien que con altibajos, la primacía entre los estados griegos, y no
hubiera podido extender su cultura –como corolario de su expansión territorial-
sin una voluntad de proselitismo civilizador más allá de un simple afán
expoliador en sus expediciones, ya que no debe olvidarse que sus conquistas
iban seguidas del establecimiento de colonias de ciudadanos. Nada sucede en la Historia de los pueblos
porque un día las “masas” (como diría el trasnochado marxismo) un buen día se
alcen en bloque como resultado de una deliberación masiva que fructifica
milagrosamente en una única e idéntica decisión colectiva: son unas pocas
personalidades las que se ponen al frente de los movimientos, y empujan a los
pueblos (espoleándolos, halagándolos o excitando su vergüenza o sentido del
deber, y llegado el caso también sus bajas pasiones) a que colaboren
activamente o en ocasiones acepten pasivamente los hechos y acciones que tales
personalidades propugnan o las ideas que impulsan o rechazan. Sin que tales
ideas, hechos o acciones tengan que coincidir o converger necesariamente con el
mejor interés de las sociedades a las que se plantean. Basta con que las personalidades
conductoras lo hagan creer así a la clara mayoría de los individuos, que a
partir de ese momento se convertirán en ciegos o conscientes agentes
cooperadores.
La importancia de la contribución ateniense al progreso político de la
humanidad radica en la percepción que ellos tenían del contenido democrático de
su forma de gobierno y a la difusión que le dieron dondequiera que se extendió
su dominio político o la influencia de sus pensadores. Un contenido que a
nosotros nos puede parecer limitado pero que en su época (una época que duró
varios siglos) era el polo opuesto respecto de la forma habitual de régimen,
que era la monarquía absoluta o la tiranía. Espiguemos estos conceptos señeros
de la arenga de Demóstenes: constitución (es decir, la primacía de la Ley ), libertad e igualdad. ¿No
son acaso los elementos definidores del ideal democrático? Entonces, sumemos
nuestro reconocimiento y admiración hacia la sociedad que fue la cuna de
nuestra civilización y, junto con el aporte posterior de Roma, de nuestra
cultura; y hacia aquellos atenienses en particular (Solón, Clístenes,
Temístocles, Efialtes, Pericles, Demóstenes y otros) sin cuya voluntad de
acción política las ideas democráticas nunca hubieran sido puestas en práctica.
[1] La Ecclesia en funciones de tribunal recibía el
nombre de Helia. En calidad de
asamblea deliberativa con funciones a la vez legislativas, ejecutivas y
judiciales, podía dictar leyes y decretos, elegir a los ocupantes de los cargos
públicos y resolver los recursos contra las decisiones de los tribunales de
inferior rango jerárquico.
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