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Escrito por Emilio Roig de Leuchsenring
Publicado el 30 Noviembre 1999
En este artículo el autor cuenta «un raro y extravagante sueño» suyo en el que la crítica a los políticos y gobernantes de turno es el tema principal.
El estómago es el punto de apoyo que necesitaba el sabio antiguo para levantar el mundo. Es el dios de nuestro siglo; nuestro becerro de oro.
Voy a contaros un raro y extravagante sueño, acompañado de horrible pesadilla, que tuve días pasados. Fueron unas horas, no sé cuántas, horas que a mí me parecieron siglos, durante las cuales, preso de alta fiebre, me creí transportado a extraños países. Esas horas de subinconsciencia en que el espíritu, desencarnándose en cierto modo de nuestro cuerpo, vive una vida llena de sombras y de misterios, irreal, pero de la cual nos damos claramente cuenta; fenómeno algo parecido al que experimentara un enajenado, que, en pleno acceso de locura, se diera cuenta de su demencia, sin poder evitarla. Yo no sé cómo los médicos calificarán y juzgarán estos extravíos de la humana razón. Ni aún me atrevería a afirmar que es cierto todo lo que estoy contando aunque yo creo haberlo experimentado.
La fiebre me abrasaba y el cerebro parecía querer saltárseme del cráneo. Poco a poco y sin que perdiera del todo los sentidos, fui cayendo en un letargo profundo que me aislaba más y más de la tierra, pero sin llegar a arrancarme nunca por completo de ella —pues me permitía darme cuenta de mi inconsciencia— elevándome a otras regiones desconocidas y raras...
De repente, creí encontrarme en una enorme sala de disección. Sobre largas mesas se hallaban tendidos hombres y mujeres de todas clases y condiciones, inmóviles, pero con todas las apariencias de los seres vivos. Me fijé detenidamente en muchos de ellos y —sobre este punto no estoy muy cierto— me pareció conocer casi todos los rostros de estos extraños cadáveres vivientes, prestos al sacrificio.
Manos invisibles, provistas de inmensos cuchillos, tijeras y bisturíes, empezaron a trabajar afanosamente, con esa prisa laboriosa y atenta del que se ve obligado a realizar un penoso trabajo en el más breve espacio de tiempo posible.
Con una rapidez inaudita, esas manos invisibles fueron abriendo todos aquellos cuerpos.
El primero que fue viviseccionado era... (Líbreme Dios de citar nombres)... un respetable señor, prohombre ilustre y padre de la patria. Abierto el cráneo en casquete, se encontró —¡oh horror!— completamente hueco, sin la menor cantidad de masa encefálica. Se procedió después a abrir también la cavidad toráxica, y, separados cuidadosamente los pulmones, carecía, asimismo, de corazón; las venas y arterias se unían entre sí, directamente. Después de mucho trabajo se pudo poner al descubierto la cavidad abdominal. Pude entonces presenciar el más raro espectáculo que he visto jamás. El estómago, de proporciones exageradas, invadía toda la cavidad a manera de inmenso globo. Hubo necesidad de abrir, a lo largo, todo el cuerpo para poder sacar esa víscera. Puesta sobre la mesa, no fueron suficientes los cuchillos, tijeras y bisturíes. Fue necesario que —siempre manejada por esas manos invisibles— se trajera un hacha, y, a recios golpes, se pusiera a descubierto el estómago. En la superficie libre de la mucosa, además de las vellosidades normales, había, mezclados y confundidos, los más extraños objetos: grandes cantidades de billetes de banco y monedas de oro, plata y níquel, bonos y títulos del Estado, credenciales en blanco de puestos imaginarios; cartas, proclamas y plataformas —bellas promesas de buen gobierno y honrada administración— con numerosas entrelíneas, enmendaduras y tachaduras, que por el color de la tinta se veía estaban hechas recientemente; declaraciones de honradez y patriotismo, que envolvían fajos de billetes o paquetes de monedas...
Fue viviseccionado otro de los cuerpos. Como al anterior, se le encontró que carecía de cerebro y corazón. Sólo tenía inmenso estómago. Dentro de él se hallaron $25.000 en monedas de oro, envueltas en varios papeles en los que se veían escritas con grandes letras las palabras «renuncia», «sacrificio», «desinterés»... y un acta de Representante.
Le tocó el turno después a un famoso moralista. No tenía corazón y el cerebro apareció dentro del estómago, revuelto con multitud de artículos en los que se censuraban vicios y costumbres. En las glándulas gástricas se encontraron los recibos de las cantidades cobradas al Gobierno y diversas empresas por escribir esos trabajos de moral... estomacal.
Una bella joven, de tentadoras formas y rostro angelical, fue abierta enseguida. Acordándome de Schopenhauer, me pareció natural que no tuviese cerebro. Era recién casada y creí se le encontraría un hermoso corazón, pero quedé decepcionado por completo. Sólo tenía —¡todos lo mismo!— estómago... Dentro de él, los azahares de una corona nupcial, prendas riquísimas y... hasta una casa y un automóvil...
Miles y miles de hombres y mujeres fueron diseccionados en mi presencia. Políticos, de los que siempre tienen en los labios las palabras patriotismo, honradez y consecuencia, y, de la mañana a la noche, se venden al mejor postor; desinteresados defensores del pueblo y de la democracia, que medran y viven a su costa; periodistas, que hoy defienden unas doctrinas y unos hombres para atacarlas y combatirlos mañana, según corra el oro que mueve y guía su honrada pluma; mujeres que venden —ante el altar— sus caricias, a cambio de un buen marido que las sostenga con lujo y riqueza...; y todos ellos, en esa inmensa sala de disección que yo vi en mi extravagante sueño, todos esos hombres y mujeres, sólo tenían estómago, enorme, insaciable estómago.
Y era el estómago el que había guiado y dirigido sus vidas, ya en el campo de la política y de los negocios, ya en el de las letras o el periodismo, ya en las relaciones privadas o sociales o de la amistad.
Recordé entonces las admirables palabras de un ilustre escritor hispanoamericano. El estómago, dice Federico Proaño, «es el órgano del progreso. Alienta el genio más que el amor y la gloria. Elocuente en su manera de hablar, con una sola frase mueve al perezoso, impeliéndole al trabajo y convence al más avaro de la necesidad de gastar, obligando a que los capitales entren en circulación. El estómago, obra prodigios. Lo que el hombre no hace en virtud de sus exigencias, ya no lo hará por ninguna cosa del mundo. ¡Quién como el estómago!»
Efectivamente, es el estómago el que guía y mueve a toda esa serie de políticos profesionales, que, encarnizadamente, luchan por alcanzar el poder, para gozar a sus anchas de las delicias del presupuesto, y una vez dueños de él, a él se agarran como el macao a su caracol. El estómago les grita; necesitan tenerlo contento y satisfecho. Nada les importa el corazón y el cerebro. Los tienen anestesiados. Si la patria se pierde, poco monta. ¡Sálvense los estómagos!
El estómago impulsa a comerciantes, industriales y bolsistas. Con tal que funcione bien y a gusto este órgano sagrado, explotarán al pobre, venderán las tierras de su patria, provocarán una revolución para hacer subir o bajar frutos y valores. ¡Sálvense los estómagos!
El estómago y no el corazón —¡qué antigualla!— aconseja a las mamás que quieran colocar a sus hijas casaderas y a las muchachas que buscan y se venden, en ese inmenso mercado de la sociedad, al primer hombre que se presente, con tal que se convierta en marido. ¡Sálvense los estómagos!
El estómago es el punto de apoyo que necesitaba el sabio antiguo para levantar el mundo. Es el dios de nuestro siglo; nuestro becerro de oro. Por él se lucha, se mata y se muere. Los nipones, abriéndose el vientre en los campos de batalla, son muy atrasados y muy tontos. Nosotros, consagrando toda nuestra vida al culto y cuidado de nuestro estómago, sí somos sabios y listos…
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Cuando ya, en aquélla inmensa sala de disección que vio mi loco desvarío no quedaba por viviseccionar cuerpo alguno, e iba a retirarme, tropecé, escondida en un rincón, con una infeliz muchachuela que, triste y afligida, lloraba a mares, románticamente, la ausencia de su novio que la había olvidado hacía varios años para casarse con una mujer de dinero. Las manos, aquellas implacables manos invisibles, la colocaron sobre una mesa para viviseccionarla como a los demás; y, lleno del asombro, pude ver, ¡milagro estupendo!, que aquella pobre niña romántica era ¡el único ser en el mundo que tenía corazón!...
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.
Tomado de: Opus Habana
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