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lunes, 15 de diciembre de 2014

DULCE MARÍA LOYNAZ: JARDIN DESAFIANTE



                                                              

En mi verso soy libre: él es mi mar.
Mi mar ancho y desnudo de horizontes...

Dulce María Loynaz.

Jose A. Albertini

Esta es la historia incoherente y monótona de una mujer y un jardín. Con estas palabras la poeta y escritora cubana Dulce María Loynaz, premio Cervantes de Literatura en el año 1992 y  fallecida en abril de 1997, encabeza el preludio de su novela Jardín; concluida en la ciudad de La Habana un atardecer de junio de 1935.
Según palabras de José Lezama Lima esta novela es un arquetipo. Y luego de leer la obra, años después de haber sido escrita, pienso que al oportuno calificativo también se le puede añadir el de profética.
En el Jardín de Dulce María se encierra una tragedia pasada, presente y tal vez futura que ella, como creadora de ficción, no fue capaz de avizorar en toda su magnitud venidera y tectónica pero que quizá, de manera impensada, roza cuando en más de una oportunidad durante el transcurso de la narración, sin motivo aparente, se repite la frase: Algún día...algún día...
Bárbara, personaje central de la trama, mora en un caserón vetusto; enclavado en medio de una propiedad que permanece rodeada de vegetación lujuriante y opresiva, circundada por muros y rejas que no permiten el contacto con el mundo exterior.
Bárbara pasa los días vagando en un tiempo que se atrapa en fotografías añosas y cartas amarillas de un amante adolescente y enfermo que dirige sus reclamos amorosos a otra Bárbara que antecedió a la nuestra pero que, sin embargo, se confunde con la actual y llega a ser parte  integral del ser que late, respira y como en sueños recorre los senderos de su jardín inmutable y paradójicamente desconocido que, en la historia de su flora, atrapa a generaciones completas de seres que fueron y concibieron a la primera Bárbara.
Y allende a los muros, que revientan de jardín, está el mar. Mar que sus sentidos, a veces, percibe hostil: Él (el mar) no tiene respeto a los muertos; juega con ellos como los niños juegan con las pelotas y cuando se cansa, los tira sobre la tierra y se busca otros nuevos.
Bárbara, que es naturaleza viva, una tarde descubre en el jardín un pabellón derruido por un incendio y el tiempo. Lo que resta de piso y paredes permanecen cubiertos de papeles y periódicos viejos que en letras mayúsculas resaltan la palabra LIBERTAD. Vocablo que Bárbara no conoce en su cabal significado pero que la conturba al extremo de acelerar los latidos de su corazón.
Es posible que Bárbara o la misma Dulce María, en premonición futurista, intuyeron el peligro que sobre el jardín se cernía si el término libertad caía en labios inescrupulosos que desterrarían del vergel la tradición de los muertos y a pavesas reducirían la historia contenida en el ámbito.
 Pero un buen día, a las playas cercanas, arriba un barco con nombre de ópera alemana; heroica y romántica: el Euryanthe. El apuesto capitán del navío despierta la pasión de Bárbara que, una noche, inquieta de amor escapa del jardín para correr a la orilla del océano, donde la espera el galán de espuma y salitre. Y atrás, la tierra, los árboles, las flores y hasta el aire de los ensueños rehúsan prescindir de su presencia.
No obstante, urgida de satisfacción carnal zarpa rumbo a un mundo desconocido, en el que supo de la maternidad y el olor nauseabundo de la guerra, que algunos llaman accidente de la civilización.
Discurren los años y, en fecha determinada, cumplida su misión creadora, el marino para complacerla, regresa a las costas que guardan la remembranza activa del jardín y el caserón solariego. Ahora el barco que desanda el océano no es el Euryanthe, si no uno mucho más moderno que en honor a ella  se bautiza con el nombre, también heroico y romántico, de Santa Bárbara. ¿Premeditación de la escritora o simple coincidencia?; ya que la santa católica, en la Mayor de las Antillas, asimismo es Chango, deidad africana que encuentra arraigo en los isleños y sus creencias sincréticas.
La noche de la llegada, mientras el esposo descansa en espera del alba para desembarcar, Bárbara, incontenible, toma un bote y sola rema hasta la costa.
Cuando rodeada de tinieblas pone pie en tierra firme, no encuentra la vetusta mansión en la que vivió, ni rastros de su jardín. La vegetación; una espesura distinta se ha posesionado de todo y tergiversa el paraje. Únicamente, un pescador joven que se desdibuja en la noche, a la luz mortecina de un farol, la guía al encuentro de su principio. ¿Acaso no es éste pescador el adolescente atormentado y enfermo que vio en fotografías maltrechas y tantas cartas de amor delirante le escribiera a la otra Bárbara?
Hoy, a muchas décadas de concluida esta novela, que considero visionaria, el espíritu creativo, obstinado y siempre libre de Dulce María Loynaz, prosigue desafiando a los plumíferos pusilánimes y genuflexos para, asumiendo el rol de la Bárbara eterna, parapetarse detrás de los muros de su vergel habanero y así no permitir que la ola de infamia totalitaria mancille las flores creativas del jardín. Jardín; origen y refugio de todos.
Y más allá de la casona, el parque y el cercado de Dulce María está el mar. El mar con playas de arenas blancas donde los mulatos de Virgilio Piñera, los de La isla en peso, murieron en ofrenda prematura de lo que sería la época más oscura de la  ínsula caribeña.

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