En mi verso soy libre: él es mi mar.
Mi mar ancho y desnudo de horizontes...
Dulce María Loynaz.
Jose A. Albertini
Esta es la historia incoherente
y monótona de una mujer y un jardín. Con estas palabras la poeta y escritora cubana Dulce María Loynaz, premio
Cervantes de Literatura en el año 1992 y fallecida en abril de 1997, encabeza el
preludio de su novela Jardín;
concluida en la ciudad de La Habana un atardecer de junio de 1935.
Según palabras de José Lezama Lima esta novela es un arquetipo. Y luego de leer la obra, años después de haber sido
escrita, pienso que al oportuno calificativo también se le puede añadir el de
profética.
En el Jardín de Dulce María se
encierra una tragedia pasada, presente y tal vez futura que ella, como creadora
de ficción, no fue capaz de avizorar en toda su magnitud venidera y tectónica
pero que quizá, de manera impensada, roza cuando en más de una oportunidad
durante el transcurso de la narración, sin motivo aparente, se repite la frase:
Algún día...algún día...
Bárbara, personaje central de la trama, mora en un caserón vetusto;
enclavado en medio de una propiedad que permanece rodeada de vegetación
lujuriante y opresiva, circundada por muros y rejas que no permiten el contacto
con el mundo exterior.
Bárbara pasa los días vagando en un tiempo que se atrapa en fotografías
añosas y cartas amarillas de un amante adolescente y enfermo que dirige sus
reclamos amorosos a otra Bárbara que antecedió a la nuestra pero que, sin
embargo, se confunde con la actual y llega a ser parte integral del ser que late, respira y como en
sueños recorre los senderos de su jardín inmutable y paradójicamente
desconocido que, en la historia de su flora, atrapa a generaciones completas de
seres que fueron y concibieron a la primera Bárbara.
Y allende a los muros, que revientan de jardín, está el mar. Mar que sus
sentidos, a veces, percibe hostil: Él
(el mar) no tiene respeto a los muertos;
juega con ellos como los niños juegan con las pelotas y cuando se cansa, los
tira sobre la tierra y se busca otros nuevos.
Bárbara, que es naturaleza viva, una tarde descubre en el jardín un
pabellón derruido por un incendio y el tiempo. Lo que resta de piso y paredes
permanecen cubiertos de papeles y periódicos viejos que en letras mayúsculas
resaltan la palabra LIBERTAD. Vocablo
que Bárbara no conoce en su cabal significado pero que la conturba al extremo
de acelerar los latidos de su corazón.
Es posible que Bárbara o la misma Dulce María, en premonición futurista,
intuyeron el peligro que sobre el jardín se cernía si el término libertad caía
en labios inescrupulosos que desterrarían del vergel la tradición de los
muertos y a pavesas reducirían la historia contenida en el ámbito.
Pero un buen día, a las playas
cercanas, arriba un barco con nombre de ópera alemana; heroica y romántica: el Euryanthe. El apuesto capitán del navío
despierta la pasión de Bárbara que, una noche, inquieta de amor escapa del
jardín para correr a la orilla del océano, donde la espera el galán de espuma y
salitre. Y atrás, la tierra, los árboles, las flores y hasta el aire de los
ensueños rehúsan prescindir de su presencia.
No obstante, urgida de satisfacción carnal zarpa rumbo a un mundo
desconocido, en el que supo de la maternidad y el olor nauseabundo de la guerra,
que algunos llaman accidente de la
civilización.
Discurren los años y, en fecha determinada, cumplida su misión creadora, el
marino para complacerla, regresa a las costas que guardan la remembranza activa
del jardín y el caserón solariego. Ahora el barco que desanda el océano no es
el Euryanthe, si no uno mucho más
moderno que en honor a ella se bautiza
con el nombre, también heroico y romántico, de Santa Bárbara. ¿Premeditación de la escritora o simple
coincidencia?; ya que la santa católica, en la Mayor de las Antillas, asimismo
es Chango, deidad africana que encuentra arraigo en los isleños y sus creencias
sincréticas.
La noche de la llegada, mientras el esposo descansa en espera del alba para
desembarcar, Bárbara, incontenible, toma un bote y sola rema hasta la costa.
Cuando rodeada de tinieblas pone pie en tierra firme, no encuentra la
vetusta mansión en la que vivió, ni rastros de su jardín. La vegetación; una espesura
distinta se ha posesionado de todo y tergiversa el paraje. Únicamente, un
pescador joven que se desdibuja en la noche, a la luz mortecina de un farol, la
guía al encuentro de su principio. ¿Acaso no es éste pescador el adolescente
atormentado y enfermo que vio en fotografías maltrechas y tantas cartas de amor
delirante le escribiera a la otra Bárbara?
Hoy, a muchas décadas de concluida esta novela, que considero visionaria,
el espíritu creativo, obstinado y siempre libre de Dulce María Loynaz, prosigue
desafiando a los plumíferos pusilánimes y genuflexos para, asumiendo el rol de
la Bárbara eterna, parapetarse detrás de los muros de su vergel habanero y así
no permitir que la ola de infamia totalitaria mancille las flores creativas del
jardín. Jardín; origen y refugio de todos.
Y más allá de la casona, el parque y el cercado de Dulce María está el mar.
El mar con playas de arenas blancas donde los mulatos de Virgilio Piñera, los
de La isla en peso, murieron en
ofrenda prematura de lo que sería la época más oscura de la ínsula caribeña.
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