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martes, 15 de septiembre de 2015

KENDALL

                                   
Foto tomada de: Pedro Pan

Por: Mireya Robles

Fue en el año de 1961, en una época en me tocó pasar un lapso de mi vida en la ciudad de Miami. Época difícil de modestos empleos de oficinista; época de búsqueda de realizaciones espirituales a través de la pintura, a través de un manojo de versos; a través de cursos que tomaba en la Universidad de Miami en Coral Gables; en los centros de educación para adultos que se ofrecían en un high school de la ciudad en los cuales lograba, en aquellas noches, evadirme de la rutina de mi trabajo de ocho horas, leyendo Le petit prince o conjugando verbos en francés. 

Debo de llevarme este recuerdo conmigo. Aún lo llevo. Ese momento de 1961 en que sonó el teléfono. La operadora pidió mi nombre. Una llamada desde La Habana. Una voz amiga. Sí, la recordaba. Nos habíamos conocido en esa juventud, casi niñez, cuando la libertad era tan nuestra como la caña de azúcar. Como el mamey. Como la estatua de Martí y la de Periquito Pérez señoreando la plaza del pueblo donde los músicos, con gran ánimo y humildes uniformes, llevaban el ritmo de compases criollos que remataban siempre con el Himno Nacional: “¡Al combate corred, bayameses…!” Más tarde, en San Francisco, en Albany, en Miami, en Nueva York, me vendrían aquellas notas como voces inseguras de niños lejanos. Aquella cadencia cortada a tramos de sonido. Aquella honda emoción.

La operadora dijo algo de una interrupción. Nos desconectamos momentáneamente. Volví a oír la voz que me era tan conocida. No me detuve a preguntar cómo había conseguido mi número telefónico. Su tono urgente me impedía desviarme del mensaje que salía atropelladamente, como temiendo que volvieran a desconectarnos: “Tres niños, sí, llegan mañana, en avión”. “El varón de ocho años. Las hembras de seis y siete”. “Cuídalos, como si fueran mis hijos”. Mi condición de desempleada me permitió soñar planes para cuando llegaran. Al día siguiente, con gran anticipación, llegué al salón de espera del Aeropuerto Internacional de Miami. Retrasado. Horas de retraso. El avión llegó hacia las siete de la noche. Empezaron a aparecer niños. Niños de todos tamaños. Niños con letreros en los que se leía su nombre y el nombre y dirección de sus padres en Cuba. Sentí que los músculos del rostro se me fueron alargando. Sentí que algo me ensombrecía la expresión. Los letreros. Aquellos letreros que concretizaban un símbolo enorme: el desvalimiento de aquellos niños solos, sin padres. Repasé la vista apresuradamente entre aquellas letras hasta identificar los nombres. El varón, vestido con traje marrón, camisa blanca y corbata, me contó, con las manos en los bolsillos, los pormenores del viaje. La emoción de su aventura no le había dejado pesar su situación. Llegó el encargado y los niños pasaron a un pisicorre que los conduciría a ese lugar de tránsito que se conocía con el nombre de Kendall. Las niñas lloraban. Le aseguré al varón que esa noche iría a verlos.

El viaje a Kendall me pareció largo, como si estuviera moviéndome hacia un punto alejado y remoto de la tierra. En el pabellón de los varones encontré a mi pequeño amigo. Me informó que las niñas no habían comido y que una de ellas padecía de estreñimiento, y que su madre le había encargado que me lo dijera. Encontré a las niñas en un dormitorio, en el edificio de enfrente. Pronto se apegaron a mí. Las llevé a mi carro y les di la leche que les había llevado en un termo. Regresamos al dormitorio. Dos niñas mellizas, cogidas de la mano, oyeron un avión y empezaron a gritar de alegría: “¡Papi! ¡Mami!”. Eran pequeñas, infinitamente pequeñas para estar solas. La monja trató de calmarlas. Les aseguró que vendrían en otro avión. La monja trató de disimular su nerviosismo mientras les aseguraba que sus padres no estaban en el avión que acababa de pasar. Yo llevé a mis dos pequeñas amigas a sus camas. La monja me dijo que no estaba permitido que yo estuviera allí. Que las niñas tenían que acostumbrarse…Esto lo oí durante las tres semanas que pasaron en aquel lugar de tránsito.

Yo, con mi desempleo. Todos los días a Kendall. Saqué, con libretas de sellos comerciales, una pelota de básquet y dos muñecas. Los fines de semana íbamos a la playa. Curiosa evolución que sufrieron en Kendall. Las niñas viajaban siempre con la llave de un bulto de lona donde guardaban sus pertenencias. El chico revisaba a diario las listas de los relocalizados. Después discutía con los demás. Soñaba posibilidades maravillosas: tal vez los enviarían a una casa de millonarios en Texas con enormes piscinas, caballos, donde tendrían infinidad de trajes de vaqueros. Parecía un tumulto de pequeños inversionistas anticipándose a fabulosas negociaciones. La Bolsa. Un Stock Exchange en miniatura. Y yo, con mi desempleo, y una honda compasión ante estos sueños.

En una de esas listas, a la tercera semana, aparecieron los tres nombres. Relocalizados para un asilo de huérfanos en Evansville.

La mañana estaba húmeda, triste. Los esperaba en el aeropuerto a la hora señalada. Vendrían de Kendall. Los vi llegar. Me abracé a ellos. Llegó el momento en que alguien nos vino a separar. La niña mayor comenzó a llorar convulsivamente. Comenzó a vomitar. Me llamó el encargado y como una concesión especial, me dejó acompañar a la niña hasta el mismo avión. Me salieron unas palabras desvalidas, entrecortadas, pronunciadas en voz baja. Esperé la salida del avión. Atravesé pasillos llevando una extraña mezcla de sentimientos. Las anchas avenidas de la ciudad. Mi carro. Luces de tráfico y un llanto callado que me acompañaba.

Publicado en MEMORIA DE LOS TRABAJOS PREMIADOS, Accécit Artículo Periodístico, Quinto Concurso Literario Jorge Mañach, Miami, Florida, 1976, pp. 31-33.

MUNICIPIO DE GUANTÁNAMO, Año XXII, No. 117, Junio-Julio, 1976.

EL DIARIO LA PRENSA, New York, Mayo 23, 1978.









Mireya Robles nació en Guantánamo, Cuba. Reside en Estados Unidos. Ha publicado novelas y libros de cuentos, que han sido traducidos al inglés; poemarios; libros de crítica literaria; el documental Diario de Sudáfrica y artículos, narraciones cortas, poemas y cuentos en revistas literarias en unos veinte países. Ha recibido premios en Estados Unidos, México, Francia, Italia y España y ha sido entrevistada en radio y televisión en Miami, New York, Buenos Aires, Madrid y Durban, Sudáfrica.

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