Jorge Mañach
¿Y esos pobres cañones, esos tristes cañones veteranos, valetudinarios,
inservibles ya, que apuntan hacia el blanco blanquísimo del
pasado como si
quisieran dispararle su innoble contenido de residuos plebeyos?
Regocijo de turistas, su descomunalidad resulta irrisoria en estos tiempos de
síntesis y de perfección, cuando el más grande estrago se encierra en armas
mínimas. Estos cañones son del tiempo del romanticismo y de la
retórica. España todavía pensaba en filibusteros y en el Cid cuando los forjó,
con sus grandes balas redondísimas, que ya no sirven más que para formar
montoncitos piramidales y flanquear decorativamente los senderos. ¡Pobres
cañones! Los soldados pasan ahora cabe ellos y les dan una palmadita
protectora. Como son aparatosos y mansos, igual que bueyes de vieja castra, se
dejan gravemente montar por los pilluelos de esta dehesa urbana, que es la
Punta; éstos les ciñen la dureza roñosa de sus ijares con las piernas y los
talones renegridos, y los pobres cañones, sonriendo buenamente por sus bocas
desdentadas, toman un aire condescendiente de humillado poderío, de domesticada
importancia.
¡Y qué ingratos son todos con vosotros! -continuó Luján ensimismado ya en su
lirismo-. No respetan vuestra gloriosa decrepitud: os rellenan de inmundicia
las gargantas redondas, que parecen bostezar inacabablemente la melancolía de
una inútil supervivencia, y se reclinan sin miedo contra vosotros, y os
escudriñan la anatomía, y hacen a vuestra sombra otras cosas vergonzantes que
no digo... ¡Infelices, obligados a servir de alcahuetes con toda vuestra
solemne prosapia!
Y como yo, divertido, me riera, Luján me interrogó sonriente también y poseído
de especulación:
-¿Crees tú que se harán cargo ellos de su mero papel decorativo, o pensarán,
con esa chochez flamboyante de los viejos, que, si llegase algún zafarrancho
bélico, podrían todavía cumplir como antaño en defensa de la villa? ¿Qué
pensarán de ellos las jóvenes y coquetas ametralladoras del Morro, allá
enfrente?
-Les tomarán el pelo, como
ciertas jóvenes a ciertos viejos verdes- aventuré yo.
-¡Verdes!... Sin embargo, cada día los hallo más rojos, como de vergüenza... ¿Quién sabe lo que pasa
por sus entrañas de hierro que el vulgo prostituye? Me dan lástima, hijo,
créemelo. Aquí no hacen nada: por ellos toma nuestra plácida ciudad un aspecto
tonto de batería. Por lo menos, debieran ponerle una verjilla en torno a cada
uno de estos veteranos de la época grandilocuente...
Pero después de caminar unos pasos en silencio, Luján rectificó:
-No; sin verja están mejor. Eso les haría parecer aún más infelices, que nada
agrava tanto lo ridículo como
hacerlo venerando...
Y se sonrió satisfecho de haber llegado a una sentencia firme sobre tan
importante asunto.
Tomado de Estampas de San Cristóbal ,
Ediciones Ateneo, 2000
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