Por Lola Benítez Molina
Málaga (España)
Una madre es lo más preciado que se puede tener. Ella es manantial de
dulzura sin límites, la máxima luz que brilla por doquier. Sin su apoyo vagamos
perdidos. Su fuerza nos engrandece, su mirada guía los pasos de sus hijos en el
diario caminar por la vida. Una madre es bastión de reyes, entereza
sobrehumana, solidez y estabilidad ante los variados y a veces persistentes laberintos,
incertidumbres y avatares que nos agobian y
nos colapsan, que ensombrecen nuestra existencia…
Sobre su falta no quiero hablar, pues las tinieblas se apoderan del
firmamento, aunque su estrella, como aquella de Oriente, nos siga diciendo qué
paso debemos dar para no errar. “Sin duda, cuando se ama de ese modo, nunca
puede admitirse la muerte. Se cree que el amor
protege. Incluso si no vuelve, si se extravía en la nieve…, lo esperará”. Bellas palabras extraídas
de la novela: “El
vino de
la soledad” (1935), de Irene Nemirovsky. Curiosamente, esta
escritora escribió dicho libro autobiográfico inspirada por la frivolidad y el rechazo de su madre hacia ella, de ahí que el dolor
ante esa soledad se haga patente ante la ausencia de esa madre. Irene, además, aprovecha
para describir la sociedad en la que le tocó vivir durante la revolución bolchevique.
Ser madre es un regalo de Dios, que viene a confirmarnos su existencia,
pues sólo Él puede concedernos ese don, ya que una madre
tiene algo de Dios por la inmensidad de su amor y por la incansable solicitud
de sus cuidados. Ciertamente, Dios, aunque puede estar en todas partes a la
vez, creó a las madres para que le ayudarán en su tarea divina. Tengamos
siempre presente que “el amor de madre, refiere Marion C. Garretty, es el
combustible que le permite a un ser humano hacer lo imposible”.
Una madre es, sin duda, nuestros ojos y nuestras manos, nuestra esperanza y
nuestro sustento vital. En la distancia percibe nuestro sentir. ¡Qué grandioso
es ser madre! No hay energía ni aliento que la supere. Tenerla reconforta al
más desdichado, y en los momentos de desconcierto, ella sabe indicarnos el camino
que debemos elegir para que nuestra vida sea manantial inagotable de luz y
amor. Además, una madre siempre te ofrece su regazo de paz y entrega sin
condiciones. Sabe escuchar a sus hijos
como nadie lo haría en este mundo de rumbo incierto, de realidades muchas veces
incomprensibles, dolorosas y opacas, que se anclan en nuestro corazón y en
nuestra mente.
Obviamente, una madre amaina las tempestades que intentan arrastrar a sus hijos
a los abismos de la vida; hace salir el sol cuando nos hallamos atrapados por
las garras de las noches más tenebrosas; aleja de sus vástagos hasta más allá
del universo la tristeza, las confusiones, la oscuridad siempre poderosa, y,
con su saber estar, nos enseña que su amor es totalmente incondicional y
atemporal, pues siempre está y estará velando por nosotros. “Jamás en la vida,
dice Honoré de Balzac, encontraremos ternura mejor, más profunda, más
desinteresada y verdadera que la de nuestra madre”. Ella es nuestra diosa
terrenal, la que nos enseña, con generosidad sin límites, a vivir y a ser
dichosos en nuestra vida. Sus sentimientos de amor y entrega y valentía no los
marchita ni los destruye el tiempo.
Benevolencia, sinceridad, perdón… son siempre palabras que tienen cabida en
el vocabulario de una madre. Si el mundo se hallase gobernado por el tipo de
personas con las características de una buena madre, los caminos del mismo serían
mucho mejor transitables y los problemas, que angustian y desesperan a un
sinfín de personas, estarían solucionados prontamente por quienes tienen el
deber y la responsabilidad de solventarlos.
Desde aquí hago un guiño a todas las madres del mundo, a esas mujeres que,
gracias a su maternidad, ya son colaboradoras de Dios en el gran ministerio del
amor. “Madres, manifiesta León Tolstoi, en vuestras manos tenéis la salvación
del mundo”.
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