Foto tomada de: Daily Mail |
Por Eduardo Lolo
La vida no es un
musical de Broadway. En las sabanas africanas, el leoncito huérfano de un padre
vencido tendría muy pocas probabilidades de llegar a ser Rey León de la manada,
pues es costumbre ancestral que el nuevo monarca, una vez victorioso en el
duelo con su predecesor, mate a todos los cachorros hijos del soberano depuesto.
Algo semejante entre seres humanos sería considerado una monstruosidad, aunque
algunos magnicidios han comprendido el asesinato de los herederos al poder y
hasta de la familia toda del destituido, como es el caso de la masacre de los
Romanov a mano de los comunistas rusos en el poder, que incluyera los cinco
vástagos del matrimonio.
El carácter excepcional del nefasto final
del último zar y toda su estirpe no puede, sin embargo, disimular el hecho de
que el intento de asesinato de la historia por parte del hombre es mucho más
trágico que entre animales, aunque no sea mediante acciones tan sangrientas. Porque
es el caso que a los humanos no nos basta con borrar el ADN del vencido; es
imprescindible anular, también, su memoria del tiempo, tercamente viva gracias
a la historiografía desarrollada tanto en palabras, como en recuerdos
esculpidos y hasta en el grafiti nervioso sobre una pared ansiosa, en su
desnudez, de posteridad.
La historia sin registro corre el riesgo de no ser tal, degradada a mito o
leyenda. Así, las pirámides egipcias sin jeroglíficos no serían más que saqueados
montículos mortuorios; Ciro, sin Jenofonte, estuviera en la misma categoría que
el Rey Arturo; al tiempo que la conquista del Imperio Azteca por un puñado de
aventureros desprovistos de retorno sería inexplicable sin el recuento senil de
un antiguo alférez. De la historia parte el registro; del registro, la
autenticidad de la historia. De ahí que para extremistas de toda laya no basta
la muerte de la persona: es necesario también matar al personaje; que es decir,
eliminar el registro de la historia que lo convirtió de lo primero (carne
fugaz) en lo segundo (memoria tenaz).
El intento de asesinato de la historia ha sido practicado en todas las
épocas y civilizaciones. En el Occidente actual, como en la novela de Agatha
Christie que parodio en el título, son muchos los que alzan vengativos el arma
asesina ante un aterrorizado Poirot público: anarquistas (ahora llamados
“antisistema”), comunistas reciclados con diversas etiquetas, religiosos
fundamentalistas de disímiles credos “evangelizando” a la fuerza, nacionalistas
excluyentes de intransigencia totalitaria, y otros de igual o semejante calaña;
todos los cuales, en sentido general, no son más que entes frustrados o
inadaptados que quieren culpar a la historia de sus propios fracasos.
Las justificaciones o recompensas
para ser parte de la horda historicida son varias, tanto terrenales como
celestiales: de enjuiciar pasadas actitudes deplorables como si estuvieran
vigentes (aplicando códigos modernos y, consecuentemente, anacrónicos), a las
mil vírgenes a la espera de ser desfloradas por un pene previamente destrozado
por un cinturón suicida. En todos los casos los nuevos cruzados se masifican
para llevar a cabo su misión; que es decir, dejan de ser individuos para
convertirse en ciegos instrumentos de infalibles mesías de nueva factura.
Veamos unos pocos ejemplos:
Una de las primeras acciones que llevó a cabo Fidel Castro a su llegada al
poder fue derribar las esculturas de algunos de los presidentes elegidos
democráticamente que se habían erigido en una céntrica avenida habanera conocida
como Avenida de los Presidentes. Abría el desfile la de Tomás Estrada Palma,
primer Presidente de la República. Por impericia de los que tenían que llevar a
cabo el derribo o una imprevista solidez del monumento, el caso es que la
estatua de Don Tomás no pudo ser derribada, por lo que se optó por cercenarla
por su parte más vulnerable: los tobillos. Quedaron, solitarios sobre el
pedestal, los calzados de bronce. El Monumento a las víctimas del Maine fue
otro caso de intento de asesinato castrista de la historia: el águila que la
coronaba fue derribada estrepitosamente y el texto del pedestal alterado para
culpar al propio gobierno norteamericano de la explosión del acorazado. Luego
se cambiarían los nombres de las calles, escuelas, etc., etc.
Al otro lado del Atlántico, en España se promulgó a principios de este
siglo una Ley de la Memoria Histórica que, en la práctica, solamente se utilizó
para llamar la atención y denunciar los crímenes del bando nacionalista durante
la Guerra Civil y la dictadura franquista, pero dejando de lado los múltiples
asesinatos de inocentes perpetrados por los militares republicanos. Más
recientemente se ha comenzado el derribo de cuanto monumento pueda ser
denunciado como la representación de un aliado de Franco y el cambio de nombre
de las calles a las que puedan endilgárseles igual asociación. Tal parece que
los Nacionalistas, quienes ganaron la guerra por las armas en 1936, van a
perderla por decretos casi un siglo después. Y hasta se habla de destruir el
gigantesco mausoleo conocido como El Valle de los Caídos, donde más de treinta
mil combatientes de ambas facciones, entremezclados, yacen fundidos más que
sepultados.
Pero el caso más destacado en la actualidad es el de Estados Unidos. Los
monumentos a los soldados y destacados oficiales confederados, luego de
respetados por más de un siglo al calor de la reconciliación lograda al final
de la Guerra Civil, se han convertido en blanco casi sin defensores de los que
parecen olvidar que muchos de esos oficiales ya lo eran previamente al intento
secesionista, con una hoja de servicios a la nación que ahora se intenta
desconocer. Hasta el sepulcro de Ulysses S. Grant está en el colimador de los
revisionistas, por una ocasional actitud antisemita durante las hostilidades
que luego enmendaría (inútilmente para sus perseguidores actuales). Pero hay
más: la nueva guerra civil de un solo bando armado se desborda en el tiempo y
abarca todas las épocas de la historia estadounidense, incluyendo aquella en la
cual el país ni siquiera existía. Un ejemplo de ello es la campaña por derribar
la icónica escultura de Cristóbal Colón en Columbus Circle (New York) por este haber
traído esclavos africanos a la América.
Pese a lo anterior, y aunque
asordinadas por la vocinglería “políticamente correcta” y una prensa cómplice, no
han faltado voces sensatas en el desigual debate. Una muestra a destacar es lo
expuesto en una reciente entrevista concedida a la revista Time por Henri Louis Gates, Jr., un conocido historiador
norteamericano de origen africano. Dijo el popular
conductor del programa de televisión Finding
Your Roots: “Often people think, if I take down that statute, I will erase
the racism that the person represented and the statue embodied. It doesn’t work that way.” Y aunque se
queda corto en defender los monumentos en sus ubicaciones originales, propone
llevar las estatuas a museos, por lo que el componente artístico lograría
sobrevivir la demoledora ira impune contra mármoles y bronces hasta ayer
respetados en tanto que obras de arte. Desafortunadamente, su lógica sugerencia
ha caído en los oídos sordos de los destructores talibanescos y sus promotores.
No obstante todo ello, y pese al celo de sus verdugos, la historia casi
siempre sobrevive, incluso cuando muchos la creen muerta. De ahí que en Rusia ya
San Petersburgo haya recuperado su identidad luego de décadas de forzada
nomenclatura espuria, que los moradores de las calles de Madrid y La Habana las
sigan identificando por sus nombres originales, mientras que la real memoria
histórica de los pueblos sigue llorando los crímenes de todas las facciones. Y
hasta se dio el caso que el águila derribada del Monumento al Maine en la
capital cubana no haya sido fundida como había ordenado el Comandante en Jefe,
sino que fuese, con indiscutible valor, resguardada clandestinamente por
quienes tenían que cumplir la orden destructiva y devuelta, décadas después, a
la reinaugurada Embajada de los Estados Unidos en Cuba. No me extrañaría,
entonces, que la estatua mutilada de Tomás Estrada Palma aparezca de igual
forma en una etapa poscastrista y sea reunificada con sus afligidos zapatos
luego de decenios descalza. Y sí, contradiciendo todo cálculo de
probabilidades, eventualmente un leoncito huérfano puede llegar a ser Rey León
de su manada.
Porque es el caso que la historia se puede enmascarar, secuestrar,
escamotear, y hasta mutilar; pero no se puede hacer desaparecer: tarde o
temprano, gracias a su tenaz capacidad de supervivencia, emerge entre brumas de
tiempo, premiando a los veraces, enmendando a los equivocados, y juzgando a los
historiadores del escarnio como lo que siempre fueron: cómplices de la mentira.
Porque el registro histórico (ya sea en piedra, palabras, imágenes o impulsos
cibernéticos) ha permitido alcanzar al ser humano en tanto que personaje (lo
mismo sacro que execrable), algo que antes de su advenimiento estuvo reservado
sólo a las deidades: la inmortalidad. Y no habrá turba política alguna, por muy
poderosa que esta sea, capaz de lograr, como antiguo Dios irascible, expulsarlo
de nuevo.
Publicado
originalmente por la Agencia EFE el 8 de enero de 2018.
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