miércoles, 3 de enero de 2018
El Extraordinario Magisterio
Hoy los álamos •—los álamos con plata
de la plateada Castilla— se han vestido
de luto. Y los pueblos llanos —los
pueblos tranquilos, donde la vida se
remansa al final— llenan de sombra
sus rejas. Y hay una mujer más triste
que en la tristeza de «Don Juan». Porque
en su piso de la calle de Zorrilla
—una oalle antigua, cortesana, con taxidermistas
y restaurantes alemanes— se
ha apagado, dulcemente, el maestro
«Azorin».
Hacía tiempo que «Azorin», siempre
presente, no estaba de modo físico con
nosotros. Hacía tiempo que se parecía,
cada vez más, a su retrato de Zuloaga,
en ese su acabar, poco a poco, de perfil,
eomo las medallas lorquianas. Zuloaga
ponía tierra en sus retratos; apretaba
la piel sobre su esqueleto. Así, cada vez
más espíritu, cada vez menos materia,
venía siendo aquel José Martínez Ruiz,
dandy, ultra, dado a los «ismos» y a las
avanzadillas literarias; aquel José Martínez
Ruiz que Vázquez Bíaz retrató,
con sombrero vuelto y aire de embajador
poético. Eran los tiempos de la novedad,
de las rebeldías, de ios cfcminos
nuevos; eran, en cierta manera, los tiempos
de «Brandy, mucho brandy». El
«Azorín» de hoy era todo paisaje interior.
El, que domino el paisaje, habría
de recibir, con su vida ya atardecida,
este regalo; el dulce regalo proustia.no
de «su paisaje interior». «Azorin» dio
a nuestra literatura una nueva pauta
de lenguaje y de visión. Quizá ningún
otro escritor moderno influyó tanto en
su contorno como él. Hubo tiempo —y
fue buen tiempo— en que se escribía
como «Azorin»; siempre se ha mirado
como miró él. Y, por esta mirada, la
cal humilde, las reías cruzadas y las
ventanas —las cerradas ventanas de interior—
cobraron una vida singular y
protagonista. Como Juan Ramón sintió
la presencia y el calor de las cosas que
nos rodean. Pero Azorin era más de
horizonte, más de lejanía. Su paisaje
era llano, quieto; tenía algo de lago sobre
el que se navegasen apuradísimas
singladuras.
En su forzado retiro había un extraordinario
magisterio. Pocos escritores le
gozaron como él. Es ley de literatura
no aceptar demasiados yugos y, por
eso, se discute a troche y moche, á tirios
y troyanos, a «monstruos sagrados»
y a auténticos «monstruos». A «Azorin»,
no. «Azorin» era el reverenciado, el lejano,
el que todavía daba lecciones de
vez en vez, esporádicamente, como una
hoja dorada y volandera, que se cae.
Eran artículos breves, espaciados, que |
tenían el encanto y el valor de una má-
xima. A veces estremecía pensar que j
en aquella ventana de aquella calle —la
misma calle en la que diera melancolía
a sus últimos años Julio Camba— se
nos iba, cada vez más pequeña y clara |
su luz, «Azorin». Tenía los ojos llenos
de agua, como si le diera el viento. Tenía
ya la caligrafía temblona; tenía,
siempre, las ideas claras. Las ideas se
ordenaban en su mente con pasmosa
exactitud. En sus principios utilizó el
seudónimo de «Cándido»; al final, volvía
a ser así, con esa pureza que sólo
alcanza la verdad.
A la luz de los cirios aparecía muy
pequeño; ¡tan sutil y pequeño! Diríase
que el aire fuese a llevársele Castilla
adelante, por esa Castilla que describió
como nadie. Pero, no; nada podrá llevársele
ya.
En su torno, las mujeres rezaban un
español muy puro: un antiguo español,
de salmodias repetidas. «Azorin», casi
pavesa, casi poso, semejaba sonreír.
Manuel POMBO ÁNG
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