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Carlos Benítez Villodres
Málaga
En el Antiguo
Testamento hay cientos de profecías acerca de la Pasión, Muerte y Resurrección
de Cristo.
Los
sacrificios de purificación ocupaban la posición central en la vida religiosa
del pueblo judío. Cada devoto judío ya sabía, desde su niñez, que el pecado
sólo podría borrarse por medio de un sacrificio cruento. Todas las grandes
fiestas y acontecimientos familiares se acompañaban de sacrificios. Los
profetas no explicaban en qué consistía el poder purificador de los
sacrificios. Sin embargo, sus profecías relacionadas con la Pasión demuestran
que los sacrificios del Antiguo Testamento anticipaban el gran sacrificio
redentor del Mesías, el cual Él tuvo que ofrecer para la purificación de los
pecados del mundo entero. De este gran sacrificio tomaban fuerzas y
trascendencia las ofrendas del Antiguo Testamento. La relación íntima entre el
pecado y los subsiguientes sufrimientos, al igual que, entre los padecimientos
voluntarios y la subsiguiente salvación del hombre, no está bien comprendida
aún hasta hoy día.
La
Pasión de Cristo engloba los acontecimientos bíblicos que narran los episodios
protagonizados por Jesús entre la Última Cena y su crucifixión y muerte. En la
Pasión, se hace referencia a los padecimientos que sufrió Cristo (la traición
de Judas, la negación de Pedro, la oración en el huerto de Getsemaní, el
prendimiento, la presencia de Cristo ante Anás, Caifás, Herodes y Pilatos, el
juicio, Cristo atado a una columna, coronación de espinas, el camino con la
cruz a cuesta camino del Calvario…
A
continuación, transcribo aquéllas que están consideradas por todo el orbe
cristiano como las más claras y fundamentales. “Despreciado y abandonado de los
hombres, varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento, y como uno ante
el cual se oculta el rostro, menospreciado sin que le tengamos en cuenta. Pero
fue él, ciertamente, quien soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros
dolores, mientras que nosotros le tuvimos por castigado, herido por Dios y
abatido”. (Isaías 53: 3-4). Este profeta vivió desde el año 765 a. C. hasta el
623 a. C.
“… y
quedó deshecho en ese día, y los mercaderes de ovejas que me observaban (a
Judas) conocieron que aquello era cosa de Yavé. Yo les dije: Si queréis, dadme
mi salario, y si no, dejadlo; y me pasaron mi salario, treinta monedas de
plata. Y tomando las treinta monedas de plata, las tiré en la casa de Yavé al
tesoro”. (Zacarias 11: 12-13). El profeta Zacarías vivió desde el año 542 a. C.
hasta el 623 a. C.
En
cuanto a la flagelación de Cristo y los escupidos de la soldadesca en su
rostro: “He dado mis espaldas a los que me herían, y mis mejillas a los que me
arrancaban la barba. Y no escondí el rostro ante las injurias y los esputos”.
(Isaías 50: 6). Sobre las burlas a Cristo, leemos en el Antiguo Testamento:
“Búrlanse de mí cuantos me ven, abren los labios y mueven la cabeza”. (Salmos
22: 8). Del mismo modo, los soldados y demás personas del pueblo se
repartieron, entre ellos, la túnica de Jesús y la sortearon: “Se han repartido
mis vestidos y echan suertes sobre mi túnica” (Salmos 22: 19).
De las profecías más conocidas en
el Antiguo Testamento sobre la muerte del Mesías transcribo algunas de ellas,
pues son muchas las que abordan este episodio de la vida de Jesús: “Seco está,
como un tejón, mi paladar, mi lengua está pegada a las fauces, y me han echado
el polvo de la muerte. Me rodean, como perros, me cerca una turba de malvados;
han taladrado mis manos y mis pies y puedo contar todos mis huesos. Ellos me
miran y contemplan”. (Salmos 22: 16-18).
La muerte de Jesús será el
sacrificio que redima los pecados de los hombres: “Fue traspasado por nuestras
iniquidades y molido por nuestros pecados. El castigo de nuestra paz fue sobre
Él, y en sus llagas hemos sido curados. Todos nosotros andábamos errantes, como
ovejas, siguiendo cada uno su camino, y Yavé cargó sobre Él la iniquidad de
todos nosotros. Maltratado, pero Él se sometió, no abrió la boca, como cordero
llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores. Fue arrebatado
por un juicio inicuo, sin que nadie defendiera su causa, pues fue arrancado de
la tierra de los vivientes y herido de muerte por el crimen de su pueblo.
Dispuesta estaba, entre los impíos, su sepultura, y fue en la muerte igualado a
los malhechores, a pesar de no haber cometido maldad ni haber mentira en su
boca”. (Isaías 53: 5-9).
Cristo,
en su muerte, estará rodeado de pecadores: “Por eso yo le daré por parte suya
muchedumbres, y dividirá la presa con los poderosos por haberse entregado a la
muerte y haber sido contado entre los pecadores, llevando sobre sí los pecados
de muchos e intercediendo por los pecadores”. (Isaías 53: 12).
Otra,
entre muchas, de las profecías sobre la muerte de Cristo dice: “Y derramaré
sobre la casa de David y sobre los moradores de Jerusalén un espíritu de gracia
y de oración, y alzarán sus ojos a mí. Y aquel a quien traspasaron le llorarán
como se llora al unigénito”. (Zacarías 12: 10).
Una
vez que Cristo estuvo en la cruz, sintió sed, y un soldado impregnó una esponja
en hiel mezclada con vinagre: “Diéronme a comer veneno, y en mi sed me dieron a
beber vinagre”. (Salmos 69: 22).
Jesús,
antes de morir, creyó que su Padre lo abandonó a su suerte por eso dijo: “¡Dios
mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? Lejos estás de mi socorro, de las
palabras de mi gemido”. (Salmos 22: 2).
Sobre
la Resurrección de Jesús hay en el Antiguo Testamento un sinnúmero de
profecías. “Yo sé que mi Redentor vive, y al final se levantará sobre el polvo.
Y después de desecha mi piel, aun en mi carne veré a Dios; al cual yo mismo
contemplaré, y a quien mis ojos verán y no los de otro. ¡Desfallece mi corazón
dentro de mí!”. (Job 19: 25-27). Del profeta Job no se tienen datos sobre su
nacimiento y muerte.
Asimismo,
hay otra profecía sobre la Resurrección del Mesías: “Yo, en justicia,
contemplaré tu faz, y me saciaré, al despertar, de tu imagen”. (Salmos 17:
15).
El
pueblo de Dios, en los tiempos del Antiguo Testamento, creía en la Resurrección.
En este Libro Sagrado leemos: “Revivirán tus muertos, mis cadáveres se
levantarán; despertad y cantad los que yacéis en el polvo, porque rocío de
luces es tu rocío, y la tierra parirá sombras. (Isaías 26: 19).
También el profeta escribe en uno de los Libros Santos sobre la salida
del Redentor del mundo de los muertos: “Las muchedumbres de los que duermen en
el polvo de la tierra se despertarán, unos para la eterna vida, otros para la
eterna vergüenza y confusión”. (Daniel 12: 2). Daniel nació en el año 451 a. C.
y falleció en el 533 a. C.
Por otro lado, los salmos mesiánicos declaran también palabras proféticas
alusivas al sacrificio y resurrección de Cristo: “Pues no abandonarás mi alma
al seol ni permitirás que tu fiel vea la fosa. Tú me enseñarás el sendero de la
vida, la hartura de alegría ante ti, las delicias a tu diestra para siempre”.
(Salmos 16: 10-11). Los Salmos fueron escrito por varios profetas: Moisés, el
rey David, Asaf, los hijos de Coré, Salomón, Hemán el Ezraíta, Etán el Ezraíta
y otros autores no nombrados. Los años del nacimiento y de la muerte de estos
profetas no los expongo en este trabajo por tratarse de un artículo
periodístico.
En los Libros Canónicos, leemos esta otra profecía sobre la resurrección
de Jesús: “Él nos dará la vida en dos días y al tercero nos levantará y
viviremos ante Él”. (Oseas 6: 2). El profeta Oseas vino al mundo el año 804 a.
C. y murió en el 720 a. C.
Una de las maneras que
sabemos que la Biblia fue inspirada por el Espíritu Santo es la forma en que
predice el futuro (profecía). Predicciones de eventos futuros basados en la
facultad de un profeta que comunica a la humanidad de todos los tiempos lo que
Dios le mandó decir. Los profetas más citados en cuanto a sus informaciones sobre la vida,
muerte y resurrección de Cristo son: Ezequiel, Daniel e Isaías
independientemente de los Salmos.
Un enfoque para utilizar con un incrédulo es darle a leer el Salmo 22:
12-18. Ésta es una descripción de la crucifixión mil años antes de que Cristo
naciera. Si sabe Historia el interpelado, dirá que esta profecía trata de la
crucifixión del Mesías. Época esta, en la cual las crucifixiones no se habían
inventado todavía.
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