En el bicentenario de la batalla más famosa de la historia mundial, un distinguido historiador mira a lo que pudo haber sido (texto condensado)
(Ilustración: Tim O’Brien)
Revista de la
Institución Smithsonian
Junio de 2015
Junio de 2015
El
18 de junio de 1815, Napoleón le dijo a uno de sus oficiales: “Venga, general,
el asunto ha concluido, hemos sido vencidos. Partamos.” Alrededor de las 8 de
la noche de ese día, el emperador de Francia sabía que había sido decisivamente
derrotado en un villorrio llamado Waterloo, y ahora ponía todo su empeño en
escapar de sus enemigos, algunos de los cuales –tales como los prusianos-
habían jurado ejecutarle.
. Hacía menos de una hora que Napoleón había enviado a ocho batallones de
su Guardia Imperial de élite al ataque sobre el camino de Charleroi a Bruselas,
en un desesperado intento de quebrar la línea del ejército anglo-aliado mandado
por el duque de Welllington. Pero Wellington había rechazado el ataque,
oponiendo una concentración masiva de potencia de fuego. Un testigo francés
recordaba que “Las balas y la metralla dejaron el camino sembrado de muertos y
heridos”. La Guardia
se detuvo, se tambaleó, y retrocedió. Un grito –ciertamente, anonadado- surgió
del resto del Ejército francés, uno inédito en ningún campo de batalla europeo
en los 16 años de historia de la unidad: “La Garde recule!” (“¡La Guardia retrocede!”).
El próximo grito marcó el desastre para cualesquier
esperanzas que Napoleón pudiera haber tenido de una retirada ordenada: “Sauve qui peut!” (“¡Sálvese quien
pueda!”). A lo largo de las tres millas del frente de batalla, los hombres
arrojaban sus mosquetes y huían, aterrados por los lanceros prusianos a quienes
se les había ordenado perseguirlos con sus lanzas de ocho pies de largo. A
mediados de junio, la oscuridad todavía tardaría en caer algunas horas en esa
parte de Europa. Pronto se extendió el pánico general.
El general Jean-Martin Petit recordaba que “Todo el
ejército estaba en el más apabullante desorden. La infantería, la caballería,
la artillería –todo el mundo huía en todas direcciones”. Napoleón había
ordenado a dos cuadros de la Guardia
Imperial que formaran a ambos lados de la carretera, a fin de
cubrir la desbandada, y él se refugió dentro de uno de ellos, mientras su
ejército se colapsaba. Petit, que mandaba los cuadros, escribió que “El enemigo
se hallaba pegado a nuestros talones y, temiendo que pudiera penetrar los
cuadros, nos vimos obligados a disparar a los hombres que estaban siendo
perseguidos.”
Tomando unos pocos ayudantes de confianza a su lado, así
como un escuadrón de caballería ligera para su protección personal, Napoleón abandonó
a caballo el cuadro, para dirigirse a la alquería sita en Le Caillou donde
había desayunado esa mañana, lleno de esperanzas en la victoria. Allí, se
trasladó a su carruaje. En el aluvión de fugitivos sobre el camino a las afueras
de la población de Genappe, tuvo que abandonarlo de nuevo por un caballo, a
pesar de que había tantas personas que él apenas podía ir al ritmo de la marcha
de un caminante.
Un miembro del entorno de Napoleón, el conde de Flahaut,
escribió posteriormente que “Del miedo personal no había ni la más leve traza”.
Pero el emperador estaba “tan sobrecogido por la fatiga y el esfuerzo de los
días precedentes que varias veces no pudo resistir la somnolencia que le
vencía, y si no hubiera yo estado allí para sostenerlo, habría caído de su
caballo”. Hacia las 5 de la mañana del 19 de junio se detuvieron al lado del
fuego que algunos soldados habían prendido en un prado. Mientras Napoleón se
calentaba le dijo a uno de sus generales: “Y bien, señor, hemos realizado una
cosa notable”. Es una muestra de su extraordinaria sangre fría que, incluso
entonces, le fue posible bromear, aunque sombríamente.
Si Napoleón hubiera seguido siendo emperador de Francia
durante los seis años remanentes de su vida, la civilización europea se hubiera
beneficiado de manera inestimable. La reaccionaria Santa Alianza de Rusia,
Prusia y Austria no habría sido capaz de aplastar los movimientos liberales
constitucionalistas en España, Grecia, Europa Oriental y otras partes; la
presión para unirse a Francia en la abolición de la esclavitud en Asia, África
y el Caribe se habría incrementado; las ventajas de la meritocracia sobre el
feudalismo habrían tenido tiempo de ser más ampliamente apreciadas; los judíos
no habrían sido forzados a regresar a sus ghettos en los Estados Papales ni
obligados a volver a usar la
Estrella de David; el estímulo a las artes y las ciencias
hubiera sido mejor comprendido y emulado; y los planes para reconstruir Paris
habrían sido realizados, haciéndola la más maravillosa ciudad del mundo.
Traducido por: Roberto Soto Santana
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