Un sitio entrañable de La Habana donde la trova cubana se hizo inmortal.
A mi padre, Fausto Prieto, que tantos datos me aportó.
Miro detenidamente una vieja foto de un rincón de La Habana, próximo al viejo torreón de San Lázaro. No está todavía construido el muro del Malecón; la calle termina en arrecifes y sé, por viejas crónicas, que los vecinos lo usaban como basurero. La esquina ya está construida: es un inmueble cuya fachada principal se abre por la calle de Belascoaín. Por su frente, se alza la Batería de la Reina, un cuartel de la época colonial cuya demolición dio paso a la construcción del parque dedicado al General mambí Antonio Maceo y Grajales, con su bella estatua ecuestre cuyo caballo se alza en sus patas traseras, como corresponde al héroe muerto en el campo de batalla.
La edificación de que hablo tiene dos plantas, o como nos gusta decir aquí en Cuba, es de “altos y bajos”. Me doy cuenta por todos estos datos que es muy posible que se haya perpetuado en la foto un instante correspondiente a un día cualquiera del último lustro del siglo XIX. Y ya en tan remota época el Café Vista Alegre ocupaba los bajos de esa construcción; en la planta alta, conocida también como Hotel Vista Alegre, residían familias. Allí vivió algunos años el poeta Gustavo Sánchez Galarraga, y esto ayudó a que muchos trovadores, que eran sus amigos y para quienes escribía las letras de canciones, fueran asiduos del acogedor Café.
Cuando mi padre llegó a La Habana, procedente de Pinar del Río en 1936, el entorno del lugar era muy variopinto. La Casa de Beneficencia y Maternidad estaba donde hoy se encuentra el Hospital Hermanos Ameijeiras; el pequeño parque Colón con su carrusel, montaña rusa y estrella, ocupaba el sitio donde hoy se encuentra la parada de ómnibus hacia la barriada del El Vedado. Frente a dicho parque estaba el Colegio La Inmaculada, hoy convento de las Hermanas de la Caridad. Su interesante fachada, remozada en 1928, ya ha perdido, por el paso de algún ciclón, las dos grandes torres en forma de cono invertido que la remataban.
El Parque Maceo, por su parte, estaba sembrado de cocoteros y tenía una pérgola frente al Café. Según chismes de la época, el presidente Carlos Prío Socarrás la trasladó durante su mandato para su finca La Chata.
Frente al Café, por la calle San Lázaro, donde hoy se ubica la Secundaria Básica José Martí, se encontraba el Hotel Manhattan rematando la esquina de los números impares, con su famosa farmacia en los bajos. Dicen que la dueña de aquel hotel le regaló al presidente José Miguel Gómez, cuando su toma de posesión, una bellísima silla de caoba labrada con el escudo de la República. Al lado del Café, allá por las décadas de los cuarenta y cincuenta, se hallaban dos edificios hoy desaparecidos, en sus plantas bajas estaban la tienda de artículos religiosos católicos Liban y una sucursal de la dulcería La Gran Vía, en cuyo interior, que era pequeño, había una graciosa pintura mural que representaba, prácticamente flotando sobre una línea de tren, un cake de bodas con su pareja de novios encima.
Era la intersección de las calles San Lázaro y Belascoaín una esquina bulliciosa. Todavía hoy lo es, debido al constante paso de ómnibus y taxis, como toda avenida principal. Y en la primera mitad del siglo XX era ruta también de tranvías. Cuando el asfalto de la calle lo permite por el desgaste, se asoman restos de rieles enterrados.
Locales como el Café Vista Alegre son herencia española. Están hechos para la conversación, los negocios y las citas amorosas. En sus anaqueles de maderas preciosas, ofrecían a la venta cuanta bebida se producía en el mundo, además de la popular cerveza. Pero los cafés de La Habana son definitivamente recordados por el popular café con leche, servido en jarras de vidrio grueso con asa, por un camarero equipado con dos lecheras: una con leche muy caliente y otra con el café que le daba color y sabor a la misma, según la cantidad expendida, a gusto del consumidor. Como complemento insustituible, el pan de flauta crujiente, picado en seis largas tiras y untado con mantequilla que se reblandecía al calor del pan. También ofrecían un amplio surtido de otros comestibles afines a este tipo de negocio. El humor criollo bautizó como “intelectuales de café con leche” a muchos diletantes que se ponían a hacer gala de supuestos conocimientos en las tertulias que se armaban en los cafés de la capital cubana.
Todos los que alguna vez visitaron el Vista Alegre coinciden en contar que la empleomanía era de una gentileza extrema y los servicios sanitarios de gran pulcritud (al contrario de su congénere, el Café La Diana,en la calle Águila, objeto de chacotas por la suciedad de los mismos, y donde Antonio María Romeu, uno de los grandes músicos cubanos, era pìanista habitual).
Mi padre me contaba que el Vista Alegre poseía un mostrador de maderas preciosas impecablemente pulido y muy largo, atendido por un especialista en la preparación de cocteles. Estaba todo muy iluminado y la estantería poseía luces propias. Frente al mostrador y en los portales de columnas, las típicas mesas de mármol y las sillas estilo Thonet.
En la esquina que daba a la calle San Lázaro, el Café tenia una vidriera, al parecer propiedad de dos españoles que se turnaban en su atención, donde se podía adquirir todo tipo de cigarrillos, tabacos y picadura. También tenía teléfono público y negocio de apuntar “la bolita”, ese juego de azar también conocido como charada.
Y en un viejo número de la popular revista Bohemia, de finales de los años cincuenta, descubrí que se anunciaba “el limpiabotas del Café Vista Alegre”, con foto incluida, al lado de su sillón. Hoy día estos sillones son una verdadera pieza de museo, con todo su equipamiento de bayetas, cepillos, tintas y betunes. Estoy segura que debía también existir el imprescindible estanquillo de revistas, periódicos y “muñequitos”, como les decían en Cuba a los comics.
Papi recordaba los habituales asistentes que eran médicos, abogados, políticos…, entre ellos el doctor Cornide, catedrático de Anatomía Descriptiva de la Universidad de La Habana y una de las grandes memorias de Cuba (se sabía de carretilla la ruta de los tranvías de La Habana); el doctor Alberto Venero, forense del necrocomio habanero y que tenía su consulta en medicina general por la misma cuadra de San Lázaro; el doctor Suárez, famoso ginecólogo. Entre los abogados, el doctor Castillo, que pertenecía a un antiguo y prestigioso bufete, y el procurador Antonio Pereyra, furibundo fanático de la trova tradicional. Algunos políticos de turno también visitaban el Vista Alegre para recrearse, cuando lo que hacían realmente era fomentar sus campañas políticas soterradas. Se veían también algunos profesionales de la pelota vasca (pelotaris), lo que nada tenía de extraño por la cercanía del frontón Jai Alai, que radicaba en la calle Concordia y Marqués González, y también porque muchos se alojaban en el Hotel San Luis, ubicado en la calle Belascoaín entre Ánimas y Lagunas.
Y no faltaba algún que otro partícipe en un romance, las más veces clandestino, en el que la dama, caminando por la acera frente al muro del Malecón, entraba al Café por esta zona hacia los discretos “reservados”, cuyas puertas daban a los portales. El caballero era discretamente avisado por un solícito camarero en la barra, alcanzándose un nivel de máxima discreción en todo aquello. Estos reservados, herméticamente cerrados, eran pequeños cuarticos con espejos, chaise-longues, una mesa, dos sillas y un lavamanos.
Pero lo que distinguía definitivamente al Vista Alegre era la bohemia nocturna, amenizada por los mejores trovadores de la época. Allí se escuchaba la última composición del trovador Sindo Garay, cantada a dúo con su hijo Guarionex, y se podía apreciar el virtuosismo de su otro hijo, Hatuey, que sabía arrancarle a su serrucho las sonoridades del violín. También, “lo último” de los famosos Graciano Gómez, Barbarito Diez, Isaac Oviedo con su impecable vestir y no menos impecable ejecución del cubanísimo “tres”. También se escuchaba lo más reciente de Manuel Corona y de María Teresa Vera, trovadora que estrenó la emblemática “Longina” de Corona en el solar “Las Maravillas” donde residía, ubicado en la calle San Lázaro entre Escobar y Lealtad: y esto estaba solo a dos cuadras escasas del Café.
Noches incomparables donde las más bellas composiciones de la trova tradicional se escuchaban en un ambiente perfumado por el olor a salitre proveniente del mar tan cercano, y que quizás eran interrumpidas por el tradicional cañonazo de las nueve, que en esa zona de la ciudad suele escucharse con fuerza. Sonido de la guitarra tan española y tan nuestra acompañando estas singulares melodías creadas en nuestra tierra. Es la trova tradicional lo que tanta fama dio al Vista Alegre, pues de manera no oficial pero sí “oficiosa”, trovador que recibiera allí las palmas se consideraba un consagrado dentro del género. Basta para corroborar esto con leer un fragmento de la letra de una de las canciones más aplaudidas en la época que es también, a mi juicio, una de las más bellas y que responde al nombre de Santa Cecilia y a la autoría de Manuel Corona:
Por tu simbólico nombre de Cecilia
tan supremo que es el genio musical,
por tu simpático rostro de africana canelado
se admiran los matices de un vergel,
y por tu talle de arabesca diosa indiana
que es modelo de escultura del imperio terrenal
ha surgido del alma y de la lira
del bardo que te canta como homenaje fiel,
este cantar cadente, este arpegio armonioso
a la linda Cecilia, bella y feliz mujer
Duele recordar que Manuel Corona murió en la más espantosa miseria y que muchos de estos trovadores, que ejercían los más modestos oficios o estaban sufriendo la cesantía más penosa, aplacaban con el café con leche del Vista Alegre la posible hambre de todo el día.
Cuando comenzó la demolición de la Casa de beneficencia y maternidad hacia finales de la década del cincuenta del pasado siglo, con el propósito de edificar un moderno banco, se adquirió el inmueble del Café para edificar la Agencia principal y fue derribado junto a los dos edificios vecinos que tenían en la planta baja los negocios religioso y de dulcería ya mencionados.
Es muy evocadora la letra de una canción compuesta a la sazón por el trovador Pablo García. La escuché mucho al dúo Voces del Caney, compuesto por Gina del Valle e Hilda Santana. Esta última le facilitó la letra a mi padre poco antes de su fallecimiento.
CAFÉ VISTA ALEGRE
Café Vista Alegre, rincón habanero,
peña de bohemios, que no existe ya.
Como te recuerdo, como te venero,
te evoco y me alivio en mi soledad.
Tiempos de Corona, Delfín y Ballagas,
Rosendo, Bandera, Luna y Villalón.
Y de Oscar Hernández, Sánchez Galarraga,
Romero, Saballa, Sirique y León.
De María Teresa, de Cruz y de Floro,
de Majagua, Tata, Justa y Guarionex.
De los dos Enriso, de los Matamoros,
Oviedo, Graciano y Barbarito Diez.
Café Vista Alegre, si el pesar es mucho,
me llego a tu esquina donde ya nada hay.
Y cierro los ojos y en el alma escucho
la música eterna de Sindo Garay.
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