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Por: J. A. Albertini
Al recuerdo de Pablo Pastrana Bencomo,
un cubano desterrado que no conocí el cual,
aferrando su vieja maleta de isla extraviada,
murió en las vías de un tren,
cargado de
nostalgia y
desmemoria tentadora.
El autor.
— Papá, el café del mediodía ¡dulcecito!, como siempre te
ha gustado —la hija, esposa, madre y abuela, le dijo al anciano de sonrisa
incierta y mirada hacia atrás.
El viejo con mano temblorosa tomó la tacita blanca,
imitación a porcelana, y paladeó el café
que, en jarro de peltre abollado, por años, la compañera de vida, después del
almuerzo diario, le ofrecía, recién colado en manga de tela, ennegrecida por
las borras continuas, antes de volver al trabajo. Un hilillo de café se le
escurrió por la comisura de los labios hundidos que protegían las encías
desdentadas.
— ¡Cuidado papá¡ acabo de ponerte ropa limpia —la hija
advirtió y con un paño retiró el rastro de bebida oscura que se obstinaba en
los surcos de la barbilla.
El olor y sabor del café, junto al alarido del tren
matutino y vespertino que cruzaba, sin hacer parada, cerca del ingenio, siempre
se la traía de vuelta. Fue un matrimonio de más de medio siglo. Se conocieron
un 25 de diciembre, en el baile de Navidad anual que el dueño del ingenio y
familia les obsequiaba, al inicio de cada zafra azucarera, como estímulo y
reconocimiento, a los obreros. Aquella tarde, aunque no llovió fue fría y
nublada. Ella era nueva en el batey. Había sido contratada como maestra de
primaria para la escuelita, con vivienda contigua, que los vecinos, la patronal
y el sindicato habían construido. Y ahora, en su primera actividad social, los
congregados en el salón de fiestas comunal, se deshacían en atenciones.
La invitó a bailar y el aroma a melaza, envuelto en humo
de molienda que la torre del central escupía, signó la relación que dio cuatro
hijos. Una hembra y tres varones.
—Papá, mañana es Navidad —la hija señaló. —Mamá, que en
paz descanse, y tú se casaron en igual fecha. —En verdad no quiero decir el
año. Eso me haría sentir más vieja de lo que soy —bromeó, pero el anciano no
articuló palabras ni varió la expresión infantil y bobalicona que engulló las
facciones de antaño. Ajeno al entorno real, solo muy de tarde en tarde y casi
siempre bajo el influjo del sabor del café repetía: El buldócer necesita petróleo; tengo que ir al ingenio...
Entre ellos, en aquel memorable baile de navidad, se
estableció una corriente de simpatía. Ambos provenían de la capital provincial
y en busca de oportunidades de trabajo, jóvenes, solteros y sin compromisos,
habían recalado en el central azucarero.
Él, mecánico y conocedor de equipos pesados, desde dos años antes, operaba un
viejo buldócer de orugas, Caterpillar,
modelo D4, que a su llegada permanecía descompuesto y abandonado. Contra todos los pronósticos, con una
inversión muy por debajo de lo
calculado, puso la máquina a funcionar y, desde entonces, caminos y
guardarrayas de acceso al batey se mantuvieron en condiciones óptimas. También,
gracias a su pericia en los mandos del tractor, tareas de demolición,
movimientos de tierras y construcciones se hicieron más fáciles.
El amor los ensartó a inicios del año nuevo; domingo 6 de
enero, día de los Santos Reyes Magos. Sucedió en la fiesta infantil y rifa de
juguetes, luego de concluida la misa mañanera, oficiada por el encanecido
sacerdote franciscano que una vez por semana y en fechas señaladas, de la
ciudad cercana, viajaba al ingenio para atender, en la iglesia pequeña y de
madera, los requerimientos de la feligresía.
Ella, junto al cura español que enfatizaba las z, había
terminado de extraer el último número ganador. El salón rebozaba júbilo de
chicos y mayores.
—Hoy es Nochebuena, pero tú y yo vamos a pasarla solos.
Cada cual está en lo suyo y con los suyos. Para cenar estoy asando un pedazo de
carne de puerco. En un ratico te afeito para que mañana estés bonito —la hija
lo halagó y maternal le pasó la mano por la cabeza de cabellos ralos y blancos.
—El fiestón del 25 será en Miami, en casa de mi hermano; tu hijo menor. Toda la
familia estará. ¡Ya tienes tres biznietos! —pero el viejo no escuchaba.
Se le declaró en el momento de más bullicio, cuando los
menores destrozaban la gran piñata de cartón; colores variados y forma de
camello. El estallido de varios globos hizo que él tuviese que repetir el
pedido. A ella el rostro se le arreboló un poco pero no dejo traslucir otras
emociones. Lo miró fijo; a los ojos y despacio respondió: Debo pensarlo.
El domingo siguiente, a la salida de misa, bajo el jagüey
frondoso que crecía a un costado de la iglesita, ella le dio el sí. La mañana
de enero era fresca; el Sol deslumbraba y la brisa que descendía del follaje
del árbol batía la cabellera femenina y
se encaprichaba en la falda azul celeste. Él
sintió un salto interno y nervioso, incapaz de articular palabras, le
tomó las manos que oprimió con tanta emoción que ella
profirió un lamento ahogado. Al instante, aflojó la presión y compungido
inquirió: ¿Te lastimé...? No, bobito. ¡Casi me partes las manos!,
le respondió con ese humor que siempre la caracterizó y que tan buenos
resultados rindió en su labor como educadora, esposa y madre de familia.
—Sabes, papá, en estas fechas no se me arranca del
pensamiento las festividades; Nochebuena,
Navidad, 31 de diciembre, Año Nuevo y Reyes Magos, que pasábamos en el
batey del ingenio —aun a sabiendas que el anciano no le prestaba oídos, la hija
compartió su nostalgia. —Los frijoles negros de mamá, los buñuelos de malanga y
el dulce de cascos de toronja, en almíbar, que hacía y que comíamos con aquel
queso blanco y fresco que le comprabas a Narciso, el lechero, todavía me hace
la boca agua. ¿Te acuerdas papá...?
A finales de enero anunciaron el compromiso y planes de
boda. Los vecinos del batey jubilosos acogieron la noticia. Ella, maestra joven
y educada, con todos se daba a querer. Él vital y animoso, además de operar el
buldócer del ingenio era conocido, gracias a sus habilidades manuales y
disposición a servir, por el mote cariñoso de: el hombre orquesta.
A sugerencias de
moradores de la comunidad y directivos del ingenio, la vivienda escolar
fue autorizada para ser ampliada; acoger a la pareja y a la segura
descendencia. Él que, por entonces, vivía en una habitación rentada, contando
con su salario y el de la futura esposa, hizo los arreglos pertinentes con la
ayuda desinteresada, los fines de semanas y alguno que otro día, de amigos.
Y al año exacto de la declaración de amor, faltando poco
para la hora del mediodía del 25 de diciembre, se casaron en la iglesita del
batey. Familiares de los contrayentes, venidos de la capital provincial, los
dueños del ingenio y la vecindad en pleno, abarrotaron el templo. Los más,
imposibilitados por lo reducido del espacio de entrar al recinto, aguardaron en
la calle, aunque tampoco fueron pocos los que desde temprano entre tragos de
ron, aroma a carne de cerdo asada y música de vitrola, por anticipado
celebraban el prometedor enlace matrimonial.
El festejo nupcial, con toque de guitarras,
interpretación de décimas campesinas llenas, para los desposados, de buenos
augurios, fue tan destacado que por años, hasta que el desastre trafidista, entre otras barbaridades,
prohibiera las flores de los framboyanes, en el batey, cada Navidad se recordaba el evento, así como la monumental
borrachera que, a golpe de licor de anís mezclado con brandy, padeciera el
piadoso cura español. La frase: ¡Eh tú!
¡Ponme otro sol y sombra! con la cual
el hombre de Dios había exigido un cóctel tras otro, se convirtió, para los
lugareños, en sinónimo de broma.
—Mamá y tú
parieron enseguida, o casi enseguida. A los diez meses de casados nací yo —la
hija precisó. —No estuvo bien, de parte de ustedes que yo, siendo la única
hembra, viniese primero. Mis hermanos debieron haber llegado antes y ser yo la
última. Así hubiese sido la más chiquita y consentida de todos —fingió
lamentarse y sonrió.
Al nacimiento de la primogénita siguió, con intervalos
prudenciales, el de los varones. El tiempo pasaba; los hijos del matrimonio,
junto a la chiquillada del batey, fueron creciendo y cada cual encausó su
camino. Muchos ex alumnos de la maestra, de ambos sexos, partieron a otros
sitios o ciudades. Otros se sumaron, ocupando diferentes responsabilidades, a
la industria azucarera local y formaron familias. Algunos no pararon hasta la
universidad. Sin embargo, durante las fiestas decembrinas y de Año Nuevo, todos
coincidían en el batey, donde ir a saludar a la maestra y al hombre orquesta, era visita obligada.
Ella los recibía con el cariño de siempre y no paraba de hacer las
recomendaciones que desde niños de sus labios escucharon. Empero, si le
presentaban al conyugue desconocido o al retoño reciente, los consejos y
observaciones se duplicaban.
—Papá, si te dijera que las Navidades, fin de año o
cualquier otra celebración que extraño están ligadas al batey del central y no
a la ciudad donde conocí a mi difunto, viví parte importante de la juventud,
desarrollé mi profesión y tuve a los jimaguas. ¡Qué va, como el batey no hay
dos! —ella, a sabiendas que la mente del anciano navegaba en brumas
indescifrables, aireó un rescoldo de nostalgia.
La primogénita, siguiendo los pasos de la madre, estudió
magisterio, se estableció en la capital provincial; contrajo matrimonio y
aportó el primer nieto. Suceso que coincidió con la toma violenta del poder
político en la Isla por Celso Trafid Zur
y sus seguidores, que honrando el apellido paterno de su líder indiscutible se
hacían llamar trafidistas.
A poco, la ola arrebatadora del trafidismo, con rugir de motores, olor a petróleo y pisadas de
esteras metálicas, irrumpió en el batey del central arrasando, al paso de la
maquinaria pesada, con todo vestigio de vegetación, incluyendo arboledas
maderables y frutales. Él, parado junto a su añoso Caterpillar fue testigo mudo e impotente de como los palmares circundantes, al resistirse a la embestida de
los tractores tradicionales fueron, palma real tras palma real, derribadas por
los potentes buldóceres franceses, Richard
Continental, modelo CD-10 , cuyos
operadores, colocando verticalmente las cuchillas, golpeaban y empujaban los
troncos, hasta que las raíces estallaban en borbotones de tierra ultrajada y
las esbeltas y orgullosas palmas, envueltas en estruendo agónico de pencas y
desparramo de racimos de palmiche, resultaban inmoladas.
Uno con atributos de jefe se le aproximó y dijo: Has cuidado bien de este viejo buldócer,
pero el progreso no necesita del pasado. Y al indagar el porqué de tanto
destrozo vegetal el funcionario respondió: Haremos
una gran zafra azucarera que romperá los récords anteriores y, para sembrar la
caña necesaria, vamos a requerir hasta el último palmo de terreno. El orden y el progreso del trafidismo han llegado al batey de este
ingenio. Somos la Brigada de Desmonte
e Invasión, el hombre afirmó y a partir de allí se iniciaron cambios
drásticos. A duras penas, gracias a que los vecinos aceptaron un decreto
gubernamental que cancelaba, por belleza excesiva, la floración veraniega de
los framboyanes, el batey pudo conservar, de manera precaria, los árboles que
por décadas habían ofrecido cobijo y colorido
—No es que me
queje de mis años fuera del batey. En mi matrimonio fui muy feliz viviendo en
la ciudad. De hecho, allá nacieron mis hijos. Y del exilio, en este gran país,
aunque al principio fue duro, tampoco me quejo...pero... ¡Qué va, como el batey
no hay dos! —la hija, los ojos arrasados en lágrimas navideñas, exclamó.
Y, entonces, el nuevo orden progresista se empeñó,
desgranando palabras con eslabones de consignas y arrastre de cadenas
promisorias, en trastocar y revolcar de manera sistemática la existencia
apacible de los vecinos del batey. Ella, la maestra, por no ser educadora
confiable, fue sustituida y la familia tuvo que desalojar la vivienda escolar.
Él, impotente vio como su inseparable buldócer Caterpillar resultó, según
palabras de un funcionario, descontinuado;
convertido en chatarra y pocas piezas de repuestos que terminaron arrinconadas
en polvo de olvido.
Fueron épocas en que, paradójicamente, los que pretendían
hacer el cielo terrestre, revivieron y aplicaron leyendas bíblicas como las del
fratricidio, las plagas y el personaje que al cantío de un gallo renegó de sus
creencias y valores. Y en aquel fragor de esterilidad pegajosa el esposo, a las
puertas del cementerio pueblerino, perdió a la compañera de vida. Y por mucho
que trató de reencontrarla o recomponerla de nada le sirvió su fama de hombre orquesta.
NOTE: Relato tomado de la obra Siempre en el entonces: Dos
noveletas y ocho cuentos.
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