Foto tomada de: Utalca |
Por: Leonora Acuña de Marmolejo
Don Jorge Manrique el gran escritor y poeta español (1440- 1479) dijo en uno de sus versos: “...cómo, a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor”; y este concepto puede ser muy controversial. Yo diría que esto es muy relativo. No debemos ser tan radicales en nuestros discernimientos, y sin tener que pegar en la indecisión, ser un poco elásticos en nuestras evaluaciones y determinaciones, no queriendo esto significar, reblandecimiento o inseguridad de criterio. Mejor aún, podremos pensar que cierto margen de pérdidas y ganancias en nuestro libro diario, afirma todavía más nuestros conceptos de los valores reales en la balanza de la vida.
Si volvemos nuestra reflexión por los laberintos del recuerdo remontándonos algunos años atrás, fácilmente recordaremos con nítidez de gestos, palabras y detalles, muchos pasajes que son verdaderas anécdotas; reminiscencias que enfrentadas al conocimiento y a la experiencia presentes, son ahora hasta hilarantes, mas nos han dejado cierta satisfacción al pensar para nuestro ego en un soliloquio íntimo: “Ahora es diferente; ahora me siento mejor” “…. Ahora puedo desenvolverme mejor”; o diremos un poco absortos: “¿Cómo me las arreglé?… No lo sé, pero sí sé que mi fe y mi optimismo me impulsaron a sacar mi barco adelante” Es así como nuestra idiosincracia latina funciona; porque somos optimistas y tesoneros en pos de nuestras metas.
Puede que en un principio nos falten los medios apropiados para alcanzar nuestros ideales, pero nunca nos falta la voluntad; una vez que tengamos el incentivo, un pequeño empujoncito nos puede impeler muy lejos y es entonces, cuando ya nada nos detiene para alcanzar nuestra estrella.
Por ejemplo, yo recuerdo cuando empecé a trabajar, diez días después de arribar a esta ciudad. De regreso de la oficina, localizada en Manhattan y todavía con el alma colgando del cielo de mi adorada patria, ensimismada nostálgicamente en los recuerdos de los paisajes colombianos, de los familiares y amigos que atrás dejaba, de las caritas esperanzadas de los alumnos de mi colegio Eugenio Pacelli -el que había fundado con tánto amor y entusiasmo allá en el barrio Versalles de Cali (Valle)- ; aturdida por el ruido ensordecedor del tren subterráneo al que no estaba acostumbrada y que se me antojaba por el estruendo, la mismísima cueva del infierno; desconociendo aún el intrincado sistema de los cambios de ruta, me desvié de la vía que debía llevarme a casa en la estación de Útica en Brooklyn. Me encontré extraviada en una tierra aún extraña para mí, y me sentí un tanto preocupada al pensar en el temor que podrían sentir mi esposo y mis pequeños hijos ante mi tardanza para regresar a casa después del día laboral.
Así, descorazonada, y confusa fui a parar a la estación terminal de aquella ruta en Flatbush (un barrio del Condado de Brooklyn), porque sin darme cuenta me pasé de la estación en donde debía apearme.
Viendo con desasosiego cómo durante el trayecto, el tren se iba alivianando de su carga humana , me encontré más de una vez ante la mirada inquisitiva del conductor, quien ya con su experiencia transportando gente de todas las partes del mundo, a lo mejor estaría pensando: “Esta tiene cara de perdida…”
Cuando el tren paró definitivamente y sus puertas se abrieron, yo me encontré con la única pasajera que quedaba: una anciana (cargada de maquillaje, cubierta de abalorios y emperifollada como estatua en andas en procesión de pueblo), quien se encontraba igualmente perdida porque dicho sea de paso, con el complicado sistema de trenes, aún muchos nativos y muy a su pesar, se desvían de sus rutas.
Simultáneamente nuestras miradas curiosas y angustiosas se cruzaron; entonces ella me preguntó ansiosa: “Which is this station?". “Which is the train to Rockaway?” Estas preguntas consecutivas y formuladas en su perfecto inglés, para mi oído que aún rechazaba con una fidelidad canina otro idioma diferente al que diariamente escuchaba días antes en mi paradisíaca tierra natal, debieron poner en mi rostro una expresión lejana que ella debió captar inmediatamente, como cuando se habla acuciosamente a un sordo para luego saber por su mutismo que fueron vanas nuestras palabras, como palabras al viento.
Pero lo mejor de la anécdota no fue esto. Intuyendo por su gesto inquisitivo lo que me preguntaba (más que entendiéndole), me apresuré muy orgullosa deseando poner en práctica el inglés que había aprendido en las aulas educativas de mi patria, y con un inglés bastante quebrado, de atroz acento, y de peor construcción tratando de imitar su natural acento, le repliqué: “Ai ron no. Ai am olso for equivoqueichon jier” (No sé. También estoy aquí por equivocación). Aún con cierta ingenuidad, pensé que esa había sido la mayor proeza de la cual los míos, al saberlo, se sentirían orgullosos.
Cuando la dama escuchó mi apremiante jerigonza, me miró como se mira algo grotesco salido del común de esta tierra de todas las razas humanas; de hito, en hito, recorrió mi humana geografía desde la cabeza hasta los pies, y con gesto de indiferencia, se dio vuelta como quien piensa: “Esta pobre alma de Dios no sabe ni en dónde está parada…”; y así quedé plantada allí en aquel estrecho pasillo que sólo tenía una salida, “mirando para San Felipe” como decimos en Colombia.
Tratando de seguir los pasos de la mujer como náufrago que se aferra al último madero de salvación, salí a la calle y quedé implorando al cielo pues la mujer desapareció en un santiamén, entre la multitud ajena a “mi tragedia”. Entonces, me encontré sola en medio de la gente que pasaba apresurada ignorante del “conflicto” en que me encontraba en aquel momento, con cara de niño de primer día de escuela.
Hoy, tras de más de 10 lustros, y más precisamente, en una soleada mañana estival, arreglando el jardín de mi casa en esta paradisíaca tierra de Long Island en donde resido desde 1.970, me asaltó el recuerdo de aquellos años cuando en el reducido apartamento de Brooklyn (donde viví inicialmente al llegar de mi país), trataba de cultivar algunas plantitas en el estrecho alfeizar de la única ventana que daba al patio interior, y que yo podía abrir con menos peligro de mi seguridad personal y de la de mi familia.
Recordé hasta con cierta melancolía, que cada mañana con la típica premura de las primeras horas, mi esposo o cualquiera de nuestros niños, sabedores de mi amor por el jardín, venía a prodigarle un poco de cuidados a los débiles y nada donosos exponentes. Pero a pesar de todos los inconvenientes, hacíamos de esto un ritual de cotidiana felicidad por cada brotecillo que advirtiéramos, aunque nunca llegaran a retribuír nuestros cuidados con su floración.
Ahora tengo, no un inmenso jardín, pero sí disfruto de amplias zonas verdes y me divierto cultivando toda clase de plantas: claveles, rosas, clemátides, geránios, petunias, lavandas etc que no sólo son muy fértiles, sino además, pródigas en flores como si estas quisieran reivindicarme por aquellas las mustias que nunca florecían. Además en el verano cultivo también una pequeña huerta con vegetales y plantas aromáticas; y como recompensa a mi amor por la tierra, en el otoño preparo encurtidos, los que aprendí a elaborar tras de unas vacaciones en Boston y en otros lugares de Massachusetts en donde esta labor es un verdadero arte. ¿Qué más puedo pedir? ¡Amo la naturaleza y los placeres sencillos y simples de la vida porque en estos reside un secreto de felicidad...Siempre busco el lado positivo de la vida y de mis semejantes; soy sencilla y tengo un alma bucólica y agreste, que me hace feliz!
En la actualidad puedo decir con orgullo, que una vez, ya siendo bilingüe (que fue lo primero que me propuse conseguir en este país), pude hacer otra carrera en la Universidad de Farmingdale, N.Y. Hoy reconozco con satisfacción que he alcanzado las metas que me he fijado; mas preservando mis raíces de las cuales me siento muy orgullosa, desde un comienzo traté de aculturarme a la nueva sociedad, la de esta amable gran casa de puertas abiertas.
He realizado ideales y he alcanzado progresos de diferente índole; he tenido el placer de hacerme de amistades maravillosas; conozco y puedo defender mis derechos. En esta forma, y con honestidad, amor y reconocimiento, puedo disfrutar mejor de todas las ventajas de esta tierra de promisión en donde ya he echado raíces con la prolongación de mi familia extendida que por matrimonios, se ha integrado a otras culturas como la alemana, la italiana, y la irlandesa. Somos ahora como decimos en casa: “las Naciones Unidas”. Los nuevos miembros, impelidos por el orgullo de mi ancestro español, se sienten muy orgullosos también y tratan de aprender de mi cultura y mi sagrado idioma cervantino; y con gran orgullo y placer he dedicado mis libros a los nuevos miembros consanguíneos de mi familia.
Ésta es una metrópoli de grandes progresos y oportunidades, mas como sus grandes similares, a veces dura, absorbente, y hasta cruel en determinadas circunstancias; es un sitio en el cual hasta el más inmaduro aprende a poner los pies en el suelo. Pero en donde si cada individuo no se supera, se automatiza convirtiéndose en un número más de Social Security; una ciudad en la cual si sólo nos anima el culto al “Dios Dólar” sin que nuestros actos volitivos nos encaminen con ambiciones altruístas (no, de competencia para derribar al más débil, sino de superación y de progreso individuales para funcionar como basamentos del gran edificio de una sociedad más humanitaria.), nos hundiremos pesarosamente. ¿ A qué entonces atribuírle la culpa de nuestra posible ineptitud y por consiguiente de nuestra inconformidad , a La Gran Casa que generosamente nos ha dado albergue y que nos deja en libertad para disfrutar en ella de lo mejor que pueda brindarnos?
En esta tierra adquirimos experiencias maravillosas; pero ocurre que a veces por mirar con tanta testarudez hacia atrás, no vivimos la realidad del “aquí y el ahora”. Además como dice el refrán: “agua pasada no mueve molino.” En lugar de vivir añorando el ayer que ya pasó, reconozcamos con nobleza, entereza y gratitud hacia Dios, hacia la vida, y hacia esta tierra gentil, que todas estas vivencias nos van enriqueciendo anímicamente, y en una u otra forma, nos dejan un saldo a nuestro favor. Si obramos con la filosofía de mirar el aspecto positivo de las cosas; de amar, respetar, y perdonar a nuestros semejantes; y de vivir cada instante intensamente con lo mejor de nuestro presente sin dolernos inútilmente por lo pasado, e iluminando siempre nuestro camino con una sonrisa, tendremos una vida satisfactoria, fructífera y feliz. Hagámonos conscientes de que no necesariamente “cualquier tiempo pasado fue mejor... ”.
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