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domingo, 15 de septiembre de 2019

El malecón habanero

Tomoda de: Emisora Habana Radio


El malecón habanero constituye el lugar por excelencia de citas y encuentros fortuitos para estrechar o iniciar relaciones sociales y personales en un ambiente muy especial.
Tomando como referencia los estudios del historiador Carlos Venegas, este tramo que disfrutan los capitalinos, cubanos todos y por supuesto, el visitante extranjero, era en las primeras décadas del siglo XIX una faja entre San Lázaro y el mar que había quedado para usos militares y por tanto se prohibía edificar. No obstante, los ímpetus de la recreación no dejaron que el sitio pudiera aprovecharse para otras actividades como los baños de mar, por lo que a partir de 1830 comenzaron a aparecer una serie de casetas de madera en el lugar durante los meses de verano, y desde entonces una nueva función se sumaría a este ambiente natural en relación directa con la ciudad.


La idea de trazar un paseo costero comenzó a manejarse desde el siglo XIX, destacándose entre los proyectos célebres el de Don Francisco de Albear, brillante ingeniero a quien los habaneros le deben un acueducto más moderno e higiénico. Su muerte en 1887 lo sorprendió sin materializar sus ideas acerca de este paseo multifuncional que recogía los destinos defensivos, comerciales y recreativos, que al final habían sido los más comprometidos con la ciudad. Los deseos de urbanizar esta zona persistieron hasta los finales del siglo XIX, incluso, en plena contienda con los Estados Unidos. Es entonces al gobierno interventor norteamericano a quien correspondería la continuidad de este proyecto y el comienzo de su tramo inicial.


Entre 1901 y 1902 se construye el primer trayecto desde el Paseo del Prado a la calle Crespo, bajo las órdenes de los ingenieros de la intervención Mr. Mead y el ayudante Mr. Whitney. Se pensó en un paseo arbolado, pero la propia naturaleza del lugar por los frecuentes temporales demostró lo inadecuado del diseño, de allí que, permaneciera solo la presencia del muro liso como límite entre la ciudad y el mar, imagen perecedera que lo ha identificado a través del tiempo. Sobre estos primeros momentos del malecón, Venegas afirma que “…con su avance interrumpidos por tramos, tuvo durante sus primersa décadas poco valor como vía de enlace con otras áreas de la capital. Más bien constituyó una alternativa del Paseo del Prado, del cual venía a ser una prolongación hacia el oeste, en pos de la hermosa vista del mar.”
Esta vinculación quedaba establecida por la continuidad de los portales y más tarde con la erección de una glorieta de aspecto neoclásico, inaugurada en 1902, en la intersección de ambas vías, que devino verdadero regalo al público para el disfrute de la banda de música y sus retretas. Con todo, la zona se volvió un sitio concurrido que se transitaba a pie con el fin de recorrerlo de un extremo a otro, hasta que apareció la oportunidad de transitarlo velozmente con el automóvil que se imponía de moda. A la par, fueron mejorando las parcelas que hasta el momento le habían dado la espalda y continuaban mirando hacia San Lázaro. Ahora se rectificaban y hacían nuevas construcciones, revalorizando grandemente el peso residencial del lugar. Otras funciones comenzaron a sumarse como la comercial y recreativa, en las que se destacaron el edificio para el Union Club y el Hotel Miramar.


Más adelante, en su investigación sobre el malecón habanero, el historiador mencionado describe sus más relevante valores de entonces, y afirma: “Su atractivo radicaba en su propia situación natural, frente al espléndido panorama del mar abierto y en su carácter de senda o recorrido a lo largo de la ciudad que le hacía accesible a la población desde cualquier parte y momento. (…) El muro en institución concurrida y gratuita y a su largo el uso popular iba dejando las denominaciones emanadas del acontecer diario y trivial: la rotonda de los pescadores, el rincón caliente…” Los tradicionales baños de mar fueron desplazados al oeste, hacia el litoral posterior a la desembocadura del río Almendares, más tarde convertidos en balnearios y clubes exclusivos.
En 1925 el paisajista francés Jean C.Forestier arribó a La Habana para emprender un Plan Director que dotara a la capital de obras públicas monumentales que la colocaran a la par de las ciudades de Europa y América más desarrolladas. En sus propuestas quedó incluido el embellecimiento del malecón. Se prolongó hacia el oeste, en el momento rodeado de viviendas aisladas, con jardines, diferentes a las del tramo anterior. Completarían el nuevo diseño un conjunto de parques y monumentos como el del Maine, que realzaban su influencia a escala urbana, acrecentado más tarde con la construcción del hotel Nacional en los terrenos de la antigua batería de Santa Clara y el cual estuviera muy vinculado a la historia política de la República. Este crecimiento del malecón se desarrollaba marcado por la actividad turística en aumento y la posibilidad de convertir la zona en un futuro centro de hoteles.


El otro extremo de la ciudad antigua había quedado sin su tramo de malecón. Con el desarrollo de las nuevas inversiones hacia el oeste de la capital, la ciudad histórica había quedado como centro comercial y administrativo en primer lugar, y residencial de las capas medias y pobres de la capital. Sin embargo, la prolongación del malecón hacia esta parte se hizo con un carácter diferente. Se logró rellenando, con restos de otras obras demolidas, los bajos entre el área del Castillo de La Punta y los muelles hacia el sur de la ciudad, quedando finalmente embellecidas. Como bien apunta Venegas, el objetivo fundamental de esta empresa “…era la ubicación destacada de una serie de edificios públicos que se planeaban entonces y calificar el acceso al Palacio Presidencial ya construido”.


Quedaría así terminada la franja que bordeara todo el litoral sirviéndole de balcón a la ciudad y permitiendo, a través de una vía rápida, su conexión con el resto de ella. Los parques y monumentos que en sus intersecciones se fueron construyendo desde las primeras décadas del siglo XX, le otorgaron un alto valor urbanístico y ambiental que transformaron por completo la imagen de La Habana hacia el mar: además de el monumento erigido a la voladura del acorazado Maine, contarían también los erigidos a los Generales independentistas Gómez y Maceo, a los estudiantes de medicina fusilados en 1871 por el gobierno español y pequeños parques arbolados de las calles o calzadas que en él desembocaban. La Avenida del Golfo, como se le llamó, se convirtió, más que en un paseo peatonal, en una ruta expedita hacia cualquier parte de La Habana. Con todo, su muro sencillo y continuo, de 7 km de largo, ha permanecido por más de un siglo en la preferencia de habaneros y visitantes, como sitio ideal de descanso y esparcimiento. Acertadamente llamado, “el asiento más largo de Cuba”, el malecón habanero ha devenido símbolo de la ciudad capital y de su vínculo indisoluble con el mar. El llamado malecón tradicional, es uno de los proyectos de rehabilitación más importantes dirigidos por la Oficina del Historiador que cuenta ya con numerosas edificaciones y espacios recuperados.

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