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viernes, 1 de marzo de 2013

Mi tío Ismael


Zilia L. Laje


Mi tío Ismael, el mayor materno, fue lo más semejante a una figura paterna que tuve de niña.

Era bajo, tenía la nariz fina y recta, escrupuloso. De los seis a los diez años, yo me le sentaba en las piernas y decía que le contaba las canas. Cuando él no quería que le arrugara la raya de los pantalones recién planchados, encendía un tabaco.

Cuando tendría yo seis años, se mudaron para una casa a cuatro puertas de nosotras. Tenía plantas de cactus en los poyos de las ventanas, flor de mármol azulosa en macetas colgantes de loza verde en la galería y en el cantero del traspatio, claveles, que regaba e injertaba, matizados. Allí pasé con ellos un ciclón cuando tenía ocho años. Era presumido, usaba una sortija con un rosetón redondo de chispas de brillante y un sortijón con un aguamarina; se mezclaba su propio perfume, individual, oscuro, que guardaba en un pomo tallado cuadrado con tapa de cristal en el chifforobe.

Era corredor de aduanas, tenía su oficina en la calle Aguiar entre Amargura y Teniente Rey. Tenía fama entre sus colegas de honesto. Era formal, caballeroso, correcto.

Le gustaba tener reuniones en su casa y usaba todas las ocasiones festivas, Nochebuena, su santo, para celebrar, e invitaba a toda la familia. Cuando celebraba uno de esos festejos, preparaba un jamón en dulce, que planchaba con una plancha de hierro y azúcar. Tenía un surtido de licores cordiales, anís, apricot, crema de cacao, crema de menta, Cointreau. Y una colección de jarras de cerveza y de tapas de botellas de bebida, cabezas de caballo, cascos, sombreros, musicales, que guardaba en la vitrina y les enseñaba con orgullo a los visitantes. Cuando se habían tomado unas copas, cantaban "Yo te daré, te daré, niña hermosa, una cosa que yo solo sé, café." Tenía un encendedor como un timón de barco. Había platos de metal dorado a relieve en el comedor. Y un colmillo de elefante con una aldea china tallada en el marfil.

Por un tiempo, el ómnibus de la escuela me dejaba en su casa por las tardes, y a veces comía allí. Recuerdo los platos de colores enteros, vivos, marrón, azul marino, verde.

Recuerdo que dirigía los sobres, en una letra muy bonita, anticuadamente el título solo en una línea arriba a la izquierda y después indentándolo un poco en la próxima línea el nombre del destinatario. Le ponía un acento a la preposición a.

En aquellas reuniones a mí se me permitía probar los licores dulces, a mí me gustaba en particular la crema de cacao. En una tal en su casa, teniendo unos diez años, fui pidiéndole a cada familiar un poco de licor, cada uno creía que él era el único que me había dado a tomar y después de un rato, me fui para mi casa, a cuatro puertas, escribí una nota que le dejé a mi madre sobre la mesa de comer, "Estoy jalada, tengo hasta hipo" y me acosté. Cuando mi madre se dio cuenta de mi ausencia, me buscó, fue hasta la casa, me encontró durmiendo y volvió para la fiesta con la nota, que le enseñó a los familiares.

Me decía mi madre que había estudiado en el Centro Escolar de la Asociación de Dependientes del Comercio.

Había anotado celosamente datos de la familia Bello en una libreta, y, cuando yo comencé a interesarme en mis tíos, él me los facilitó.

Recuerdo los apellidos de un par de colegas que yo le oía mencionar a menudo, Pita y Cobo. Cuando una vez le dieron dinero de más en el banco, caminó las cuatro cuadras para ir a devolverlo. Su hijo, mi primo, que había estado estudiando para arquitecto, fue a trabajar con él y se hizo cargo de los clientes mas nuevos del aeropuerto, mientras mi tío atendía a los antiguos del puerto marítimo.

Tres descendientes llevan su nombre, su bisnieto se llama Ismael Javier Bello IV.

Cuando mi tío Ismael tendría unos 16 años, la familia vivía en la calle Salud entre Marqués González y Oquendo. El era novio de una muchacha vecina, Mercedes Torroella Rooney, de madre irlandesa, que se oponía a las relaciones, porque quería que la hija se casara con un español que tuviera dinero y mi tío estudiaba en el Centro Escolar de la Asociación de Dependientes del Comercio. Ella era rubia, de ojos verdes, se apodaba "Cheché". La familia se mudó para la calle Primelles en el reparto Las Cañas en el Cerro y cuando Cheché no supo de Ismael, fue a la casa acompañada de la sirvienta a verlo. Mi abuela, María Hortensia, se escandalizó de que una muchacha fuera a la casa de un hombre con la criada.

Mi tío conoció a otra muchacha vecina a cuatro cuadras entre la Calzada y San Cristóbal, Rosario Ríos, rubia, de ojos verdes, apodada "Chicha". Al cabo pidió su mano, se casaron y tuvieron un hijo. Vivieron en la calle San Benigno, en Santos Suárez.

Después de 28 años de matrimonio, Chicha murió. Un día mi tío le anunció a la familia que traía a una amiga a la casa para que la conocieran. Recuerdo el día. Apareció una señora canosa, acompañada de una amiga. Era Cheché. Habían pasado 31 años. Ella había estado casada, con un español, y tenido una hija. El hijo de Ismael, mi primo, ya se había casado. Mi tío y Cheché se casaron, fueron a pasar la luna de miel en Varadero y se mudaron para la misma casa en la calle Salud en que ella había estado viviendo todo el tiempo, porque su madre, Mary, se había quedado ciega y conocía la casa. La matriarca irlandesa ahora lo apreciaba mucho. Estuvieron casados 17 años, hasta que él falleció.

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