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miércoles, 15 de mayo de 2019

LA DEMOCRACIA ATENIENSE (Parte 1ª)

“La Escuela de Atenas”, de Rafael Sanzio.
Todmada de: Akropolis

por Roberto Soto Santana,
 de la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio, Corp.

            Hace cuarenta siglos, la península que hoy constituye los confines del Estado griego comenzó a ser poblada por inmigrantes indoeuropeos (procedentes de las orillas del Mar Negro), cuyos descendientes al cabo de los próximos cinco siglos se habían asentado en poblados y aldeas agrupados en pequeños reinos, cada uno con su dialecto.
            En la región costera del Ática se asentó un pueblo llamado jonio (procedente del Asia Menor), que constituyó una población rural –pastoral y agrícola- dispersa, sin ningún gran centro urbano. Era Atenas, cuyo nombre había sido escogido en honor de la diosa Atenea, la mayor aglomeración permanente de pobladores que se acercaba a  merecer el calificativo de ciudad.
El crecimiento de Atenas como polis (ciudad) y sede de la clase gobernante (aristocracia hereditaria) que dominaba toda la región del Ática comienza hace treinta siglos, favorecida por su propio acuífero (en la Acrópolis), sus defensas naturales contra incursiones exteriores (cuatro cadenas de montañas) y su salida propia al mar a través del Pireo.
Se partía de la situación de que el Ática tenía una extensión (2,650 kilómetros cuadrados) superior a la de sus vecinas y competidoras ciudades-estado de Corinto y Megara; y un gobierno centralizado en Atenas, lo que la hacía por ello igualmente más fuerte que su también estado vecino de Beocia (capital, Tebas), con similar superficie pero con una estructuración federal. La mitad de la superficie del Ática era montañosa y de suelos poco profundos: por ello, prácticamente de nula productividad agrícola. Aquella parte de su tierra apta para el cultivo era apropiada para el olivo, la cebada y la vid, pero producía escasísimo trigo, que era necesario ir a buscar al extranjero. Para el comercio exterior, se necesitaba construir buques (tanto para el comercio estrictamente como de la clase de guerra, con el objeto de defenderse a la vez de las incursiones piratas y de las expediciones marítimas persas) pero no había madera suficiente en el país, por lo que se imponía traerla de lugares como Sicilia, Italia y la más cercana Macedonia. La plata de sus minas (en el Ática oriental) y el mármol de sus canteras eran buena moneda de cambio, pero por sí mismas no proporcionaban sustento a la población regida por Atenas.
En la superficie geográfica habitable del Ática, que era de unos 1,300 km2, el crecimiento demográfico había llegado a la cifra de unos 30 mil ciudadanos con plenos derechos civiles y políticos. Como de ese cómputo estaban excluidos los niños, las mujeres, los extranjeros y los esclavos –estos últimos deben haber llegado a representar un múltiplo, entre 2 y 3, del número de ciudadanos-, la población total a sustentar podía haber estado, hace veintiséis siglos, en torno a las cuatrocientas mil personas.
Considerando las necesidades de abastecimiento, particularmente de cereales, que tenía Atenas, el comercio y la expansión territorial eran las vías expeditivas para la supervivencia y, de ser posible, el logro de la hegemonía en esa región terráquea (que  entonces, en términos de lo efectiva y realmente conocido, se tenía por todo el mundo civilizado).
La incipiente aristocracia comercial se encontró en situación de ejercer una influencia creciente en el manejo de los asuntos públicos (en una palabra, del gobierno de Atenas) gracias a los recursos que podía dedicar a adquirir clientela política, a expensas de los pingües beneficios del comercio intrahelénico (con otras ciudades-estado), con Anatolia, y ciertamente con la importación de cereales desde las costas del Mar Negro. La hegemonía de los Eupátridas (el privilegiado de los clanes privilegiados de Atenas) en el gobierno del Ática tuvo que ceder al gobierno de la timocracia, en la que el linaje del dinero daba entrada a los mercaderes, agiotistas y prestamistas a la gruesa, y simples usureros que necesitaban que se protegiera desde el Poder sus particulares intereses, junto con los de la vieja nobleza guerrera o de la sangre.
Pero el nuevo estamento comprendía que, para prevenirse de una reacción de la aristocracia tradicional (la de los clanes que siempre habían ejercido en solitario el Poder), necesitaba apoyarse en la clase media de pequeños comerciantes, artesanos, servidores del aparato del Estado (lo que hoy llamaríamos funcionarios) e incluso labradores liberados de sus cargas ancestrales, cuya formación y desarrollo había que fomentar y auxiliar,  procurando a la vez  interesar la cooperación activa de la inmensa mayoría de la población formada por el proletariado –los trabajadores del campo y los dependientes y encargados de oficios y tareas serviles en la ciudad-.
La solución de la enorme tensión social y los consiguientes enfrentamientos cuyo cenit se alcanzó en Atenas seis siglos antes de la era cristiana –entre la aristocracia pudiente y hereditaria de un lado y el resto de la población del otro- tuvo lugar mediante la suavización de las cargas (económicas y de prestaciones personales) que recaían sobre los menesterosos y la atribución del derecho de participación en la toma de decisiones sobre los asuntos públicos a todos los ciudadanos, fuesen o no nobles. Un noble de modestos recursos económicos, Solón –cuyo nombre ha pasado a la Historia como antonomástico de legislador-, fue el político [hombre de la polis o ciudad] escogido entonces precisamente por la aristocracia de la sangre (la de los clanes gobernantes) para arbitrar la paz social.
 Las medidas que promulgó, aceptadas prudente y astutamente por esa nobleza, aunque entrañaron una reducción en apariencia de su poder, en la realidad cooptaron  a las clases pudientes de origen no noble para compartir el gobierno de Atenas y de los 140 núcleos de población (deme)  de diverso tamaño e importancia agrupadas bajo  la égida ateniense en el Ática. Aparte de sustituir el linaje de sangre por un sistema censatario como rasero para el acceso a las más altas magistraturas públicas, también le dio acceso al resto de la población, sin otro requisito que la ciudadanía, a la pertenencia con voz y voto en la Asamblea (Ecclesia)[1] de la ciudad, y a asientos por  elección en los cargos públicos.
            Solón también acometió una profunda modificación de las leyes que regulaban la herencia, que hizo posible el trasvase de la propiedad de la tierra a otras clases sociales distintas del clan al que perteneciera el causante, al quedar autorizado el cabeza de familia sin herederos legítimos a testar a favor de cualquiera.
Solón fue, en suma, un gran reformador, que intentó equilibrar los privilegios aristocráticos -sin amenazar a esta clase en su integridad física y patrimonial- mediante la extensión de los derechos de participación en el gobierno (es decir, la dirección de los asuntos públicos) a todos los ciudadanos –si bien procurando establecer preferencias a favor de los más pudientes- así como el levantamiento de la opresiva carga del tributo en especie a favor de la nobleza y a cargo de los labradores. La riqueza adquirida quedó equiparada con la riqueza heredada;  todos los atenienses, hasta los más humildes, quedaron investidos al menos del derecho de participación en la discusión asamblearia de los asuntos de la comunidad; y quedó establecida una suerte de “igualdad de oportunidades” para el escalamiento de peldaños en la escala social, al prohibirse la esclavización de unos atenienses por otros e instaurarse la electividad de gran número de los cargos públicos.


[1] La Ecclesia en funciones de tribunal recibía el nombre de Helia. En calidad de asamblea deliberativa con funciones a la vez legislativas, ejecutivas y judiciales, podía dictar leyes y decretos, elegir a los ocupantes de los cargos públicos y resolver los recursos contra las decisiones de los tribunales de inferior rango jerárquico.

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