por Roberto Soto Santana, de la Academia de la
Historia de Cuba (Exilio)
Aunque
se haya dicho hasta la extenuación que la Constitución de 1940 bebió en las
fuentes de la Constitución de Weimar (de 1919) y la Constitución mexicana
promulgada con dos años de antelación, debe tenerse en cuenta, en cuanto a la
primera, que en su parte dogmática el texto aprobado por los constituyentes
alemanes establecía el elenco de los “Derechos y deberes fundamentales de los
alemanes”, quedando todos los no alemanes sujetos a la ‘Policía de extranjería’
cuya competencia legislativa atribuía al Reich –es decir, al Estado-.
Ello no obstante, es cierto que el
texto de Weimar mandaba que por el Estado se creara “un amplio sistema de
seguros para poder, con el concurso de los asegurados, atender a la
conservación de la salud y de la capacidad para el trabajo, a la protección de
la maternidad y a la previsión de las consecuencias económicas de la vejez, la
enfermedad y las vicisitudes de la vida”.
También
instauraba el mandato de proporcionar –aunque exclusivamente a los alemanes-
“la posibilidad de ganarse el sustento mediante un trabajo productivo”, y en
caso de que esto no fuera posible, atender a su necesario sustento.
En
cuanto a la influencia del texto mexicano sobre el cubano, existen
indiscutibles concordancias entre los derechos
sociales instaurados por la
Constitución de 1917 promulgada en Querétaro y la misma
categoría de derechos declarados por la
Constitución de l940 promulgada en Guáimaro.
En
verdad, la
Constitución cubana de 1940 configuró su parte dogmática, en
lo que a derechos civiles y políticos se refiere, calcando el elenco que de los
mismos hizo la liberal Constitución española de 1876[i]
(promulgada a raíz de la restauración borbónica de 1875). Además, la
Constitución cubana de 1901 había incorporado otros
importantes derechos, como el de petición y a que las solicitudes presentadas a
su amparo fueran resueltas, la libertad de entrar y salir del territorio de la República , viajar dentro
de sus límites y cambiar de residencia, la prohibición de expatriación del
cubano y de impedírsele la entrada en el territorio nacional, la gratuidad de
la enseñanza primaria, secundaria, universitaria y la de Artes y Oficios, la
prohibición expresa de la confiscación de bienes, y una salvaguardadora
cláusula residual (“la enumeración de los derechos garantizados expresamente
por la
Constitución no excluye otros que se deriven del principio de
la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno”). Por lo tanto,
no introdujo ninguna novedad la
Constitución española de 1931 al estipular (en su Artículo
31) el derecho de circulación por el territorio nacional y de elegir en él su
residencia, así como el derecho de emigrar e inmigrar, porque el Constituyente
cubano de 1901 ya los había consagrado. En
materia de derechos civiles y políticos, no se dio, en consecuencia, ninguna
servidumbre en la
Constitución cubana de 1940 respecto de la
Constitución española de 1931, sino en todo caso respecto de la
Constitución española de 1876 y la cubana de 1901. Y, en lo que a derechos sociales se refiere,
se inspiró en el canon establecido en la
Constitución mexicana de 1917.
En
materia de la retroactividad de las leyes cuando favorecieran al delincuente,
excluyó de este beneficio, “en los casos en que haya mediado dolo, a los
funcionarios o empleados públicos que delincan en el ejercicio de su cargo y a
los responsables de delitos electorales y contra los derechos individuales que
garantiza esta Constitución. A los que incurriesen en estos delitos se les
aplicarán las penas y calificaciones de la Ley vigente al momento de delinquir” (Artículo
21).
La tradicional inviolabilidad de la correspondencia se hizo extensiva a
los “demás documentos privados”, especificando que ni aquélla ni éstos podrán
ser ocupados ni examinados sino a virtud de auto fundado de juez competente y
por los funcionarios o agentes oficiales…En los mismos términos se declaraba
inviolable el secreto de la comunicación telefónica, telegráfica u
cablegráfica” (Artículo 32).
La libertad de expresión del
pensamiento, sin sujeción a censura previa, se hacía extensiva a su ejercicio
por medio de la “palabra, por escrito o por
cualquier otro medio gráfico u oral de expresión, utilizando para ello cualesquiera o todos los medios de difusión
disponibles” (Artículo 33). Con lo cual desde las caricaturas impresas o
teletransmitidas hasta la cubanísima “trompetilla” (pariente cercana de la
colombiana pedorreta) quedaron elevadas a formas de expresión protegidas.
Tras el triunfo revolucionario
registrado en Cuba el 1 de enero de 1959, por la vía de hecho, manu militari, se produjo la asunción
del Poder Ejecutivo y del Poder Legislativo por parte de un único órgano, el
Consejo de Ministros, con lo que se dio al traste con la separación de Poderes
preconizada por Montesquieu. Esta situación se prolongó, sobre el papel, hasta
la promulgación de la
Constitución de 1976 (modificada en 1992 y de nuevo en 2002),
cuando las tareas legislativas fueron en apariencia atribuidas a
una Asamblea Nacional del Poder Popular, que es convocada para dos periodos
ordinarios de sesiones al año, y cuyas funciones –en la vida real- se limitan a
aprobar por unanimidad todas las iniciativas legislativas que se le someten por
parte del Consejo de Estado –aunque, sobre el papel, la
Constitución habilite a seis órganos distintos de Poder, a
los Diputados de la Asamblea
individualmente, y a cualesquier diez mil ciudadanos a formular tales
propuestas de Ley-.
En fecha tan temprana como el 7 de
febrero de 1959, el Consejo de Ministros aprobó el texto de una Ley
Fundamental, que estuvo en vigor, con sucesivas modificaciones, hasta la
promulgación de la
Constitución de 1976. Aquella Ley Fundamental (que era casi un
calco de la
Constitución de 1940, pero con significativas modificaciones,
y el “pero” en este caso es grande) desconoció el principio general de derecho
“Nulla poena sine lege” (que impide imponer sanción penal sin ley previa que la
establezca), a cuyo efecto añadió la siguiente coda al Artículo 21: “En los
casos de delitos cometidos en servicio de la tiranía derrocada el día 31 de
diciembre de 1958, los autores podrán ser juzgados de acuerdo con las leyes
penales que fueren promulgadas al efecto”.
Igualmente mantuvo la prohibición de
la confiscación de bienes (Artículo 24), pero añadió la excepción de que “se
autoriza la de los bienes del tirano depuesto el 31 de diciembre de 1958 y de
sus colaboradores, los de las personas naturales o jurídicas responsables de
los delitos cometidos contra la economía nacional o la hacienda pública, y los
de las que se enriquezcan o se hayan enriquecido ilícitamente al amparo del
Poder Público”. Lo que sucedió en la vida real fue que se creó un Ministerio de
Recuperación de Bienes Malversados, cuyos funcionarios preparaban sucesivas
listas de nombres de personas físicas y jurídicas a las que se declaraba
incursas en las citadas responsabilidades, y se disponía la confiscación ipso facto, a favor del Estado, de todos
los bienes y derechos cuya titularidad ostentaran y que fueran apareciendo como
resultado de las indagaciones ordenadas administrativamente en los Registros de
la Propiedad ,
oficinas municipales y del Catastro, en los Bancos y en cualesquiera otras
instituciones y organismos, públicos o privados.
Lo que fue todavía más grave, si
cabe, fue que, a pesar del mantenimiento de la prohibición consagrada en la
Constitución de 1940 respecto de la imposición de la pena de
muerte (Artículo 25), quedaban excepcionados “los casos de los miembros de las
Fuerzas Armadas, de los cuerpos represivos de la Tiranía , de los grupos
militares organizados por ésta, de los grupos armados privadamente organizados
para defenderla, y de los confidentes, por delitos cometidos en pro de la
instauración o defensa de la
Tiranía derrocada el 31 de diciembre de 1958” . Con lo que quedaba
expuesto a la pena de muerte un sinnúmero de personas por unos innominados
delitos, carentes de tipificación penal previa a los hechos a cuyos
responsables se decidía castigar, salvo su neonata caracterización como
constitutivos de favorecimiento del régimen resultante del Golpe de Estado del
10 de marzo de 1952.
Por
otra parte, en marzo de 1959, cumplidos escasos tres meses del triunfo
revolucionario, fue juzgado, por un Tribunal mandado formar por el Gobierno, a
extramuros del Poder Judicial e integrado por Oficiales de las guerrillas
victoriosas en la guerra irregular sostenida entre diciembre de 1956 y
diciembre de 1958, un total de 43 pilotos, artilleros y mecánicos de las
Fuerzas Aéreas que habían participado, del lado del régimen batistiano, en
acciones de guerra contra las fuerzas irregulares –es decir, las guerrillas-
sublevadas en su contra. Todos los acusados resultaron absueltos. Pues bien, en
una comparecencia televisada, Fidel Castro declaró que el fallo de ese Tribunal
era inaceptable, y que los acusados debían ser juzgados de nuevo. Así se hizo,
y los aviadores fueron condenados en el segundo juicio a 30 años de prisión,
los artilleros a 20 años, y los mecánicos a 2 años
(sólo uno de los encausados se libró de ingresar en prisión, porque escapó por
avión antes del día de su comparecencia en el segundo juicio). Por cierto, el
presidente del Tribunal que dictó la absolución inicial apareció posteriormente
muerto de un disparo en la cabeza, sentado dentro de un automóvil.
Quedaron así infringidos tanto el
principio general de Derecho expresado en el brocardo non bis in idem como su consecuencia procesal, la cosa juzgada.
Como ha escrito el penalista ecuatoriano Dr. Eduardo Franco Loor, el principio ne bis in
idem tiene efectos muy concretos en el proceso penal. El primero de ellos
es la imposibilidad de revisar una sentencia firme en contra del imputado. El
imputado que ha sido absuelto no puede ser condenado en un segundo juicio; el
que ha sido condenado, no puede ser nuevamente condenado a una sentencia más
grave. Por imperio de este principio de ne
bis in idem, la única revisión posible es una revisión a favor del
imputado. La Cosa Juzgada
es una institución procesal irrevocable e inmutable. Es el valor que el
ordenamiento jurídico da al resultado de la actividad jurisdiccional…”.
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