Gerardo Piña-Rosales, director de la Academia
Norteamericana de la Lengua Española
Relato de Gerardo
Piña-Rosales
Acabamos
de recibir –por el amable conducto del profesor, publicista y
polimato cubano residente en Tampa (Estado de Florida) Don René
León- un ejemplar de la obra de ficción más reciente del Dr.
Gerardo Piña Rosales, Doctor en Lengua y Literatura Española por la
Universidad de Nueva York, numerario de la Academia Norteamericana de
la Lengua desde 1992 y su Director desde 2008. Se trata de la
noveleta* “Los amores y desamores de Camila Candelaria”,
cuya trama se desenvuelve de manera lineal, partiendo del lar natal
de la protagonista –Puerto Rico-, la emigración a Nueva York -a
fines de los años 60, todavía adolescente, donde sufre sus primeros
encontronazos con la lascivia masculina, la experiencia de un
embarazo no deseado, su peripecia en una promiscuidad reiterada
aunque excluyente de la prostitución mercantil de su cuerpo, y el
recurso a una santera en busca de ayuda espiritual a fin de reordenar
su vida (tendencia asaz arraigada en el imaginario caribeño), con
varias páginas dedicadas a la descripción minuciosa y fiel del
ceremonial de conjuración o exorcización (“limpieza”, en la
jerga del ritual) de los demonios que habrían tomado posesión
malévola de su ser, culminando en la proclamación por la oficiante
de la liberación de su espíritu).
Esta
escena, en particular, es de una plasticidad cinematográfica
impresionante por su fidedignidad y su fuerza, que no creo que
suscitara reparo ni corrección alguna por aquel sabio que fue Don
Fernando Ortiz, el gran estudioso cubano del Panteón africano y
especialmente de las creencias transterradas el Caribe por las
poblaciones traídas como mano de obra esclava desde el África
occidental ecuatorial.
El
escenario se transmuta para la protagonista, por un golpe del
Destino, en un billete de avión a Madrid, en la que explora sus
parques, cafés y museos; visita Toledo y El Escorial, y a
continuación viaja a Barcelona, se dirige al suroeste a través del
corredor mediterráneo de las provincias valencianas, y topa en
Granada con un guía turístico que le trae una ráfaga de amor,
aunque intrascendente. Vuelta a tierras norteamericanas, decidida a
cursar estudios universitarios, lo hace durante un año y mantiene
una relación sentimental –como se dice hoy por hoy en la parla
mojigata del periodismo del siglo XXI, en vez de aludir claramente a
la cohabitación sin sacramento ni contrato- a la que pone fin al
llegar al segundo curso curricular.
El
íter pasional de la protagonista incorpora ahora a un sacerdote de
libido alebestrada, que es rápidamente apartado de la competencia en
pos de la hembra por un varón machista, dominante y tiránico, que a
su vez periclita y se desvanece de su vida.
Al
llegar a tres lustros más dos años en los EE.UU., hallándose a
esta altura del relato en el marco de la Gran Manzana, la seducción
espiritual que le despierta el Yoga la lleva a frecuentar el Templo
de la Gran Hermandad Universal, de inspiración hindú, a cuyo
influjo sanea sus costumbres, mejora de salud y hasta se alivia su
inquietud mental.
Trasladándose
de escena a las instalaciones cuasi monásticas de la Gran Hermandad
en su sede central en El Caimán, regidas por un Maestre cerca de la
población puertorriqueña de Ponce, nuestra protagonista pasa a
disfrutar de un estado de tranquilidad y sosiego, donde llegar a
hacer el equivalente de los votos de profesión monjiles, mientras
presencia cómo el Maestre realiza curaciones milagrosas, y se
convierte en la discípula elegida por el Maestre. Hasta que ¡ingenua
de ella! descubre de la manera más descarnada cómo la lujuria
hierve con la misma intensidad en el corazón y las gónadas de los
Maestres supuestamente imbuidos de un fementidamente asexuado fervor
religioso que en las auxiliares femeninas del santuario –que en
verdad prestaban los servicios de huríes para complacer, y nunca
mejor dicho lo de “complacer”, al venerado y tenido como
taumatúrgico Maestre.
Están
muy bien plasmados la atmósfera y el aire de reclusión y
aislamiento de la comunidad religiosa respecto del mundo exterior,
con esa mezcla de sumisión tranquila que instila el poder
hipnotizador o acaso simplemente dominador de la persona del Maestre,
basado en su conocimiento excluyente (y prepotente) de las formas
tántricas que han de conducir a los creyentes a la iluminación
De
regreso una vez más en los EE.UU., el periplo vital la lleva a
conocer, en el medio universitario, a un exitoso abogado de unos 45
años de edad, a quien se une en matrimonio, con quien viaja, y
comienza a llevar una existencia pletórica de comodidades de las que
los envidiosos y los izquierdistas trasnochados –no menos
envidiosos que todos los demás- califican como “burguesas”
–aunque se traten realmente de mejoras en las condiciones vitales
que los ingresos de un profesional de mediano éxito puedan sufragar
para el disfrute de sí mismo, de su cónyuge y de algunos otros
familiares, si los hubiera-.
La
odisea vital tiene como desenlace el azote que cae sobre el marido de
la protagonista –estrictamente ceñido al caso individual, en este
texto- de lo que representó la cólera en la Baja Edad Media en
Europa y la tuberculosis en el siglo XIX, es decir, el golpe del
virus de inmunodeficiencia humana en la última pareja de la
protagonista, contagiado en virtud de su promiscuidad homosexual.
Y Camila Candelaria
abandona los EE.UU. y regresa al San Juan de sus orígenes,
“recordando, escribiendo, no tanto para consignar las vicisitudes
de mi vida sino para desahogarme, para descargar mi rabia y mi
tristeza, para aliviar mi soledad. Y así, hasta que me llegue mi
última hora”.
El independentismo tiene
un tránsito muy fugaz por el texto, como propio de idealistas
frustrados y de aspirantes a estalinistas, representados por el
personaje patético a la vez que irritante de Edwin (página 16), que
en realidad sólo busca copular en serie mientras que desbarra en el
Village contra la que considera una aherrojada sociedad, aunque no
tiene arrestos para emprender una acción cívica sostenida ni
tampoco una acción directa –eufemismo por “acción armada”-,
porque no está dispuesto a correr esa clase de riesgos.
La
presentación de esta noveleta, muy cuidada lingüísticamente y en
cuanto a su ritmo narrativo, tiene elementos de parábola, de relato
costumbrista sin moralina, alejada desde luego de una localización
provinciana –porque es fundamentalmente urbanita-, pero con una
angustiosa utilización de la mujer como objeto de placer,
desprotegida ante todas las supercherías de los hombres y de otras
mujeres –no es por casualidad que la gran sacerdotisa del Maestre
se llame Madre Maleva, ya que en lunfardo Maleva significa mala-.
©
Roberto Soto Santana, de la Academia de la Historia de Cuba
*Siguiendo
la denominación que al género le ha dado la escritora cubana Daína
Chaviano, “por su longitud peculiar [que] incluye lo mejor del
cuento y la novela. Por un lado, permite adentrarse en la psicología
de los personajes de una manera que el cuento, por su brevedad, no
admite… Por
otro lado, la noveleta proporciona el espacio justo para dibujar un
universo semejante al de la novela. Su brevedad con respecto a la
novela puede ser también una bendición, porque la trama se ve
obligada a prescindir de divagaciones.”
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