Nicolás Guillén
LA JIRIBILLA
La Habana es una ciudad que anda pellizcando el millón de habitantes. Si ocurriera en ella lo que ocurre en otras ciudades importantes, esto es, si se le añadiera los centros urbanos limítrofes, tendríamos que «la gran Habana», con su populoso cinturón humano, alcanzaría el millón y medio, tal vez los dos millones.
De todas suertes, la sonriente capital antillana puede reclamar el título de urbe. El título de ciudad animosa y animada, a la que desembocan caudalosos ríos de sangre cotidiana. Ciudad hecha y derecha, con grandes prostíbulos y grandes vicios.
Un dominicano amigo mío, nada trujillista y muy simpático, me contaba hace algún tiempo su salida del terruño natal, en viaje hacia Cuba. Durante muchos días aquello fue cuestión de consejo de familia. Y ya a la hora de la partida inevitable, pues el viajero era un zagalón que había remontado la veintena, ocurrió que entre los gemidos de las tías, la seria y viril preocupación del padre y la incertidumbre de los hermanos, acercase la madre, quien dando muestras de profunda aunque entera desesperación, díjole con voz conmovida, mientras lo abrazaba tiernamente:
–¡Adiós, hijo mío! ¡Para mí es terrible separarme de ti, sabiendo que vas a La Habana!–
A fines del siglo XVIII visitó Humboldt nuestra capital. El sabio no era hombre que se asombrara fácilmente, así ante lo bueno como ante lo malo, pero lo cierto es que La Habana hízole una pésima impresión, que contó más tarde con todos sus pelos y señales. Las calles en que, como dice, se andaba con el lodo hasta las rodillas; el olor a tasajo o carne salada, el ir y venir de esclavos y traficantes, tanto como el calor excesivo y el hediondo vaho que despedían lodazales y vertederos, pusieron una ancha veta repulsiva en su séjour cubano.
Eça de Queiroz estuvo por acá unos meses, en el sesentitantos, y a pesar del tiempo transcurrido desde la visita de Humboldt no se sintió mejor. «La Habana –escribió por alguna parte– es un charco de sudor y un palillero de palmeras…» Claro que el sibarita creador de Fradique Mendes estaba habituado al confort parisiense, que entonces no había sido desplazado por la técnica norteamericana, y era hombre de suave molicie y plácida ubicación. Aquí resistió muy poco tiempo como cónsul de Portugal y pronto lió bártulos en busca del suave modo europeo.
Digo todo esto para ponerme tantos en contra y que no se me crea un «patriota» seguro que vive, si no en el mejor de los mundos, por lo menos en la mejor de las ciudades… Ahora mismo, La Habana tiene muchos puntos débiles, que despiertan una sonrisa de burla en el viajero enterado y son la desesperación de la ciudadanía queredora de su patria chica. No voy a decirlos todos; antes bien, os hablaré de uno solo, que es por cierto el que la gente saca como tema obligado de conversación. Ese punto falso, roto, ese motivo de sonrojo, ese centro de chunga, esa diana en que ejercita su puntería quien quiera sacarnos los colores a la cara… son los tranvías urbanos.
En general los medios de transporte con que La Habana cuenta son ni muy variados ni muy buenos. Nos falta el metro, tan útil en algunas ciudades de América y muchas de Europa, de manera que la cosa se reduce, pues, al ómnibus (que acá llamamos «guagua», como se les dice a los recién nacidos en Chile) y los famosos tranvías. Los ómnibus son pequeños –con excepción de los «especiales»– y no se distinguen por su exagerada pulcritud. Cubren en una complicada red de líneas o rutas el área metropolitana, desde el centro a los barrios extremos, y, como en todas partes, se abarrotan y congestionan a las horas en que la afluencia de empleados y obreros que van y vienen de fábricas y oficinas es mayor. ¡Pero esos tranvías!
Los tranvías habaneros son prehistóricos. Datan de los primeros días de la República, que los adquirió, ya usados, de cierta compañía norteamericana. En comparación con los del interior del país –los renqueantes y estruendosos de Camagüey, por ejemplo– conservan desde luego un discreto primer lugar, casi a punto del empate…
Hasta mediados del año anterior eran unos vehículos ideales para el trasiego de gente mesurada, honesta, paciente y sin prisa: el paralítico, el escribiente no mecanógrafo, el pensionado civil y el jugador de ajedrez. Situábase usted en una esquina y todo consistía en esperar. La calceta, la lectura de Jorge Mañach o la simple divulgación sobre temas no urgidos de resolución inmediata… Cuarenta minutos más tarde era usted sorprendido por un timbreteo inconfundible. ¡Ahí estaba el tranvía! Se instalaba usted en su lenta carroza, en su coche democrático, y ya podía dormir seguro de llegar sano y salvo a su destino.
Ahora… Ahora, amigos míos –precisa reconocerlo con punzante melancolía– las cosas ocurren de bien distinto modo. El tendido de alambres para los trollies ha cedido bajo la acción demoledora de los años y ya no hay viaje sin accidente. Los cables caen a diario, enroscados sobre la calle como finas serpientes, y durante horas y horas permanece el tránsito paralizado en medio de las cuchufletas e ironías de quienes ante el humillante espectáculo aún se muestran con ánimo de reír.
A esto añádase el peligro mortal que tal contingencia entraña. Si los dos cables se unen y así los pisa el transeúnte, dícese que la catástrofe es fatal, y lo mismo si en esa forma caen sobre la distraída cabeza del viandante. De donde resulta que un medio de locomoción antaño tan sólido, tan constitucional, tan protector del sistema nervioso, se ha convertido en una permanente invitación al gran viaje… Lo último es que ya han caído en la cuenta los periódicos humorísticos. Hace apenas unos días recorté ciertos versos sonrientes y crueles, en los que el tranvía era la víctima inmolada. Helos aquí:
Si morir es tu porfía,
esto es, si quieres matarte,
no tienes más que situarte
junto a un tranvía.
Allí te quedas muy serio,
mas con aire distraído;
te cae en eso el tendido…
¡y al cementerio!
Decir, pues, no es necesario
que son iguales hoy día
el tendido del tranvía
¡y el funerario!
Tan terrible situación empeoró esta semana, pues de golpe y porrazo decretóse la paralización del servicio, lo cual duró toda una tarde y parte de la noche… Por virtud de ello han salido a relucir cosas muy desagradables, relativas al trasiego de fondos en manos de un núcleo de seudodirigentes obreros, filtrados en el Sindicato Eléctrico. Háblase de la pérdida o extravío de trescientos mil dólares para comprar cables de acero que más parecen ser cables de oro. En fin… En fin se dice que el gobierno ¡ay! Contempla el problema fríamente, como si fuera una fórmula de Einstein, y con el propósito de que el caso tranviario se convierta –y de ello está a punto– en conflicto de orden público, cosa de asestar limpiamente el golpe final e imponer luego un monopolio o cosa parecida en el transporte urbano…
Quiere decir, pues, que nuestros tranvías se mueren. Se mueren de parálisis progresiva irremediable. ¡Felices ustedes, allá en Caracas, donde todavía no han nacido!
La Habana, enero, 1950.
Tomado de Prosa de prisa. Tomo II. Compilación, prólogo y notas, Ángel Augier. Editorial Arte y Literatura, 1975.
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