René León
He vuelto
a leer la novela El Entierro del Enterrador del conocido novelista cubano J. A.
Albertini, quien ha publicado, hasta el presente, seis novelas de temas
variados y dos obras de testimonios verídicos: Miami medical team: Testimonio de humanidad y Cuba y castrismo: Huelgas de hambre en el presidio político. Entre
las narraciones de ficción, sin volver a mencionar la que reseñamos, están: Tierra de Extraños, A orillas del paraíso,
Cuando la sangre mancha, Allá, donde los ángeles vuelan y Un día de viento, todas ellas muy
interesantes. El autor es miembro fundador del Pen Club de escritores cubanos
en el exilio. Colabora en periódicos, revistas, páginas digitales de la
Internet, en la radio y en la televisión con su programa dominical Cuba
y su Historia. Reside en los Estados Unidos con su familia. Es oriundo
de Santa Clara, provincia de Las Villas, Cuba.
Albertini,
en El entierro del enterrador,
proyecta su ambiente geográfico en un plano universal al reflejar la realidad
de naciones desangradas por las dictaduras. Ha recurrido aquí a experiencias
geográficas que nos comparte en un contenido filosófico, sin entelequias ni
sofismas. Desde el título del libro, él nos sugiere la muerte inexorable de un
país estrangulado culturalmente. “Las
revoluciones nacen y mueren en los cementerios”, declara uno de sus personajes. El sepulturero
Generoso entrena a su sucesor, Felipito, que está condenado a la lobreguez
cívica y humana de las generaciones siguientes. Para enfatizar la perpetuación
de la tragedia de la Isla, afligida por la revolución, el autor recurre a los
recuentos literarios (flash-back)
acerca del entierro de Generoso. El relato adquiere un matiz costumbrista al
desenvolverse los personajes en un ambiente cuajado de la cultura isleña y de
su folklore autóctono. Las comidas,
supersticiones, sacramentos, música, apariciones y fantasmas nos ubican en la
región de las Antillas, con sus sabores, aromas, sonidos y visiones tropicales.
La
extraordinaria habilidad de este autor, al detallar cada “escena” del
transcurrir comunal, transporta la imaginación a un mundillo peculiar pero
trascendente. Las novelas radiales dramatizadas aportan el ingrediente que se
convierte en el único medio de evasión escapista para dar un descanso o
distracción de la zozobra diaria. El relato da la impresión única usada en el
cine, cuando un cuadro pintado adquiere repentinamente movimiento humano y vida
auténtica. Aun el ritmo pastoso y adormilado del efecto alcohólico en
personajes desesperados por su destino imbuye la mente de una realidad
fantástica. La lengua popular se transforma en el condimento del giro popular y
de la expresión local metafórica. Incluso el título mismo de la novela es una
trágica pero impactante metáfora de la realidad de su país y de la de toda
nación que ha sufrido el grillo dictatorial. La narración es enfocada con una
magistral deliberación literaria, en la que el autor no ceja de infiltrarnos en
la pesadilla implacable que vive cada día un pueblo oprimido. La muerte de
Susanita y de Inmaculada nos espera en cada rincón del devenir humano de la
novela, para recordarnos la futilidad de una mínima esperanza. Albertini parece
asomar, desde estas páginas, su mano agarrotada por un dolor patente, para
asirse del corazón del lector, y ello sin un ápice de sentimentalismo ni de
melancolía. El relato de estos acontecimientos dramáticos llega al lector con
una semántica precisa e ingeniosa, que ilustra la estampa literaria de la
página con agudeza insuperable. Para citar una frase al azar, y las hay en
abundancia, “la vida se congela en los ojos” de un personaje que muere, en la
novela. La muerte es un incidente vital dificilísimo de representar con mérito
en literatura, sin caer en lo mórbido, lo efectista y lo chabacano, algo que
está totalmente ausente de esta obra. Las aleaciones verbales ingeniosas como
“lengüilarga”, “zoncera”, “flaquencia” etc., son otra muestra de su estilo
peculiar. El giro idiomático sorprende porque va más allá de la frase hecha y
combina vocablos con un acierto innovador.
Es
refrescante leer una novela acerca de un tema al que se recurre tanto, pero que
se las ingenia para aparecer novedoso, a pesar de un aciago mensaje. Por fin,
un autor que no escribe para otros autores ni intenta satisfacer modas ni
fórmulas aceptadas. Comentamos una novela que se lee “de una sentada”, a pesar
de su ambiente dolido y condenado a una diaria cadena perpetua. Su prosa es
luminosa, sobreponiéndose a la tragedia de la Isla, por su tremendo poder
ilustrativo. El lector se siente un observador alucinado por el destino de
seres que no tienen tregua para recuperar la respiración, con un ritmo de
aliento agitado por un devenir implacable y abrasador. Nos injerta en un mundo
cruel, en que la tortura no solamente está en la cámara de los horrores, sino
en la aberración histórica que significa la destrucción de la dignidad, en el
envenenamiento de almas, y la corrupción del sentimiento humano. Saludemos una
obra sobresaliente, de un autor que obviamente vive una pasión por nuestro rico
idioma y por la representación artística de, tal vez, el más vituperable vía
crucis de la condición humana
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