Foto tomada de: kienyke.com/ |
Alejo Carpentier
Una paciencia infinita caracterizaba al hombre medieval, acostumbrado a leer libros copiados a mano, a saber hoy lo que había ocurrido tres meses antes en otro país, a admitir que el más insignificante de los viajes era una empresa que exigía varios días de preparación y de andanzas, cobrando las proporciones de una magna empresa si se tenía el propósito de ir de Londres a Roma o de París a Toledo. Y, sin embargo, esa paciencia no correspondía al índice de promedio de duración de la vida humana, bajísimo en una época de higiene precaria, medicina en ciernes, plagas y azotes contra los cuales se estaba desamparado. Pero el hombre medioeval era paciente, no quedándole más remedio que serlo, en un mundo donde todo movimiento, toda acción, se operaba en función de lentitud, desde la edificación de una catedral, obra de varias generaciones, hasta el simple hecho de mandar mercaderías a una feria y de conocer y percibir los beneficios de venta.
Nuestra época, por el contrario, está situada bajo el signo de la impaciencia. Todo el mundo está impaciente por llegar. Todo el mundo está impaciente por palpar, inmediatamente el resultado de su esfuerzo. Aquel está impaciente por hacer fortuna, el otro por triunfar. Quiere el artista revolucionar sus técnicas en el mínimo tiempo posible, haciendo dar un paso agigantado a la pintura, a la música, al arte de la narración, en dos o tres años. Aunque se está un poco curado del culto a la novedad por la novedad, de la juventud por la voluntad - ¿y qué es realmente nuevo? ¿y qué es realmente joven? -,cada cual alienta, en secreto, un insaciado apetito innovador, tanto en la creación como en los negocios, en el comportamiento personal o la acción dentro de la colectividad.
Sin embargo, el hombre moderno va aprendiendo, a expensas de sí mismo, que el tiempo requerido para cualquier progreso está desajustado con el tiempo mismo de la vida humana Quien lanza una idea nueva, impaciente por saber por saberla entendida, habrá de advertir, por el examen de sus propias canas, que esa idea llegará a donde quiere llevarla, dentro de quince o veinte años. El descubrimiento de un principio no es nunca sino el "principio" de algo: de algo cuya trayectoria resulta todavía imprevisible. Con los procesos históricos ocurre otro tanto. Quien se esperaba a asistir a grandes cambios en el mundo, sólo verá apuntar algo de lo esperado dentro de tres o cuatro décadas...¿Y cuántos ideales, vistos como realidades inmediatas por los ideólogos, pensadores, políticos, del siglo XIX, no siguen todavía en suspenso, incumplidos, en en tredicho, en devenir?...André Masson, en unas lineas que citábamos hace días, se quejaba de lo tímidas que resultaban. en realidad, las llamadas "épocas renovadoras". No veo en ello un problema de ''timidez", sino de desajuste cronológico entre los tiempos: el tiempo del individuo y el tiempo de la Historia. Un proceso de sesenta años es muy poca cosa dentro de un transcurso histórico, pero sesenta años son toda una existencia humana, evidencia esta que conduce a todos los ancianos, resignados al incumplimiento de ciertos sueños juveniles, a decir exactamente: "Ya lo verán mis nietos",
Y sin embargo, el progreso se realiza lentamente, seguramente, con la imperturbable lentitud que Amold Toynbee asimilaba a la rotación del ying-yang indostánico...¿Saben ustedes cuál era el promedio de duración de la vida humana en vísperas de la Revolución francesa? Me be asombrado al leerlo casualmente en un libro de historia: ¡de veinticinco a treinta años!...
.(Tomado de Crónicas Anteriores,24 de agosto de 1957)
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