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martes, 1 de octubre de 2013

El tormento de una precursora: María Luisa Milanés


Por: Juan Nicolás Padrón
Fecha: 2009-10-09
Fuente: CUBARTEEl 

Más que ser “buen poeta”, quizás para muchos resulta más importante transformarse en poeta, “superar la avería de lo cotidiano”, crear valores poéticos con su vida o manera de pensar, ser y actuar; “seguir escuchando el ruiseñor de Keats”, en fin, convertirse en un guardián del mito. Por esta razón, aunque algunos críticos críticos hayan calificado a la poética de María Luisa Milanés (Jiguaní, 1893-Bayamo, 1919) de “incorrecta y desigual”, el mito de su obra y su personalidad literaria siguen vivos. En 2005 el periodista e investigador Ramón Fajardo (sitioweb@habradio.ohc.cu ) había comentado su sorpresa al descubrir que María Luisa hubiera podido ser su abuela: “Ella fue, por tal motivo, una especie de visión fantasmagórica que rondó mi vida en aquellos años y con el tiempo logró despertarme otras inquietudes, tras saber que su único esposo había sido mi abuelo paterno: Ramón Fajardo Gamboa” . María Luisa Enriqueta del Carmen Milanés nació en la finca Hato Abajo (otros investigadores aseguran que fue en la finca El Palmarito, que después se llamó El Sombrero y hoy pertenece al municipio Cauto Cristo), hija de la maestra María de la Luz García Lorente y del venerable General Luis A. Milanés Tamayo; se trasladó en 1895 con los suyos a Bayamo después de que el padre se incorporara a la Guerra de Independencia; terminada la lucha, la familia Milanés-García se mudó para Manzanillo.

La educación de María Luisa Milanés fue el consabido: instrucción primaria en el Colegio de Doña Margarita Yero, en Manzanillo; estudios secundarios en el Colegio Juan Bautista Sagarra en Santiago de Cuba y más tarde en el Colegio Francés y el Sagrado Corazón de La Habana; un camino religioso y burgués para llegar a un conocimiento “adecuado” de la historia, la filosofía, la oratoria, la poesía clásica, el francés, el inglés, el latín, la música, la pintura y las artes manuales; ella misma recordaba esa etapa de soltera: “Exactamente igual a la de todas las mujeres aldeanas cuyos padres tienen un poquito de dinero… días llenos de piano, pintura y bordado”. Lo cierto es que leía y escribía tres idiomas y su vocación literaria le despertó una curiosidad sin límites; a su regreso a Bayamo, su hambre espiritual por la cultura, al enfrentarse con las limitaciones del medio, le provocaría una ansiedad inexplicable. Usando el seudónimo de Liana de Lux comenzó a publicar en la revista Orto de Manzanillo que dirigía Juan Francisco Sariol, y tradujo poetas ingleses y franceses. Quizás buscando un cambio en su vida, se casó muy joven con el disgusto de su familia, y a partir de entonces y hasta su muerte, transcurrió la etapa más fecunda de su escritura poética.

Su angustia se acrecentaba: “desventuras conyugales” y “circunstancias desgraciadas” que nunca se han aclarado con precisión, hacen sospechar problemas en sus relaciones familiares ―con el padre y con el cónyuge― e hicieron de su desesperada vida un tormento. Inteligencia excepcional y sensibilidad agudísima demostró en su interés por desentrañar el secreto de las cosas más íntimas o privadas. Cultivó con pasión su talento y enriqueció sus juicios que la impulsaron hacia el encuentro con la belleza de la realidad, aún cuando sus versos se presentaban como una reacción ante el sacudimiento injusto por no ser bien aceptada familiar y socialmente. Levedad y delicadeza junto al enorme peso del desasosiego, deslizaban un temblor de emociones que fecundaban su pensamiento poético. Poesía lírica de tensión emocional y sensibilidad trágica, cuyo tema prácticamente fue la muerte ―además de otros como la infancia, lo amoroso y cierta poesía civil―, subrayó una inclinación a insistir en las contradicciones entre su naturaleza artística y el mundo de mediocridad y hastío en que vivía. Su quehacer poético ha sido enmarcado dentro de una etapa posterior al modernismo literario, aunque es evidente el influjo de la poesía de Amado Nervo, presente en una buena parte de las poéticas de principios del siglo XX.

La Milanés no encontró el amor en el proyecto de vida que pretendió forjarse alejada del padre a quien en sus cartas llamó “El Káiser”. Como no pocas jóvenes ―a veces todavía lo hacen―, se casó para salir de una tiranía, y tal vez encontró otra de semejante incomprensión a su naturaleza artística; mujer rebelde de “abundancia interior”, tampoco halló felicidad en ese camino matrimonial por el que debía andar: el dolor y el sufrimiento marcaron su vida de enclaustramiento y lágrimas. No creo que la intención de su casamiento temprano fuera mejorar el estatus social, pues lo tenía; su decisión era una esperanza a que la comprendieran, pero frustrado este intento, la angustia comenzó a perfilarse como la huella más visible en su pesar de incomunicación que trasladó de manera recurrente a su poética con plena desnudez emocional. Ya en 1910, antes del matrimonio, presentía su destino: “Placeres mundanales que el sendero / esmaltáis de la vida fatigosa, / huid lejos de mí, que solo quiero / de mi tranquilidad la paz hermosa”. La heroica búsqueda de una paz que nunca apareció constituyó su rebelión permanente; confesaba haber llorado toda una noche sin saber por qué; su sino trágico gravitaba constantemente sobre su sombra, como si el verdadero amor y la cultura para una mujer fueran imposibles o una maldición: “Yo no he soñado nunca con gloria y poderío, / yo no he deseado nunca riquezas ni saber, / yo tan solo he querido un amor todo mío, / un sueño sin imágenes que turben mi descanso, / una vida uniforme, tranquila y silenciosa, / cual la corriente suave del arroyuelo manso. / […] / y bebí, fatalmente, / en la fuente maldita de la sabiduría”.

Bajo una ardiente desesperación, aspiraba a encontrar una ansiada libertad espiritual que la emancipara de la hipocresía y de la moral de la época; en sus cartas íntimas se mostraba como una mujer inconforme con el papel asignado por la sociedad. Posiblemente tenía miedo saber más aunque lo deseaba; se estremecía de pavor al pensar en su destino con mayor conocimiento de causa, pero se acercaba cada vez más a ese porvenir que la dejaba más libre; luchaba contra la mediocridad y la catadura de su medio social y, sobre todo, contra la incomprensión de hombres que no podían entender su rebeldía frente a la sumisión y su ansia de conocimiento. La creación era para ella un proceso de emancipación y gozo, de espacio de libertad infinita, de éxtasis religioso y al mismo tiempo de desborde erótico: “Para mí el lápiz y el papel han llegado a ser un santuario, bosque virgen, lecho, salterio, nave, alas; porque con ellos me unifico con lo que haya, con lo que sea, y me abstraigo y doy gracias, impetro favores, himno, agradecimientos, confieso dolores, pido consejos, me resigno; porque con ellos me retiro a las lejanías esquivas de mi yo, inaccesibles en esencia a todo el mundo, y allí encuentro paz, olvido, sombra, luz, agua, cielo azul, estrellas…; porque con ellos vuelo a la región de lo infinito, de lo presentido, de lo soñado…”.

Comenzó desde muy joven a escribir una autobiografía que se ha salvado en parte; puede comprobarse que fue consciente de su futuro cuando regresó de La Habana: “Acercábase a pasos de gigante el tiempo en que habiendo terminado mis estudios, debía abandonar el convento. Y mi alma sangraba de pesar y se estremecía de miedo al porvenir”. Su vida fue trágica y su escritura ajena a los cuidados formales del estilo, que pasaron a un segundo plano, ante su fuerte temperamento. En contradicción con el padre, incomprendida por el esposo, limitada por la vida social de una provincia provinciana, inquieta por una mayor proyección hacia sus apetitos espirituales, su escritura parecía augurar la consumación de un destino trágico. Escribía y rompía o quemaba, comenzando en su propia creación literaria un proceso de autodestrucción; según confesó, llegaría a completar siete obras en prosa que presumiblemente fueron pasto de las llamas. Se dio cuenta de que lo soñado era inalcanzable, y comprobó que el amor y la comprensión anhelados eran imposibles: “No puedo más y voy a huir, el miedo / que me inspira la dicha que he soñado / es tal de enorme y hondo, que me excedo / en mi pena, a llorar lo no llegado”.

Estaba convencida de que no podía alcanzar su felicidad, y en sus nocturnos salvados del fuego declara el acercamiento a la oscuridad total para una posible resurrección espiritual: “Nosotros no morimos, renacemos de muerte; / siempre un camino nuevo nos depara la suerte / cuando nos separamos de la materia inerte. / […] / Me persigue una imagen que mi labio no nombra: / veo que muerta y silente, voy hollando la alfombra, / a consolar a mi madre que solloza en la sombra”. Y espera a la muerte como si fuera una conocida: “¡Ven, Señora, avanza! / tráeme la esperanza / de que el continuo llanto que baña mis mejillas / recogerán tus manos piadosas y tranquilas; / que me traerán olvido tus caricias sencillas / y ya no más las lágrimas nublarán mi pupilas”. Probablemente su poema más conocido, presente en varias antologías, ha sido “Jam noli tardare”, un soneto que comienza en los tercetos y concluye en las cuartetas, como virado al revés, aunque puede leerse también de abajo hacia arriba: “Ven hacia mí, no tardes, dulce dueña / De la región bendita con que sueña / El cansancio profundo que me abruma. // Fuerzas no tengo ya para llamarte. / Ven hacia mí; cansada de esperarte, / ¡Oye la voz de mi impaciencia suma! // ¿Qué esperas ya? Me impulsas a buscarte / En el silencio eterno que te envidio / Y a cada rato vienen a anunciarte / Las mariposas negras del suicidio! // No tardes más, no venga un nuevo ensueño / A turbar nuestro amor y nuestra unión, / Quiero que duerma su tranquilo sueño, / Sin despertar, el pobre corazón…”.

Después de casi ocho años de infeliz matrimonio y fracasos, quiso irse a México, cambiar de aire y buscar mayores oportunidades para su creación literaria, pero no recibió de su padre el apoyo que esperaba con un hilo de esperanza, y atormentada de incomprensiones, el 9 de octubre de 1919 se hizo un disparo; fue trasladada de Bayamo a Santiago de Cuba, donde falleció el día 12 de ese mismo mes. Sus restos descansan en el cementerio de Santa Ifigenia de Santiago, y en su sobria tumba hay una lápida sin cruz, como ella quería, pues según su propia confesión: “una muy grande arrastré en mi vida”. María Luisa Milanés no dejó libro publicado; su obra poética fundamental apareció en Orto, que al año siguiente de su muerte dio a conocer un número homenaje a su memoria, correspondiente al 2 de mayo de 1920; diez años después, la publicación le dedicaría un número especial en el que se encuentra casi toda la poesía salvada de la destrucción de la propia autora. Estudiosos como Alberto Rocasolano han ahondado en su obra, que hoy exige reediciones y lecturas actuales de quien fue una de las precursoras más ardientes y desgraciadas del pensamiento de la mujer en los primeros años de la República.

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