Jorge Sariol
En los
últimos años de su vida, José Martí, tuvo entre tantos, un golpe injusto y
cruel. Separado del hijo y abandonado por su esposa Carmen Zayas-Bazán, tuvo en
cambio, como un remanso, a Carmen Millares.
Varios
días después de conocerse la tragedia de Dos
Ríos, el periódico habanero “La Lucha” publicó una nota aparentemente
inocente, pero con todas las trazas de andar con “segundas”. Según se
informaba, la Señora “Carmen Zayas-Bazán viuda de Martí, había solicitado
audiencia a las máximas autoridades de la Capitanía General de la Isla. La
reacción de doña Carmen fue inmediata.
En carta
al director del diario, le recordaba que la petición y la audiencia misma eran
privadas, pero una vez publicada, era obligación del impreso informar también
de la única razón de la solicitud; la devolución del cadáver de su esposo, José
Julián Martí y Pérez. Dieciocho años
antes, en la Catedral de México, la clásica frase de las ceremonias nupciales
pudo haber llevado, sorda y trágica, el sino de no unir sino con la muerte
Difícilmente se sabrán los pormenores de aquella audiencia y quiénes o
qué motivos impulsaron a tal actitud, al cabo de tantos desencuentros. La
paradoja, para un ser humano tan lleno de amor, como el Héroe Nacional Cubano,
resulta cruel. Su patria, su familia, su hijo, su esposa, fueron dolores que
Martí nunca pudo mitigar. Y aunque la vida privada de las figuras públicas es
tema harto tangencial, lo cierto es que en Martí, nada puede ser ya privado.
Los
últimos años de su vida, separado de su hijo, abandonado por su esposa, y muy
necesitado de ambos amores, no es difícil entender que otra Carmen invadiera en
cuerpo y alma –sobre todo- las horas tormentosas de los preparativos de la
Guerra necesaria.
Ya se ha
dicho: nadie es dueño de los hechos solo de las interpretaciones. Nada en el
más digno de los cubanos, nos es ajeno. De su vida amorosa, tales fueron las
circunstancias de El Maestro.
Muchos
fueron los impactos, algunos memorables: el primer gran amor, en Madrid, con dama bien casada,
de quien nunca se revelaría el nombre. Tres años más tarde escribe Martí el
drama Adúltera. “Muchas fueron tus horas de delirio…al partir,
todavía a tu lado me está quemando el corazón”.
Entre
tantas, hubo la mujer aragonesa en tiempos de estudiantes, o la dulce muchacha
de Souhtampton –“durante una luminosa media hora nos quisimos y nos dijimos
adiós para siempre”- De fragor, como de terremotos, debió haber sido su pasión
vertida con Rosario, la mexicana, seis años mayor que él. En Estados Unidos,
Cecil Charles, una sureña, discípula rendida de amor, describió con el don de
las vivencias al poeta de otras tierras, en tierra extraña.
O
definitivamente, la niña de Guatemala, tan llena de hermosura como de ánimo, de
amor como de ideas. Hoy, desde una foto antigua, María García Granados, a
través de su mirada luminosa, parece asegurarnos no haber impedimenta para irse
ella también a la manigua.
Pero fue una hermosa camagüeyana, la que obnubiló
al hombre: “tiene el color blanco anacarado, los labios de un punzó natural,
los ojos pardos rasgados; el pelo, castaño dorado, como lo pintaba Tizziano”.
La joven
Carmen era altiva y voluntariosa, de linaje Zayas-Bazán. Él venía de una
familia ‘sin pergaminos”. Carmen amaba la tradición; su José, urgido por
apremios que ni el amor maternal pudo
postergar, se daba sin tregua al amor mayor.
Con los
años se supo de contradicciones aún antes del matrimonio. Martí reconoció en su
novela Amistad Funesta, tal vez invadido por nostalgias o
premoniciones, que los líricos se apegaban con tal ardor a la mujer que aman,
todo a la primera. “Voy lleno de Carmen, que es ir lleno de fuerza” escribió
alguna vez; pero también alguna vez la fuerza de Carmen – y quizás, más, la fe le faltaría.
En La
Habana o Nueva York el matrimonio vive en frecuentes zozobras y separaciones,
más dolorosas al nacer el hijo. En la fría ciudad norteña estará siempre a
mano, para lo que sea menester, la dulce y animosa Carmita Miyares, esposa de
Manuel Mantilla. Bajo el mismo techo de los Mantilla, Martí mas de una vez
habrá de sufrir el dilema de quien ama con grandeza y necesita buscar
respuestas a demasiadas preguntas. Tiempos para una Carmen cada vez más lejos
de su alma y otra Carmen, como Ángel de la Guarda.
De la
Miyares, dijo Blanche Z. Baralt: tenía clara inteligencia, finísima intuición…
no he conocido alma más caritativa y
abnegada”.
Muchos
historiadores y literatos andan de costado por este sendero de la vida de Martí. Los moralistas
palidecen, los canijos sietemesinos, murmuran.
En
noviembre de 1882 nace María Mantilla, a quien Martí llamó hija, y sobre la que
volcó la otra mitad de su vida destinada al pequeño Ismaelillo.
Muchos
aseguran que la Zayas-Bazán percibió que otro amor diluía el suyo, pero tal
parece que no había nada de diluir. Cuando consigue regresar a Cuba el 27 de
agosto de 1891, estaba dando término definitivo a un matrimonio infeliz,
mientras separaba sin despedidas, padre e hijo. “Hubo un hombre a quien
crucificaron una vez, pero a mí me crucifican todos los días” fue el grito
ahogado. Las gestiones consulares, sin el consentimiento de Martí, era colofón
suficiente.
Carmen
Zayas-Bazán , en opinión de Gonzalo de Quesada y Miranda, “fue para él las
hojas caídas de su rosa blanca”.
Carmen
Miyares de Mantilla, al saber de la muerte del héroe clamó al vacío, “si no
fuera por mis hijos bajaría la cabeza y me dejaría llevar… toda mi felicidad se
ha ido con él”.
©La Jiribilla
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