Tengo una ciudad en un nicho de mi pensamiento, ha muerto. A veces, algún que otro domingo, le cambio las flores y la recuerdo como entonces, aquella joven atrevida, vestida de luces y sonrisas, con una blusa de comercios resistiendo a la embestida de un color epidemia, verde olivo. La ciudad aún dejaba ver abuelos con los bolsillos cargados de por favor y buenos días, pase usted señora y también, unos hermosos: Señora, por favor, tome usted mi asiento.
Llena de palabras y gestos gentiles, por entonces los hombres, al paso de una mujer se quitaban el sombrero.
Se amaba quizás más que hoy, las madrugadas se llenaban de gemidos y sudores, el hombre era impetuoso, masculino, defensor a ultranza de lo suyo, pero era algo más, era un caballero. Por aquellos días, un hombre tenía la riqueza más pura en la mirada de los otros hombres, su respeto, su honor, su lenguaje correcto, cada anciana era una abuela, cada mujer una madre, el hombre se arrodillaba para alcanzar un pañuelo caído de manos de mujer, cada niño era su hijo, cada habitante era algo más, era cubano. Se crecía para el honor de la familia, para ver la mirada de satisfacción en el padre y el abuelo.
Algún que otro domingo le cambio las flores a mi ciudad muerta, a veces la recuerdo. A veces me estremece su muerte, asesinada por la vulgaridad y un hombre enfermo, al que llamaron nuevo, pero si soy sincero, su muerte a veces la celebro, porque no hay castigo mayor para la infamia, que ver como su obra cumbre, una multitud de hombres indignos, una masa sin principios, vive ajena a lo que fueron sus abuelos.
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