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jueves, 1 de diciembre de 2016

El caso de los Estudiantes de Medicina fusilados en La Habana el 27 de noviembre de 1871

Estudiantes fusilados el 27 de noviembre de 1871
Foto tomado de: Café Mezclado

por Roberto Soto Santana, de la Academia de la Historia de Cuba (Exilio)

En 1870 hacía dos años que unos grupos de sublevados contra el dominio colonial español en Cuba mantenían –sobre todo, en la parte oriental de la Isla- la insurrección que se iba a prolongar hasta 1878 y que habría de conocerse históricamente como la Guerra de los Diez Años.
            Ese mismo año se había promulgado en España el Código Penal de 1870, de inspiración liberal y cuyo objetivo era morigerar las disposiciones del Código Penal de 1850, suspendiendo la pena de muerte como única para ciertos delitos y castigando la conspiración y la proposición para delinquir exclusivamente cuando así se previera expresamente, reinstaurando el principio de legalidad (nulla pena sine lege –no hay pena sin ley previa- en la tipificación de los delitos y la aplicación de las penas).
            Pero este Código Penal más garantista no fue hecho extensivo a Cuba sino por el Real Decreto de 23 de marzo de 1879.
            Además, bajo la vigencia de la Constitución española de 1869, tal como sucedía con la previa Constitución de 1837, su Artículo 108 disponía que “las provincias de ultramar serán gobernadas por leyes especiales”.
            El autor del presente comentario ya había dejado señalado hace varios años, en sus “REFLEXIONES SOBRE LA ACTUALIZACIÓN Y EL PERFECCIONAMIENTO DE LAS  INSTITUCIONES JURÍDICAS CUBANAS EN EL SIGLO XXI” (que se puede leer íntegramente en http://www.asociacioncaliope.org/Cubajmf.htm), “la mediatización de la administración de justicia en general por las intromisiones de la ominosa Comisión Militar Ejecutiva y Permanente encargada de juzgar los delitos contra el orden público desde 1825 en todas las provincias españolas”.
En Cuba española, la situación “medio siglo después…[era] la brillantemente resumida por el sabio Leví Marrero en el volumen 14 de su monumental obra "Cuba: Economía y Sociedad", con cita parcial del juicio del administrativista de la época D. Félix Erenchun (autor de unos Anales de la Isla de Cuba, publicados en 5 volúmenes entre 1855 y 1857), de esta manera: "Más allá de sus funciones judiciales, las Audiencias indianas actuarían en el campo gubernativo como consejeras del Virrey o de los Gobernadores, mediante la institución del Real Acuerdo, que "permitía también a las Audiencias expedir órdenes generales (autos acordados) relativos a la administración de justicia, ya sea porque la urgencia con que lo demandan las públicas necesidades no dan lugar  para acudir al legislador que reside en la metrópoli, ya porque su carácter reglamentario y judicial las hace más propias de las autoridades insulares que de las metropolitanas".
         “Ítem más, a partir de la reversión al Estado ordenada por el gobierno de Madrid (por Real Decreto de 27 de julio de 1859) de la designación de cargos municipales, los Capitanes Generales de Cuba (además de conservar sus atribuciones de gobernador de plaza sitiada) designaban directamente a los alcaldes municipales, cuyas reuniones semanales debían ser presididas por los gobernadores y tenientes gobernadores, cargos éstos reservados al estamento militar.”
            Como dejó señalado magistralmente el Capitán del Ejército Libertador Joaquín Llaverías en su libro sobre la Comisión Militar Ejecutiva y Permanente de la Isla de Cuba (publicado en 1929 por la Academia de la Historia de Cuba), el entonces Capitán General Dionisio Vives ordenó el 4 de marzo de 1825 la constitución de dicha Comisión militar “que entienda y juzgue los delitos de los declarados con armas, papeles ó pasquines, ó  con hechos de cualquiera clase, enemigos de los legítimos derechos del trono, ó partidarios de la constitución, publicada en Cádiz en el mes de marzo del pasado año de 1812, de los que en parages públicos hablen contra la Soberanía de S.M., ó en fabor de la abolida constitución, de los que seduzcan, ó procuren seducir á otros, con el objeto de formar alguna partida, y de los que promueban alborotos que alteren la tranquilidad pública, cualquiera que sea su naturaleza, ó el pretexto de que se valgan para ello…” [véanse especialmente las páginas 12,13,14,15,67,68,69 y 70].
            Durante el segundo periodo de gobierno en Cuba de Domingo Dulce como Capitán General, en la edición del 13 de febrero de 1869 éste hizo publicar en la Gaceta de La Habana la relación de los delitos abarcados por la palabra “infidencia”. Eran éstos: la traición o lesa nación, la rebelión, la insurrección, la conspiración, la sedición, la receptación de rebeldes y criminales, la inteligencia con los enemigos, la coalición de jornaleros o trabajadores y ligas, las expresiones, gritos o voces subversivas o sediciosas, la propalación de noticias alarmantes, las manifestaciones, alegorías y todo lo demás que con fines políticos tienda a perturbar la tranquilidad y el orden público, o que de algún modo ataque la integridad nacional.
            Llama en particular la atención el hecho de que quedaban criminalizadas las huelgas, la mera expresión de opiniones o sentimientos contrarios al Régimen establecido –aunque no fueran acompañadas o seguidas de actos violentos contra personas o cosas-, la diseminación de rumores calificables de algo tan indefinido como “alarmantes”, las manifestaciones (¿de obra o de palabra, incluidos o no los desfiles públicos?), las alegorías –entre las cuales cabía iincluir desde las caricaturas y otros dibujos hasta las representaciones metafóricas-, y el muy indeterminado concepto contenido en la frase “todo lo demás que con fines políticos tienda a perturbar la tranquilidad y el orden público”.
            En esta circunstancia entra en la Historia el periodista español e hispanófilo Gonzalo de Castañón, quien había podido fundar en La Habana un periódico, “La Voz de Cuba”, y dirigirlo, gracias a los fondos reunidos por paisanos y allegados, Según su íntimo amigo, el historiador Justo Zaragoza, Castañón le manifestó en varias ocasiones su intención de desafiar a algún vocero insurrecto, lo que a la postre llevó a cabo retando a duelo al redactor José María Reyes, de “El Republicano” de Cayo Hueso, con motivo de un artículo con ataques a la integridad nacional, del que se había hecho éste responsable. Castañón se trasladó a Cayo Hueso con sus padrinos, pero Reyes no aceptó el reto. Sin embargo, Mateo Orozco, otro cubano, envió padrinos a Castañón, quien a su vez no aceptó este desafío. Encorajinado por el desplante, Orozco fue al hotel donde se hospedaba Castañón, se enzarzaron en un enfrentamiento, hubo disparos, y Castañón cayó muerto. Trasladado el cadáver del periodista español a La Habana, en esta capital se produjeron –a raíz de su entierro- incidentes y muertes violentas, incluido el asesinato de un estadounidense en el parque de Isabel II –hoy, Parque Central- a manos de un canario miembro del Cuerpo de Voluntarios –de aciaga memoria en la historia colonial de Cuba-. Aunque el asesino fue juzgado por un Consejo de Guerra, condenado a muerte y ejecutado con el visto bueno del Capitán General Caballero de Rodas, se sucedieron protestas de los elementos integristas, a quienes este Capitán General trató de apaciguar disponiendo la ejecución en garrote vil, a lo largo de los meses de mayo, junio y julio, de los patriotas cubanos Goicuría, Ayestarán y los hermanos Agüero.
            Como refiere el respetado sabio Ramiro Guerra y Sánchez, no sólo estas ejecuciones sino “Los métodos de extrema inhumanidad con que se llevaba adelante la guerra en Cuba, sin éxito efectivo, y la escandalosa inmoralidad imperante en la Isla, llegaron a producir quejas y protestas en el Congreso español”, amén de la bárbara conducta de las guerrillas proespañolas, Por otra parte, Caballero de Rodas se trasladó a Puerto Príncipe, en el Camagüey, so pretexto de la operaciones militares que se desarrollaban allí.
            Durante el resto del año 1870, la deslustrada marcha de la guerra para el régimen colonial desembocó en el relevo de Caballero de Rodas y su sustitución por el conde de Valmaseda, mientras que el nuevo Ministro de Ultramar, Segismundo Moret, intentaba emprender negociaciones secretas y discretas con el Gobierno de Carlos Manuel de Céspedes, con vista a una pacificación. Cumplidos diez meses en su nuevo cargo, Valmaseda comprobaba cómo la guerra con los sublevados iba a peor para los intereses peninsulares y cómo crecía el enorme disgusto de Voluntarios, comerciantes, directores de periódicos, integristas agrupados en los llamados Casinos españoles, los empleados subalternos de la Administración colonial, y otros elementos que actualmente se calificarían como extremistas –cada uno de todos ellos, en razón de sus intereses personales, que veían amenazados por las reivindicaciones de los sublevados-.
            Entre enero y noviembre de 1871, la exaltación de los ánimos de estos elementos, por otra parte muy influyentes en la sociedad insular, fue elevándose continuamente. Como ha escrito Ramiro Guerra en torno al fusilamiento de los Estudiantes de Medicina [véase el tomo V de la “Historia de la Nación Cubana”, pp.152 y siguientes, La Habana, 1952], “Respecto de los hechos..no hay duda alguna…El arresto de los estudiantes fue realizado por el gobernador López Roberts en persona, quien llevándose de falsos informes, acusó a los estudiantes de haber profanado la tumba de Castañón, ordenando el arresto de los mismos en el aula universitaria donde daban clases…” El general Romualdo Crespo, en funciones de Capitán General por encontrarse Valmaseda en Tunas, ordenó un gran desfile de Voluntarios, al que acudieron unos diez mil de ellos. Al final del desfile, varios centenares de Voluntarios reclamaron a gritos el castigo de los fementidamente acusados –dados por culpables sin la más mínima evidencia-, mediante su fusilamiento. Disconformes los Voluntarios con el fallo de un primer consejo de guerra, y a pesar de que el capitán valenciano Federico Capdevila realizase una magnífica pero infructuosa defensa de los acusados, a la una de la tarde del 27 de noviembre de 1871 un segundo consejo de guerra a cuya celebración consintió el general López Roberts condenó a muerte a los ocho jóvenes procesados. El general Crespo confirmó la sentencia y ordenó su inmediato cumplimiento. Según el historiador español Justo Zaragoza, los jóvenes “recibieron la triste nueva llenos de valor y de desconsoladora energía”. Unos minutos después de que el fiscal les anunciase en persona la sentencia, entraron en capilla durante media hora, y fueron pasados por las armas a las 5 de la tarde de ese mismo día.
            En las palabras de Ramiro Guerra y Sánchez, “Con el fracaso de los crueles e inhumanos métodos de Valmaseda producíase el de la profundamente despechada y rencorosa clase media. El bárbaro fusilamiento de los estudiantes vino a marcar la culminación de la furia exterminadora  de dicha clase, estrellada contra la indomable resolución del cubano ansioso de su independencia, representada en el momento de la gran crisis histórica marcada en 27 de noviembre de 1871, por los ocho jóvenes estudiantes imberbes, llenos de valor y de energía, según testificaron para la posteridad sus victimarios, frente el piquete del fusilamiento…”, colocados de espaldas y de rodillas, frente a un paredón de La Punta, en la bocana de la bahía habanera.          

                        

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