Dr. Salvador Larrúa
¿Qué significa la Navidad?
Todos los años, cuando llega la noche del 24 al 25 de diciembre, reunidos en familia, millones de
hombres, mujeres y niños cristianos en todo el Mundo recuerdan que en una noche igual, hace
2016 años, vino al Mundo un Niño a quien pusieron como nombre Jesús, y que ese Niño, Hijo de
Dios, dividió en dos la historia humana. Antes de su nacimiento, la historia del hombre era una
narración interminable de guerras, despojos, muerte y terror, presidida por el odio, el
resentimiento y la revancha. Después de su nacimiento, comenzó a aparecer el Amor en la
historia. Y con el Amor llegaron el perdón, la reconciliación, el diálogo y la comprensión.
Y la historia de amor fue tan fuerte que comenzó a cambiar la faz de la tierra. Hasta el nacimiento
de Jesús, había prevalecido el terror miserable y espantoso de la muerte, convertido en siniestra
manifestación cultural que aún se mantiene vigente, después de él, comenzó a reinar la
Resurrección y el imperio del amor entre los hombres para dar inicio, por medio de la fe, a la
cultura de la esperanza y de la vida.
Los enemigos de la Navidad
Los enemigos de la Navidad han intentado destruirla de muchas formas. Una de las más
peligrosas es la que tiende a convertir la Navidad en una fiesta profana, de consumo desaforado y
borracheras sin ningún sentido religioso, porque si la Navidad fuera sólo un pretexto para el
grosero espectáculo de jolgorio que exhiben los más vulgares y ruidosos, sería mejor cancelarla, y
en eso consiste la estrategia del enemigo, que es la de repudiar la realidad no por lo que ella es,
sino porque ellos mismos la convirtieron en una fiesta pagana, tonta y superficial…
Ocurre que si quitamos o negamos lo esencial de la Navidad, o sea, la Buena Noticia de que Dios
Nuestro Señor se hizo presente entre nosotros para traernos la Redención, lo que queda puede ser
agradable o superficial y en ambos casos falto de autenticidad, o se trata de una torpe
manifestación de pobreza intelectual y moral. Repito que para llegar a esa siniestra conclusión
hace falta negar lo esencial, o sea, que la Navidad es la conmemoración del nacimiento de un
hombre, Jesús de Nazaret, que era Dios al mismo tiempo que hombre, y que vino al Mundo para
dar sentido a nuestras vidas y hacerlas eternas, y cubrir con el más ominoso de los silencios la
actitud de millones y millones de personas de buena voluntad que en todo el Mundo celebran la
Navidad de forma sosegada, familiar, religiosa y auténtica.
Nada tiene más sentido que festejar la Navidad verdadera, despojada de todo lo inconveniente,
banal y superfluo, El resentimiento contra todo lo noble y excelente es la más nefasta patología
que un hombre y un pueblo pueden padecer.
Hace poco llegó la preocupante noticia de una película —«La brújula dorada»— supuestamente
para niños, basada en un libro escrito por un enemigo de Dios. No un enemigo insignificante,
como lo somos todos algunas veces cuando le volvemos la espalda, porque hablamos de un
enemigo declarado, un fanático militante del ateísmo, que en una trilogía de libros termina
presentando, como final feliz, al hombre matando a Dios para librarse de Él.
Esto, aunque debe preocuparnos y ocuparnos, no debe extrañarnos. La presencia de Dios en el
mundo siempre ha provocado intenciones de matarlo. Desde el arrebato momentáneo de Herodes,
hasta la Ilustración, la masonería o el comunismo, con campañas permanentes a nivel
internacional. En España, en Cuba y en otros muchos lugares se ha probado con cárcel, balas,
calumnias, campañas periodísticas, leyes, programas educativos... Hoy este empeño es como una
plaga extendida por el mundo que convive con la humanidad y que brota en cualquier momento
de cualquier nauseabundo agujero. Hoy a Cristo ya no se le puede volver a matar, pero sí se
puede matar su presencia entre nosotros. Es una guerra sin tregua fuera y dentro de cada uno.
Pero Cristo dejó en el mundo una Madre, la Iglesia, que pueda seguirlo engendrando diariamente.
Cristo renace de la Iglesia en cada sacramento, en cada conversión, en cada prédica, en cada
catequesis, en cada acto de amor, en cada oración fervorosa. Para mantenerse vivo en nosotros,
necesita renacer una y otra vez en nuestro corazón, en nuestras familias, en nuestros grupos, en
nuestras instituciones, en nuestras naciones. Por eso la Iglesia nos ofrece la Navidad.
La Navidad no es simplemente recordar con alegría aquel glorioso momento en que Dios se hace
niño entre nosotros. Es actualizar el misterio. Es hacernos el propósito de que Cristo vuelva a
nacer todos los días en el oscuro y sucio portal, en nuestras almas pecadoras, en nuestro ambiente
corrompido, en nuestro mundo secularizado, y que igual que el pesebre se llenó de luz y de calor,
nuestras vidas y nuestro mundo se llenen de la gracia y de la luz de Cristo. No importa lo densas
que sean las tinieblas o incómodo el lugar. Cristo puede volver a nacer dondequiera que María es
recibida y un José acondiciona el pesebre.
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