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Carlos Benítez Villodres
Málaga
Defiendo al hombre que ansía cambiar de vida para vivir dignamente, aunque para ello precise exponer su vida en el camino que ha de recorrer. Defiendo al hombre que es embaucado, explotado, por déspotas y subyugadores y traficantes mafiosos de todo tipo Defiendo al hombre que anhela encontrar estímulos para enriquecer su intelecto; al hombre que vive según los dictados de su conciencia, que cultiva la paz en su corazón y en el mundo… Defiendo al hombre que sabe que su patria es el lenguaje que usa para comunicarse con los demás, pero a sabiendas de que un aluvión de palabras, producto de una elocuencia inútil, inconsciente y confusa no lleva a parte alguna. Defiendo al hombre que execra la mentalidad absolutista, la que no acepta la diversidad de voces y de opiniones, sino solo la suya o la de su amo y señor, repitiendo, en este caso, hasta la saciedad lo que este manifiesta privada o públicamente. Sí, defiendo al hombre que lucha día a día, desde la dignidad y las libertades, el respeto y la serenidad, la comprensión y el entendimiento, la solidaridad y la tolerancia…, para que todos los seres humanos vivamos, como hermanos bienavenidos, en paz y en igualdad y en progreso continuo. No olvidemos nunca que quien nada tiene o tiene poco es campo abonado para el avasallamiento por parte de aquellos que tienen la vulgaridad por ley.
Una inmensa parte del mundo actual se me revela en el ejercicio continuado de una irracionalidad apabullante que impide la buena marcha del hombre sobre los caminos del tiempo. Esa mayoría de individuos es consciente de que “todo calor, toda bondad, dice Tonio Kröger, toda fuerza nace del amor a lo humano”, sin embargo, vive de espalda a esta expresión toda luz del escritor alemán.
La mentira y la mediocridad y la masificación reinan en nuestro planeta. Un triunvirato devastador que inculca al hombre, desde su infancia, cómo combatir contra el hermano indefenso, martirizándolo y silenciándolo hasta dejarlo completamente exánime, sin la más mínima energía para levantarse. Por desgracia, estamos tan habituados a esta clase de guerrillas, de escaramuzas, de traiciones…, que no nos conmueve ni nos sensibiliza porque creemos a pies juntillas que actuamos según los criterios de la normalidad establecida.
Tal y como se desarrolla la vida actual, los poderes han logrado que un sinnúmero de personas haya perdido su propia autenticidad, si es que alguna vez tuvo conciencia de la misma. Por ello, mientras no la recupere o la engendre con suma convicción, la revolución interna que cada individuo de esta plebe necesita llevar a cabo será abortada, desde su semilla, por los patriarcas de siempre.
El ciudadano de hoy se ha acostumbrado a vivir con absoluta indiferencia ante todas las realidades del mundo. Estas le resbalan al igual que el agua sobre una tierra impermeable. Es más cómodo dejarse arrastrar por la corriente imperante o por el borreguismo a la nueva usanza que profundizar en las cuestiones vitales que le incumbe directa o indirectamente o en aquellas otras que atañen a otro individuo, a otras sociedades, a otros pueblos. ¿Quién censura actualmente el bestial apetito de dinero que tiene una infinidad de individuos, la Banca, las grandes empresas, las multinacionales…? ¿Quién se preocupa por elevar y defender la dignidad humana de aquellos hermanos que carecen de ella porque otros se la han incinerado? ¿Quién dice la verdad sobre cualquier tema trascendental para la óptima convivencia entre los miembros de una sociedad, entre los ciudadanos de una comunidad o de un país, entre los pueblos y naciones del orbe? ¿Quién siente en el interior de su ser ese descontento que tiene otra persona que es incapaz de escapar de la vergüenza y del odio hacia sí misma? ¿Quién valora la vida? ¿Y su vida? ¡Quién!
Ciertamente, existen incontables personas, sobre este mundo de rosas y espinos, que luchan día a día por los hermanos, que sufren, en su cuerpo y en su alma, las profundas puñaladas y traiciones y ninguneos de los poderosos. Por eso, defiendo a estos peregrinos que buscan un lugar para vivir dignamente y alcanzar las metas que en sus países de origen jamás encontraron. Son los menos los que conseguirán vivir la vida con gozo, con firmeza, con un trabajo bien o mal remunerado, pero con un trabajo que le sirva para que su economía prospere y para que su autoestima, ahora no la tienen ni en semillas, crezca hasta más allá de los universos.
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