Gastón Baquero en Salamanca (foto de A. P. Alencart, 1993) |
POR:
RAFAEL ROJAS
Hay en la poesía de Gastón Baquero un trasfondo narrativo
o dramatúrgico que emerge por medio de escenas y retratos de la historia y la
literatura universales. A diferencia de su gran amigo José Lezama Lima, Baquero
no estudió derecho sino ingeniería agrónoma. Uno de sus primeros folletos en
prosa fue Pro-defensa del derecho de propiedad (1945), en el que reunía tres
artículos suyos en Diario de la Marina, donde afirmaba las premisas liberales
sobre tenencia de la tierra ante un denodado reformismo agrario, que ascendía
en Cuba desde los años 20. Pero las imágenes históricas en la poesía y la prosa
de Baquero provienen de un acervo muy parecido al de Lezama.
Desde sus primeros textos, ese acervo endeudado con
lecturas de historia sagrada y antigua, se expone como carta de presentación
del poeta. En “Palabras escritas en la arena por un inocente”, incluido en su
primer cuaderno, Poemas (1942), el poeta se presenta como arquetipo de la inocencia
frente al “doctor”: una suerte de terapeuta anti-psicoanalítico, que luego de
diagnosticarlo con la enfermedad de la “inocencia idiota, inofensiva, útil e
ignorante del arte de escribir”, recomienda al paciente “volver a dormirse”
(Baquero, 1998, p. 43). El personaje del “doctor”, que dice no llamarse
Protágoras sino Anselmo, en una evidente contraposición entre el sofismo griego
y la teología escolástica, encarna un saber adquirido, al que el inocente
deberá llegar a través de la escritura, es decir, de la poesía. La forma
primigenia de ese saber es la “historia de la antigüedad”:
“En la antigüedad está parado Julio César con Cleopatra
en los brazos.
Y César está en los brazos de Alejandro.
Y Alejandro está en los brazos de Aristóteles
Y Aristóteles está en los brazos de Filipo.
Y Filipo está en los brazos de Ciro.
Y Ciro está en los brazos de Darío.
Y Darío está en los brazos del Helesponto.
Y el Helesponto está en los brazos del Nilo.
Y el Nilo está en la cuna del inocente David
Y David sonríe y canta en los brazos de las hijas del
Rey.” (Baquero, 1998, p. 44)
A través del inocente David, Baquero se desplaza de la
historia antigua a su otro archivo: la historia sagrada. Y de éste a la tercera
y definitiva fuente, que será la historia de la cristiandad. Otra escena
poderosa del poema nos ubica en tiempos del emperador Constantino, al año
siguiente del Edicto de Milán, cuando arranca la cristianización del imperio
romano. Baquero, que antes ha mencionado a la Emperatriz Faustina, a Juliano el
Apóstata y al Patriarca Cirilo, intenta captar el momento de fundación de la
Iglesia romana, como despertar del inocente al saber o, lo que es lo mismo, de
la poesía a la historia. Algunos versos de la escena, en los que el emperador
toma un jugo de fresa o acaricia un faisán, encierra una fórmula retórica –y
visual- que Baquero aprovechará a lo largo de toda su obra lírica:
“El Emperador Constantino sorbe ensimismado sus refrescos
de fresa.
Y oye los vagidos victoriosos del niño occidente.
Desde Alejandría le llegan sueños y entrañas de aves
tenebrosas como la herejía.
Pasan Paulino de Tiro y Patrófilo de Shitópolis.
Pasan Narciso de Nerontas, Teodoro de Laodicea, el
Patriarca Atanasio.
Y el Emperador Constantino acaricia los hombros de un
faisán.
Escucha embelesado la ascensión de Occidente.
Y monta caballo blanquísimo buscando a Arlés.
El primero de agosto del año trescientos catorce de
Cristo.
Sale el Emperador Constantino en busca de Arlés.
Lleva las bendiciones imperiales debajo de la toga.
Y el incienso y el agua en el filo de su espada.”
(Baquero, 1998, p. 52)
En su siguiente cuaderno, Saúl sobre su espada (1942), el
segundo y el último que publicará en Cuba, antes de exiliarse en España en
1959, el poeta se internaba en la historia sagrada. La fuente era el Primer
Libro de Samuel, del Antiguo Testamento, donde se narra la muerte del rey Saúl
y sus hijos. En la escena de la batalla contra los filisteos, Baquero vuelve a
ubicar a David, el arpista ungido, siempre contemplado por Saúl. David, “con
toda la frente colmada por el llanto ausente/ después de las montañas como una
reposada melodía/ alejado del reino donde las sombras andan” o “asomado a la
sombra de su cabello/ como el silencio oculto en el trepidar de la batalla/
asomado al balcón inerme de los ojos/ con el cortejo de liras y fúnebres
salterios”. (Baquero, 1998, p. 64)
El rostro de David contemplado por Saúl sirve a Baquero
para trasmitir la locura del rey, su fuga hacia la “furia tranquila de las
llamas”, en “busca de las cenizas de sus hijos” y, finalmente, su suicidio. El
exergo bíblico que presenta a Saúl como “vencido de Dios, lejano fundador de la
sangre que niega” es sólo un pretexto para introducir la invocación de la
pitonisa de Endor. Quien invoca es, en resumidas cuentas, el sobreviviente, es
decir, el heredero, David, como antecesor genealógico de Jesús. Tanto esos
primeros poemas, como otros dos sonetos, incluidos por Cintio Vitier en su
antología Diez poetas cubanos (1948), “Génesis” y “Nacimiento de Cristo”,
instalaban la poética de la historia de Baquero en el referente católico.
Llama la atención, sin embargo, que en algunos de sus
primeros ensayos sobre la poesía, Baquero prescindiera de ese referente. En
“Los enemigos del poeta” (1942) en Poeta y “Poesía y persona” (1943) en la
revista Clavileño, se utilizaban nociones cristianas como la del “sentimiento
de participación” –tan caro también a Lezama-, pero no se hablaba del diálogo
de la poesía con Dios sino con la “sustancia del universo” o con “la física o
la epopeya de lo que no es” o con una “escatología celeste”, siguiendo a
Horacio. (Baquero, 2015, pp. 3-8). Ya en ensayos de madurez, como “La poesía
como problema” (1960) o “La poesía como reconstrucción de los dioses y del
mundo” (1960), al año de su exilio en Madrid, Baquero abandonará aquel lenguaje
pitagórico juvenil por una idea más plenamente católica de la poesía como
“multiplicación de los gestos y las acciones de Dios” y, a partir de los casos
de Apollinaire, Eliot, Pound, Saint-John Perse, Valéry y Rilke, leídos desde el
prisma de Martin Heidegger en Hölderlin y la esencia de la poesía (1944),
hablará de un “regreso del carácter sagrado del poeta”. (Baquero, 2015, pp. 15,
18 y 24)
Lo que interesa aquí es identificar una técnica narrativa
y plástica en la primera poesía de Baquero que irá desplegándose hacia otras
imágenes históricas en su obra posterior. La articulación de escena y retrato,
en el ademán de Constantino sorbiendo su refresco de fresa o de Saúl dejando
caer su cuerpo sobre la espada, se repetirá en la poesía exiliada del cubano.
En el poema “Memorial de un testigo”, que da título al cuaderno de 1966, el
poeta testifica su presencia en episodios que resumían la creatividad de la
cultura occidental, como la composición de la “Cantata del café” de Bach o de
La flauta mágica de Mozart, la pintura de los frescos del Vaticano de Rafael o
la escritura de Elegía de Marienband de Goethe. (Baquero, 1998, pp. 106-107)
Tanto como algunos hitos de la cultura, interesaban a
Baquero los que Stefan Zweig llamaba “momentos estelares de la humanidad”: la
primera conversación de Julio César y Cleopatra, el entierro de Pascal, los
bailes de Luis XIV con sus calzones rojos, la derrota de Napoleón en Waterloo.
En un verso del poema, Baquero llamaba a esos saltos “subidas y bajadas en las
escaleras del tiempo”, como las de una criatura transhistórica que recorre como
un fantasma el devenir de la humanidad. En otro poema del mismo cuaderno,
“Relaciones y epitafio de Dylan Thomas”, hace un juego analógico similar, convirtiendo
al poeta galés en una suerte de Orlando woolfiano, hijo secreto de Gertrude
Stein y Bertolt Brecht, biznieto de Nietzsche, sobrino de Hemingway, novio de
Rimbaud, valet de chambre de Isidore Ducase, robafichas de Dostoievski en Baden
Baden, office boy de Strinberg y taquígrafo de Henry Miller y Ezra Pound.
(Baquero, 1998, p. 139)
En la poesía de Baquero, a veces la escena es el
subterfugio y el retrato la finalidad. Como en las siluetas de san Pablo,
Nefertiti, Jean Cocteau o el Barón de Humperdansk, con su “cara granítica” y
sus ojos clavados en “el parque de abetos que rodeaba el castillo”. (Baquero,
1998, p. 163). O como en el estremecedor soneto, “Epicedio para Lezama”,
escrito tras la muerte del autor de Paradiso en 1976 e incluido en Magias e
invenciones (1984), donde el amigo aparece como “reverso de Epiménides,
ensimismado”, que “contemplaba el muro y su misterio” y “sorbía, por la imagen
de ciervo alebrestado/ del unicornio gris el claro imperio”. Esta última
noción, imperio, acogía en Lezama y en Baquero alusiones a una cultura y un
saber propios, es decir, a una soberanía intelectual, de pocos equivalentes en
América Latina: Borges, Reyes, Paz y alguien más. (Baquero, 1998, p. 158)
La “transustanciación de lo que es”, a que aludía Baquero
en sus primeros ensayos, se manifiesta en estos retratos. Como en la “charada”
que dedica a Lydia Cabrera, en la que el uno caballo, el dos mariposa y el tres
marinero se confunden y metamorfosean. El poeta escribió aquella charada, que
también dedicó en carta “a Gerardo Diego por sus días habaneros”, en 1968.
(Baquero, 2014, p. 216). Pero desde 1955, cuando celebró la aparición de El
Monte de la importante antropóloga cubana, en Diario de la Marina, Baquero
advertía la poderosa significación de la numerología y el bestiario, la
“animalia vernácula y el repertorio de fórmulas” de los cultos afrocubanos. El
retrato de Cabrera como “criolla laboriosa” contenía un mentís al Conde de
Keyserling en el sentido de que para encontrarse a uno mismo no había que dar
la vuelta al mundo sino adentrarse en lo propio. (Baquero, 2015, pp. 128-129)
Tal vez, el mejor equilibrio entre retrato y escena no se
encuentre en sus poemas a Lezama o Cabrera sino en la emblemática composición
“Marcel Proust pasea en barca por la bahía de Corinto” (1973), también incluida
en Magias e invenciones. Desde los primeros ensayos del poeta cubano se
establecía una tensión entre aquellas fuentes del saber, ligadas a la historia
antigua y sagrada, y la literatura moderna del siglo XIX y, sobre todo, el XX,
personificada en poetas como T. S. Eliot y Ezra Pound y narradores como Thomas
Mann y Marcel Proust. Lo que intenta Baquero en este poema es una
reconciliación entre esas coordenadas que, equivocadamente, algunos de sus
contemporáneos entendían en pugna.
No es Proust el protagonista del poema sino el viejo
filósofo presocrático Anaximandro de Mileto quien, rodeado por las muchachas
más bellas y florecidas de Corinto, intenta resguardarse del sol con una
sombrilla mitad verde, mitad azul. El anciano había enmudecido, nada pensaba y
nada decía: sus viejas elucubraciones sobre el principio o arjé de la
naturaleza se habían adormecido en su mente. Su única preocupación parecía ser
la correcta postura del quitasol verdiazul que lo resguardaba del sol, frente a
las muchachas de Corinto. De pronto, al final del poema, Baquero ubica a un
hombrecito que atraviesa remando la bahía, “con fatigada tenacidad de
asmático”. Al verlo acercarse, con la mirada fija en la sobrilla de
Anaximandro, el filósofo sonríe. Es entonces que Baquero, sólo al final de la
pieza, introduce plenamente a Proust en la trama:
“Esa noche, poco antes de irse a dormir,
Marcelo Proust gritaba exaltado desde su habitación:
“Madre, tráigame más papel, traiga todo el papel que
pueda.
Voy a comenzar un nuevo capítulo de mi obra.
Voy a titularlo: “A la sombra de las muchachas en flor”.”
(Baquero, 1998, p. 162)
Rodríguez Coronel, Bergasa, Baquero y Alencart, en el Aula Salinas de la Universidad de Salamanca
(1992,foto de Jacqueline Alencar)
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