Retrato de Gastón Baquero, obra de Miguel Elías (Salamanca, 2014) |
POR: RAFAEL ROJAS
Como el anciano filósofo milesio, la poesía del viejo
exiliado cubano pareció aferrarse a aquel formato de la escena y el retrato.
Varios de los textos reunidos en su último cuaderno, Poemas invisibles (1991),
instalaban aquellos divertimentos narrativos en la marca personal de una
escritura. En “Con Vallejo en París –mientras llueve”, el trueque de los
arquetipos que constantemente produce Baquero mezcla las figuras del poeta
peruano, el patriarca Abraham y el emperador Julio César. También Vallejo es
llamado Adán o Abel, en un momento del poema, toda vez que Baquero quiere
trasmitir el mensaje de que el autor de Trilce fue una suerte de primer hombre
o espécimen que resumía la capacidad de dolor –“pararrayos del sufrimiento”,
dice- de todo el género humano. (Baquero, 1998, p. 250). Antes, en un conocido
ensayo sobre Vallejo, el poeta cubano había definido al peruano como “el poeta
puro de América”: un “indio tenaz que hizo una política relativa al diálogo con
Dios” y que, sin hacer “americanismo, en el sentido folklorista, es el más
representativo de lo americano”. (Baquero, 2015, p. 381).
Otra pieza similar, también de tema latinoamericano, es
“Manuela Sáenz baila con Giuseppe Garibaldi el rigodón final de la existencia”.
Gastón Baquero fue un gran lector de libros de historia de América Latina. Su
interés por el proceso de conquista, colonización y evangelización de las
civilizaciones prehispánicas, por la epopeya de la independencia de los viejos
virreinatos borbónicos y por toda la literatura regional se plasmó en los
ensayos de su volumen Indios, blancos y negros en el caldero de América (1991)
y en el apartado “Escritores hispanoamericanos de hoy”, incluido en el libro de
prosas que Alfonso Ortega Carmona y Alfredo Pérez Alencart compilaron para la
Fundación Central Hispano en 1995. (Baquero, 1991, pp. 15-18; Baquero, 1995,
pp. 152-190)
En “Evocación de Bolívar”, un texto escrito en 1963, con
motivo del bicentenario del Libertador, Baquero seguía la costumbre de pensar
al caraqueño como segundo Colón de las Américas. La grandeza de Bolívar, como
pensador y estadista, era incontrovertible según el poeta cubano. Pero a esa admiración
republicana, agregaba Baquero algunas observaciones propias de una poética de
la historia, similar a la de Lezama Lima, Eliseo Diego y otros poetas del grupo
Orígenes. Apuntaba, por ejemplo, que el caballo de Bolívar había bebido las
aguas del Amazonas, el Orinoco y el Plata, y sugería que esa confluencia de
grandes ríos, en el estómago del animal, pasó a la sangre del prócer caraqueño
por las piernas. Bolívar, además, era grande por su “infortunio”, por una
soledad y un sufrimiento finales, parecidos a los de José Martí, que
cristianizaban al padre de las repúblicas americanas. Y hasta se tomaba Baquero
la licencia de introducir “un tema en imprudencia”, el de María Mancebo, la
nodriza cubana que amamantó al hijo de doña Concepción Palacios. (Baquero,
1991, pp. 163-172; Baquero, 1995, pp. 191-204)
En aquellas pesquisas bolivarianas, Baquero dio con un
Epistolario de Manuelita Sáenz, editado por el Banco Central de Ecuador, que le
reveló una personalidad hasta entonces desconocida por el cubano. En una prosa
titulada “La verdadera Manuelita Sáenz” el poeta dio cuenta de aquella
sorpresa, aquilatando la cultura y el discernimiento político de la quiteña,
amante y colaboradora de Bolívar. (Baquero, 2014, pp. 191-194) Hasta se tomaba
Baquero la libertad de cuestionar el machismo de José Martí, quien echaba en
falta la feminidad de Gertrudis Gómez de Avellaneda, por sus vastos dones
intelectuales. A Baquero, en cambio, le parecía sensual la mezcla de sabiduría
y coraje de Manuela Sáenz y se pregunta por el misterio de la separación final
entre el Libertador y su amante, luego de que ésta le salvara la vida en el
Palacio de San Carlos de Bogotá, en 1828.
En su poema, Baquero sitúa a Manuelita en su exilio final
en la playa de Paita en Perú, a donde fue a parar, expulsada de Quito por el
severo republicano Vicente Rocafuerte en 1835. A esa playa, donde también vivió
sus últimos días otro íntimo de Bolívar, su maestro Simón Rodríguez, llegó en
1851 el patriota italiano Giuseppe Garibaldi, en su segundo viaje a América. La
escena, narrada en las memorias del propio Garibaldi y recreadas por el
biógrafo Víctor Wolfgang von Hagen, en el clásico Las cuatro estaciones de
Manuela (1953), sirve a Baquero para fantasear con un deseo de posesión sexual,
de Manuela por Garibaldi: “Mi nombre es Garibaldi, dijo, vengo a besar su mano,
vengo a que me deje contemplarla desnuda, acariciar lo que Él adoró”. Y
continúa: “Dante nos ha enseñado a desposarnos con lo inalcanzable, con todo lo
prohibido. Voy a desnudarme, señora, para yacer junto a usted. Quiero que su
cuerpo pase al mío el calor de aquel Hombre, su furia infantil para hacer el
amor, su sed nunca saciada de poseerla a usted en cuerpo y alma y cubrirla de
hijos”. (Baquero, 1998, p. 261). Sólo que, como anotaba Ricardo Palma en una de
sus Tradiciones peruanas, Manuelita Sáenz tenía por entonces 56 años y yacía
paralítica, acompañada de su leal amigo Simón Rodríguez.
La misma estructura de una cápsula narrativa, poetizada,
leemos en “Oscar Wilde dicta en Montmartre a Toulouse-Lautrec la receta del
cocktail bebido la noche antes en el salón de Sarah Bernhardt”, también
incluido en Poemas invisibles (1991). Baquero tomaba la anécdota de un escrito
de Roland Dorgelès, en el que se describía una cena en casa de la Bernhardt, en
París, donde Wilde, a petición de la actriz, reveló la fórmula de un “raro”
brebaje al “dulce” pintor. El poema de Baquero era, estrictamente, la receta:
zumo de limón verde de Martinica y de piña de Barbados, “cultivada por brujos
mexicanos”; elixir de Maracuyá y ron de Guayana… Según avanzaba la descripción
de Wilde, la bebida se volvía otra cosa: una pócima mágica, un néctar de culto.
Había que agregar “dos gotas de licor seminal de un adolescente, otras dos de
leche tibia de cabra de Surinam, dos o tres adarmes de elixir de ajonjolí”. La
ironía se reservaba para el final, cuando Wilde decía: “Y nada más, eso es
todo: eso, Señor de Toulouse, es tan simple como bailar un cancán en las
orillas del Sena”. (Baquero, 1998, p. 266)
Otro poema más de aquel último cuaderno de Baquero,
“Luigia Polzelli mira de soslayo a su amante, y sonríe”, expone la picardía y
el humor, que se afinaban en la vejez del poeta. El cubano sugiere que la
esposa de Joseph Haydn era deseada por un archiduque, suponemos, de la casa Esterhazy,
a quien llama Teobaldo el Giboso o Teobaldo el de la Giba. Un momento hilarante
del poema es cuando el príncipe, luego de encargarle a Haydn una ópera sobre un
“hombre feliz a quien su mujer lo engaña”, desnuda con la mirada a la esposa
del maestro y “salta de cortina en cortina como un sapo por el largo pasillo”,
persiguiendo a la bella Luigia Polzelli. (Baquero, 1998, p. 267) La dramaturgia
de Baquero, en aquellas composiciones, adquiere un tono bufo o de opereta, que
recuerda por momentos, ya no a Lezama o a Diego, sino a Virgilio Piñera,
Guillermo Cabrera Infante y Reinaldo Arenas.
La poética de la historia que se plasma en estos poemas
de Baquero está mayormente localizada en Europa. Pero África y América son
enclaves siempre a la mano en la cartografía mental del cubano. Si en el poema
“Memorial de un testigo” Baquero se imagina dentro de un linaje refinado de la
cultura occidental, en otras composiciones como “Negros y gitanos vuelan por el
cielo de Sevilla” o “Invitación a Kenia”, festeja la civilización y el
“lenguaje del tacón”, el continente de los leopardos bajo la luna. África está
más impresa en la poesía y la prosa de Baquero de lo que tradicionalmente
reconoce una crítica, que extiende los prejuicios raciales de algunos poetas de
Orígenes a todos los escritores cercanos a Lezama.
Hierro, Baquero y Ortega Carmona (Foto de A. P. Alencart, 1993) |
“Nada escapó a su avidez de estudioso y compromiso con
Dios y la Historia”, dice Alberto Díaz-Díaz, uno de sus más constantes
estudiosos. (Baquero, 2014, p. 15) Pero insiste el editor de los ensayos del
cubano en asumirlo, ante todo, como hispanista. ¿Es suficiente esa definición
para captar la poética de la historia del autor de Memorial de un testigo? No
lo creo. Es cierto que en muchos de sus ensayos, Baquero muestra la inclinación
a registrar el momento del contacto con España de varios letrados de mediados
de siglo, como Arturo Farinelli, Maurice Barrès y Paul Claudel, tratando de
encontrar en algún núcleo de lo hispano-católico la esencia de la cultura
mediterránea. (Baquero, 2014, pp. 66, 106 y 121) Pero las resonancias de
Baquero desbordan ese territorio: ahí está su admiración por los grandes
modernistas americanos, Eliot y Pound, o sus lecturas de clásicos alemanes como
Goethe y Mann.
En todo caso, cualquier dibujo de la cartografía
espiritual de Baquero no podría desentenderse del profundo americanismo que
recorre su poesía y su prosa. Un americanismo que atisba el momento en que el
Inca Garcilaso de la Vega, en un rincón de Córdoba, se sienta a escribir los
Comentarios reales y la Historia general del Perú, como testimonio de la mezcla
de razas e ideas que se fraguó entre España y América. Si Baquero piensa a
Francia desde España también piensa la península desde América, como prueban
sus notas sobre las estancias americanas de Ramón Menéndez Pidal y Manuel Gómez
Moreno en Buenos Aires, Lima o Quito. Baquero comprende que el concepto de “lo
americano implica una disrupción con Europa”, pero supone que esa tensión
comienza con la propia España. (Baquero, 2014, p. 150)
El peso de la hispanidad en el americanismo de Baquero lo
lleva a hacer afirmaciones insostenibles, como la de que el “sentimiento de
independencia” de Bolívar “no tiene un origen norteamericano o francés: es
netamente español” (Baquero, 2014, p. 150). O a recaer en la rancia genealogía de
un separatismo republicano de espíritu hispánico, más heredero de Hernán Cortés
y los conquistadores que del pensamiento ilustrado y liberal del siglo XVIII.
Pero el americanismo se recobra en las peregrinaciones imaginarias a las
batallas de Ayacucho y Carabobo y a las bibliotecas de Andrés Bello, Gregorio
Gutiérrez González y Miguel Antonio Caro, donde leyó la celebración física y
espiritual del Nuevo Mundo.
La poética de la historia de Gastón Baquero, en verso y
prosa, atraviesa las coordenadas de Estados Unidos y América Latina, Europa y
África, y postula un lugar para la rememoración del orbe por medio de la
escritura. Hay algo oceánico y viajero en ese empeño que inevitablemente habrá
que asociar con la experiencia de un escritor cubano que a sus 45 años, en
pleno reconocimiento y creatividad, se ve obligado a exiliarse en el Madrid del
franquismo tardío y, desde allí, proyectar su obra. A pesar de aquel
desplazamiento vital, la escritura de Gastón Baquero siguió una ascensión
circular que lega una de las miradas más abarcadoras al cruce de letras en el
Atlántico del siglo XX.
*Este ensayo es un capítulo del libro Viajes del saber.
Ensayos sobre lectura y traducción en Cuba, Leiden, Almenara, 2018.
No hay comentarios:
Publicar un comentario