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martes, 15 de enero de 2019

Gastón Baquero sube y baja las escaleras del tiempo


 Retrato de Gastón Baquero, obra de Miguel Elías (Salamanca, 2014)


POR: RAFAEL ROJAS

Como el anciano filósofo milesio, la poesía del viejo exiliado cubano pareció aferrarse a aquel formato de la escena y el retrato. Varios de los textos reunidos en su último cuaderno, Poemas invisibles (1991), instalaban aquellos divertimentos narrativos en la marca personal de una escritura. En “Con Vallejo en París –mientras llueve”, el trueque de los arquetipos que constantemente produce Baquero mezcla las figuras del poeta peruano, el patriarca Abraham y el emperador Julio César. También Vallejo es llamado Adán o Abel, en un momento del poema, toda vez que Baquero quiere trasmitir el mensaje de que el autor de Trilce fue una suerte de primer hombre o espécimen que resumía la capacidad de dolor –“pararrayos del sufrimiento”, dice- de todo el género humano. (Baquero, 1998, p. 250). Antes, en un conocido ensayo sobre Vallejo, el poeta cubano había definido al peruano como “el poeta puro de América”: un “indio tenaz que hizo una política relativa al diálogo con Dios” y que, sin hacer “americanismo, en el sentido folklorista, es el más representativo de lo americano”. (Baquero, 2015, p. 381).

Otra pieza similar, también de tema latinoamericano, es “Manuela Sáenz baila con Giuseppe Garibaldi el rigodón final de la existencia”. Gastón Baquero fue un gran lector de libros de historia de América Latina. Su interés por el proceso de conquista, colonización y evangelización de las civilizaciones prehispánicas, por la epopeya de la independencia de los viejos virreinatos borbónicos y por toda la literatura regional se plasmó en los ensayos de su volumen Indios, blancos y negros en el caldero de América (1991) y en el apartado “Escritores hispanoamericanos de hoy”, incluido en el libro de prosas que Alfonso Ortega Carmona y Alfredo Pérez Alencart compilaron para la Fundación Central Hispano en 1995. (Baquero, 1991, pp. 15-18; Baquero, 1995, pp. 152-190)

En “Evocación de Bolívar”, un texto escrito en 1963, con motivo del bicentenario del Libertador, Baquero seguía la costumbre de pensar al caraqueño como segundo Colón de las Américas. La grandeza de Bolívar, como pensador y estadista, era incontrovertible según el poeta cubano. Pero a esa admiración republicana, agregaba Baquero algunas observaciones propias de una poética de la historia, similar a la de Lezama Lima, Eliseo Diego y otros poetas del grupo Orígenes. Apuntaba, por ejemplo, que el caballo de Bolívar había bebido las aguas del Amazonas, el Orinoco y el Plata, y sugería que esa confluencia de grandes ríos, en el estómago del animal, pasó a la sangre del prócer caraqueño por las piernas. Bolívar, además, era grande por su “infortunio”, por una soledad y un sufrimiento finales, parecidos a los de José Martí, que cristianizaban al padre de las repúblicas americanas. Y hasta se tomaba Baquero la licencia de introducir “un tema en imprudencia”, el de María Mancebo, la nodriza cubana que amamantó al hijo de doña Concepción Palacios. (Baquero, 1991, pp. 163-172; Baquero, 1995, pp. 191-204)

En aquellas pesquisas bolivarianas, Baquero dio con un Epistolario de Manuelita Sáenz, editado por el Banco Central de Ecuador, que le reveló una personalidad hasta entonces desconocida por el cubano. En una prosa titulada “La verdadera Manuelita Sáenz” el poeta dio cuenta de aquella sorpresa, aquilatando la cultura y el discernimiento político de la quiteña, amante y colaboradora de Bolívar. (Baquero, 2014, pp. 191-194) Hasta se tomaba Baquero la libertad de cuestionar el machismo de José Martí, quien echaba en falta la feminidad de Gertrudis Gómez de Avellaneda, por sus vastos dones intelectuales. A Baquero, en cambio, le parecía sensual la mezcla de sabiduría y coraje de Manuela Sáenz y se pregunta por el misterio de la separación final entre el Libertador y su amante, luego de que ésta le salvara la vida en el Palacio de San Carlos de Bogotá, en 1828.

En su poema, Baquero sitúa a Manuelita en su exilio final en la playa de Paita en Perú, a donde fue a parar, expulsada de Quito por el severo republicano Vicente Rocafuerte en 1835. A esa playa, donde también vivió sus últimos días otro íntimo de Bolívar, su maestro Simón Rodríguez, llegó en 1851 el patriota italiano Giuseppe Garibaldi, en su segundo viaje a América. La escena, narrada en las memorias del propio Garibaldi y recreadas por el biógrafo Víctor Wolfgang von Hagen, en el clásico Las cuatro estaciones de Manuela (1953), sirve a Baquero para fantasear con un deseo de posesión sexual, de Manuela por Garibaldi: “Mi nombre es Garibaldi, dijo, vengo a besar su mano, vengo a que me deje contemplarla desnuda, acariciar lo que Él adoró”. Y continúa: “Dante nos ha enseñado a desposarnos con lo inalcanzable, con todo lo prohibido. Voy a desnudarme, señora, para yacer junto a usted. Quiero que su cuerpo pase al mío el calor de aquel Hombre, su furia infantil para hacer el amor, su sed nunca saciada de poseerla a usted en cuerpo y alma y cubrirla de hijos”. (Baquero, 1998, p. 261). Sólo que, como anotaba Ricardo Palma en una de sus Tradiciones peruanas, Manuelita Sáenz tenía por entonces 56 años y yacía paralítica, acompañada de su leal amigo Simón Rodríguez.

La misma estructura de una cápsula narrativa, poetizada, leemos en “Oscar Wilde dicta en Montmartre a Toulouse-Lautrec la receta del cocktail bebido la noche antes en el salón de Sarah Bernhardt”, también incluido en Poemas invisibles (1991). Baquero tomaba la anécdota de un escrito de Roland Dorgelès, en el que se describía una cena en casa de la Bernhardt, en París, donde Wilde, a petición de la actriz, reveló la fórmula de un “raro” brebaje al “dulce” pintor. El poema de Baquero era, estrictamente, la receta: zumo de limón verde de Martinica y de piña de Barbados, “cultivada por brujos mexicanos”; elixir de Maracuyá y ron de Guayana… Según avanzaba la descripción de Wilde, la bebida se volvía otra cosa: una pócima mágica, un néctar de culto. Había que agregar “dos gotas de licor seminal de un adolescente, otras dos de leche tibia de cabra de Surinam, dos o tres adarmes de elixir de ajonjolí”. La ironía se reservaba para el final, cuando Wilde decía: “Y nada más, eso es todo: eso, Señor de Toulouse, es tan simple como bailar un cancán en las orillas del Sena”. (Baquero, 1998, p. 266)

Otro poema más de aquel último cuaderno de Baquero, “Luigia Polzelli mira de soslayo a su amante, y sonríe”, expone la picardía y el humor, que se afinaban en la vejez del poeta. El cubano sugiere que la esposa de Joseph Haydn era deseada por un archiduque, suponemos, de la casa Esterhazy, a quien llama Teobaldo el Giboso o Teobaldo el de la Giba. Un momento hilarante del poema es cuando el príncipe, luego de encargarle a Haydn una ópera sobre un “hombre feliz a quien su mujer lo engaña”, desnuda con la mirada a la esposa del maestro y “salta de cortina en cortina como un sapo por el largo pasillo”, persiguiendo a la bella Luigia Polzelli. (Baquero, 1998, p. 267) La dramaturgia de Baquero, en aquellas composiciones, adquiere un tono bufo o de opereta, que recuerda por momentos, ya no a Lezama o a Diego, sino a Virgilio Piñera, Guillermo Cabrera Infante y Reinaldo Arenas.

La poética de la historia que se plasma en estos poemas de Baquero está mayormente localizada en Europa. Pero África y América son enclaves siempre a la mano en la cartografía mental del cubano. Si en el poema “Memorial de un testigo” Baquero se imagina dentro de un linaje refinado de la cultura occidental, en otras composiciones como “Negros y gitanos vuelan por el cielo de Sevilla” o “Invitación a Kenia”, festeja la civilización y el “lenguaje del tacón”, el continente de los leopardos bajo la luna. África está más impresa en la poesía y la prosa de Baquero de lo que tradicionalmente reconoce una crítica, que extiende los prejuicios raciales de algunos poetas de Orígenes a todos los escritores cercanos a Lezama.

Hierro, Baquero y Ortega Carmona (Foto de A. P. Alencart, 1993)
“Nada escapó a su avidez de estudioso y compromiso con Dios y la Historia”, dice Alberto Díaz-Díaz, uno de sus más constantes estudiosos. (Baquero, 2014, p. 15) Pero insiste el editor de los ensayos del cubano en asumirlo, ante todo, como hispanista. ¿Es suficiente esa definición para captar la poética de la historia del autor de Memorial de un testigo? No lo creo. Es cierto que en muchos de sus ensayos, Baquero muestra la inclinación a registrar el momento del contacto con España de varios letrados de mediados de siglo, como Arturo Farinelli, Maurice Barrès y Paul Claudel, tratando de encontrar en algún núcleo de lo hispano-católico la esencia de la cultura mediterránea. (Baquero, 2014, pp. 66, 106 y 121) Pero las resonancias de Baquero desbordan ese territorio: ahí está su admiración por los grandes modernistas americanos, Eliot y Pound, o sus lecturas de clásicos alemanes como Goethe y Mann.

En todo caso, cualquier dibujo de la cartografía espiritual de Baquero no podría desentenderse del profundo americanismo que recorre su poesía y su prosa. Un americanismo que atisba el momento en que el Inca Garcilaso de la Vega, en un rincón de Córdoba, se sienta a escribir los Comentarios reales y la Historia general del Perú, como testimonio de la mezcla de razas e ideas que se fraguó entre España y América. Si Baquero piensa a Francia desde España también piensa la península desde América, como prueban sus notas sobre las estancias americanas de Ramón Menéndez Pidal y Manuel Gómez Moreno en Buenos Aires, Lima o Quito. Baquero comprende que el concepto de “lo americano implica una disrupción con Europa”, pero supone que esa tensión comienza con la propia España. (Baquero, 2014, p. 150)

El peso de la hispanidad en el americanismo de Baquero lo lleva a hacer afirmaciones insostenibles, como la de que el “sentimiento de independencia” de Bolívar “no tiene un origen norteamericano o francés: es netamente español” (Baquero, 2014, p. 150). O a recaer en la rancia genealogía de un separatismo republicano de espíritu hispánico, más heredero de Hernán Cortés y los conquistadores que del pensamiento ilustrado y liberal del siglo XVIII. Pero el americanismo se recobra en las peregrinaciones imaginarias a las batallas de Ayacucho y Carabobo y a las bibliotecas de Andrés Bello, Gregorio Gutiérrez González y Miguel Antonio Caro, donde leyó la celebración física y espiritual del Nuevo Mundo.

La poética de la historia de Gastón Baquero, en verso y prosa, atraviesa las coordenadas de Estados Unidos y América Latina, Europa y África, y postula un lugar para la rememoración del orbe por medio de la escritura. Hay algo oceánico y viajero en ese empeño que inevitablemente habrá que asociar con la experiencia de un escritor cubano que a sus 45 años, en pleno reconocimiento y creatividad, se ve obligado a exiliarse en el Madrid del franquismo tardío y, desde allí, proyectar su obra. A pesar de aquel desplazamiento vital, la escritura de Gastón Baquero siguió una ascensión circular que lega una de las miradas más abarcadoras al cruce de letras en el Atlántico del siglo XX.

*Este ensayo es un capítulo del libro Viajes del saber. Ensayos sobre lectura y traducción en Cuba, Leiden, Almenara, 2018.

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