René León
En mi
último viaje a Miami fui a visitar a mi amigo Dr. Roberto Soto Santana, que
había llegado de unas vacaciones en Europa. Vive en Murcia, España, y había
venido a casa de unos familiares. Me contaba que el año pasado había estado en
París y fue a visitar el famoso cementerio Del Pére-Lanchaise, ir a la gran
ciudad y no ir a ese lugar, es perderse algo interesante. Allí duermen el sueño
eterno grandes personajes conocidos del mundo del arte, la ciencia y la
política. Entre las tumbas estaba la de Colette, novelista muy conocida, que
murió en 1954; la de Alfred de Musset,
dramaturgo cuyo primer libro se titula Cuentos
de España y de Italia. Conocido fue su romance con Mademoiselle Rachel, y
la escritora George Sand. Y me contó otras historias.
Yo le
conté una historia de la vida real. Recuerdo que siendo niño mis padres me
llevaban al Cementerio Colón de La Habana, a poner flores en el panteón de la
familia, a la madre de mi padre. Siempre aquellas visitas me impresionaban. Un
día mi padre me señaló a un señor que un poco más lejos de nosotros se
encontraba parado, y observaba una tumba que tenía por figura un ángel con las
alas abiertas. En sus manos tenía un ramo de rosas amarillas. De lejos parecía
como si hablara con alguien, y aquello me llamó la atención. Al preguntarle a
mi padre que quién era el señor, me dijo: -Su nombre no importa. Lo que importa
es que sigue amando al ser querido hasta después de su muerte. Es un amor verdadero.
Iba todos
los domingos, y siempre llevaba rosas que depositaba en un búcaro en la tumba,
después que se iban los padres de ella. Las horas pasaban, y ya tarde, antes
que cerraran las puertas del cementerio, se iba, no sin antes besar la lápida
fría.
Esto
sería, recuerdo a finales de los años cuarenta. Varias veces que fui en domingo
con mis padres, mi mirada se dirigía automáticamente hacia aquel lugar, y
siempre él estaba con su ramo de rosas amarillas. Si la familia de ella estaba
presente, se mantenía alejado, o caminaba hasta que ellos se iban.
Un señor
que yo conocía me contó lo siguiente. Los padres de la joven se oponían al
noviazgo. El estudiaba en la universidad, y sus padres lo ayudaban en sus
gastos. Los padres de ella tenían esperanza de que ella encontrara alguien de
mejor posición. Pero la vida nos depara a los seres humanos cosas nunca
esperadas. La joven murió de una enfermedad infecciosa. El llevaba el dolor muy
dentro de si mismo. ¡Et in Arcadia ego!. (Yo también he vivido en Arcadia).
Esta frase expresa lo efímera que es la felicidad y el pesar que se siente por
el ser querido. Muchas veces la muerte puede ser el comienzo de la felicidad,
porque ella borra para siempre el dolor y la tristeza. A otros como en este
caso, hace perdurar Un Amor Verdadero.
Desde la
muerte de ella, nunca dejó de ir un domingo, y llevarle rosas. Nunca se casó.
Para él solo existió una novia, aquella que se encontraba bajo la tumba fría.
Con el tiempo tuvo su propio negocio. Vino la revolución castrista con el lema
de intervenir sólo los negocios de los que se habían enriquecido en los
gobiernos anteriores. Después de las compañías americanas. Al pasar el tiempo,
de los que no habían robado, pero se habían enriquecido, pues era un delito ser
decente también. El señor perdió lo que tenía.
Recuerdo
que en el año de 1961 fui al cementerio, y él se encontraba allí. Ya no era joven,
los años no habían pasado en vano. En sus manos tenía un ramo de rosas
amarillas, que fue el preferido de ella. ¡Qué grandeza la de aquel hombre! Los
años habían pasado y el recuerdo de ella era perenne en su corazón, nada lo
había destruido.
Días antes de salir de Cuba con rumbo a
España en octubre de 1969. fui con mi madre al cementerio para decirle un
último adiós a mi padre. Con los cambios políticos en el país se encontraba
vacío el cementerio. Pudimos conseguir unas flores pagando un precio
exorbitante. Caminamos hasta nuestro panteón. De pronto me vino el recuerdo del
señor, no pensé encontrarlo de nuevo. Al mirar hacia donde estaba el panteón
con la figura del ángel, no me pareció ver a nadie de momento, y me dirigí
hacia allí. En un búcaro había unas rosas amarillas, frescas de gran belleza.
En su alrededor no se veía nadie, solo un poco más alejado una señora mayor,
que se acercó hacia donde yo estaba, y me preguntó: -¿Usted es de la familia de
la joven? –No, no soy de su familia, -respondí. ¿Usted lo conoció a él? –No,
sólo lo vi varias veces. –Dicen que se fue de Cuba. Pero me extraña, porque
siempre hay flores frescas en el búcaro.
Rosas amarillas, y no lo he vuelto a ver. Yo vengo a cuidar el panteón de mi
familia y de otros amigos, que se han ido.
En la tumba se leía: A nuestra única hija Ángeles. Que era nuestro Ángel, nuestro tesoro.
Sus padres. 15 de mayo de 1946.
Volví a donde se encontraba mi madre, a
limpiar el panteón. Las nubes corrían en el cielo como si jugaran entre ellas.
Nuestro cielo de un azul claro. En ese momento sonaban las campanas de la
pequeña iglesia del cementerio, su sonido triste, opaco. La tranquilidad de la
mañana lo envolvía todo. En los árboles cercanos, los pájaros jugaban, y
volaban de un lado a otro. Al volver la mirada hacia la tumba de la joven, allí
se veía un señor ya mayor, sentado como siempre él lo hacía y conversando con
ella. Quise llamar la atención a mi madre, y al mirar los dos, sólo vimos las
rosas amarillas que se movían con la brisa del viento matinal.
Esa era nuestra CUBA
querida. Una dictadura comunista que destruyó muchos hogares de familias
cubanas.
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