Anna Diegel
En su novela La muerte definitiva de Pedro
el Largo, Mireya Robles imagina a su héroe, un personaje mágico
capaz de levitación y de vuelo interespacial, llegando de noche, en compañía de
un escuadrón de seguidores, a su destino final: un edificio espléndido que
parece “iluminado por luces de Bengala”, situado delante de una bella explanada
al lado de un parque lleno de palmas y de flores, «un regalo para los ojos». Se
trata del edificio del Ayuntamiento de Durban, en Sudáfrica. En las páginas
siguientes de la novela, Pedro el Largo y sus amigos visitan las calles de
Durban, el Mercado Indio, y hasta viajan al suburbio indio de Chatsworth
para admirar el Temple
of
Understanding, un abigarrado templo construido por los feligreses
de la secta Hare Krishna, y al Valle de las Mil Colinas donde quedan asombrados
por la ingeniosidad de los rondavels de los zulus. Este “paraíso” descubierto por
Pedro el Largo es la ciudad de Durban, donde Mireya Robles vivió por diez años,
entre 1985 y 1995. Allá fue profesora de literatura hispánica en la Universidad
de Natal y siempre agradeció la hospitalidad y la amistad que encontró en su
nuevo hogar. En sus propias palabras, en una entrevista que le hicieron en
1991:
“He viajado en varios
países y he vivido en Cuba, en Estados Unidos y en Sudáfrica. Sudáfrica es un
hermoso país que amo. Llegué a Johannesburgo el día 13 de julio de 1985. Al día
siguiente, en el avión de South African Airways
que me llevaba a Durban, oí La Guantanamera. Sentí que me daban la bienvenida.
Sentí que una puerta se abría para mí. Una puerta a un mundo en que muchos
mundos convergían en uno solo” (1).
Al llegar a Durban, de inmediato, Mireya Robles comenzó a
dedicarse a recoger sus impresiones del país en su Diario de Sudáfrica
(que publicó en 2011), libro que comenzó el 17 de julio de 1985 con una carta dirigida a
las amistades que habían quedado atrás, en su mayoría en los Estados Unidos, y
como punto de referencia para ella misma, quien, en todos sus escritos, siempre
ha estado obsesionada con preservar el pasado. A Robles le interesa el aspecto
humano de sus experiencias, y el describir a las personas que cruzan su camino
constituye la esencia del diario. Esta doble perspectiva de documental basado
en la realidad, y por otra parte, el análisis íntimo, le da al texto una
cualidad multifacética.
Los diez años que Robles pasó enseñando en la Universidad de
Natal, a finales del régimen nacionalista del apartheid, coincidieron con un
período transcendental de transformación política y social en Sudáfrica. Mireya
Robles vívidamente describe los eventos que presenció, tales como disturbios
estudiantiles y su represión, el incendio provocado en algunas de las oficinas
de la universidad en 1986, y el histórico mitin del AWB (el movimiento blanco
de extrema derecha) en el Ayuntamiento de Durban. La curiosidad de Robles la
lleva a explorar poblados de negros llamados townships, así como las áreas
habitadas por indios. Hay una impresionante descripción de las ruinas del
asentamiento fundado por Ghandi en Phoenix, incendiado en las revueltas de
Inanda en 1985. Generalmente, Robles viaja en transporte público, en trenes, a
veces en tercera clase, a pesar de la protesta de las autoridades, o en los
autobuses llamados green mambas, reservados para africanos. En estos
viajes habla con personas de todas las clases sociales. Asiste a obras de
teatro y a otras manifestaciones culturales que tienen que ver con cambios en
la sociedad. Está pendiente de las noticias que aparecen en periódicos y en la
televisión, reportando lo que se reporta (una interesante y detallada
descripción para los que quieran recordar cómo eran los programas de televisión
en aquella época) y también lo que se censuraba en los medios de comunicación.
No toma partido en el conflicto y objetivamente describe una sociedad que en
aquel momento parecía estar al borde de una guerra civil hasta convertirse en
una nación democrática.
Con humanidad y humor Robles describe los personajes que va
encontrando en Sudáfrica,
desde la tiesa (y más tarde amiga) vecina de tipo colonial y el engreído
afrikaner conductor de tren que trata de impedir que se siente con los
pasajeros negros de tercera clase, hasta la escandalosa zulu que sirve el té en
el Departamento de Francés y Español de la Universidad de Natal, y su
exuberante sirvienta zulu que alegremente rompe la vajilla y hace hoyos de
quemadura con la plancha. Hay un joven doctor argentino que le cuenta a Robles
sus experiencias en una remota aldea del Transkei donde la gente mutila el dedo
meñique de los niños en rituales de magia; la amiga bióloga española que le
cuenta cómo se comportan los monos vervets; el amigo sudafricano que le narra
las peleas entre los llamados ‘padres’ (los negros conservadores) y los
‘camaradas’ (los negros comunistas militantes) en la playa de Durban; y la
señora india que Robles conoció en Pretoria, que tan orgullosamente menciona
que su esposo es parte del nuevo parlamento y que en ese preciso momento debe estar
sentado en uno de esos edificios que ven en la gira turística. Pues Mireya
Robles ha viajado no solamente por los alrededores de Durban, sino también por
el Este del Cabo, y ha visitado las ciudades más importantes de Sudáfrica.
Todos estos viajes se filtran en el Diario. Sin duda, el Diario de
Sudáfrica de Mireya Robles, testimonio acogedor de la vida en aquel
país, a finales del régimen nacionalista y durante los años que siguieron, ha
puesto a Sudáfrica en el mapa para muchos que viven en el extranjero. Para los
que fueron testigos de los cambios en la vida de los sudafricanos a través de
las décadas, el Diario
es una fascinante lectura también. Es un retrato multicolor de una importante
época de transición en Sudáfrica, de sus habitantes, de sus costumbres y hasta
de la lengua que se usaba en varias áreas.
Sin embargo, el Diario de Sudáfrica de Mireya
Robles es más que una mera crónica documental. Pues aquí, como en sus otras
obras, Robles transmite una fuerte carga emocional y con perspicacia consigna
sus propias impresiones sobre lo que testifica. Tanto en las descripciones de
la vida diaria en la provincia de Natal como en las narraciones de viajes, no
se trata simplemente de un reportaje periodístico, aunque la autora provee
cuidadosamente hasta los más mínimos detalles de lugares, direcciones y fechas
históricas. En su mayoría, el texto describe seres humanos, y la escritora, con
compasión y humor, transmite el drama o el patetismo de vidas ordinarias, como
el caso de una familia india a quien, en tránsito en Nairobi, no se le permite
salir del aeropuerto para ir a ver a sus parientes, porque son pasajeros
procedentes de Sudáfrica, y como tales, personas indeseables, aunque ni
siquiera son residentes del país; o la descripción de un viejo profesor de la
universidad, que repetidamente se queja de su indiferente mujer malgache y de
que “nadie lo saca a pasear”. A veces la autora descubre personas que le
fascinan. Este es el caso de dos mujeres sudafricanas que aunque ya han muerto,
han dejado en ella una impresión memorable, Helen Martins y Olive Schreiner.
Después de visitar sus respectivas casas en el Este del Cabo, Mireya Robles les
dedicó muchas horas, investigando sus vidas y sus obras. En el caso de Helen
Martins, la artista ‘marginal’, Robles llegó a entrevistar a los que la
conocieron en la aldea de Nieu Bethesda, donde vivió (esto fue mucho antes de
que la Casa de los Búhos donde vivió Helen Martins, se convirtiera en museo
nacional). Los detalles de estas entrevistas aparecen en el Diario.
Más tarde, Robles publicó un artículo que tuvo gran acogida sobre esta
extraordinaria personalidad sudafricana. En cuanto a la ya famosa Olive
Schreiner, Mireya Robles relata en el Diario cómo tuvo que leer su
biografía prohibida (por haber sido co-escrita por Ruth First, conocida enemiga
del gobierno) en un cubículo vigilado en la biblioteca de la Universidad de
Natal. Así eran aquellos tiempos. En ambas descripciones, la de Helen
Martins y la de Olive Schreiner, personalidades ahora famosas, se siente la intensa
pasión de Mireya
Robles en descubrir y comprender sus obras, y relacionarlas con el pasado.
En el caso de Sudáfrica, la parte documental del Diario
es el resultado de una apremiante carrera contra el tiempo: se trata de captar,
durante los años 80 hasta principios de la década de los 90, los recuerdos de
la gente y sus miedos frente a un futuro incierto, antes de la gran
transformación que iba a cambiar la vida de muchos ciudadanos sudafricanos
pocos años más tarde. Pero al mismo tiempo, el Diario de Sudáfrica
es una celebración de un modo de vida que, como la de la Cuba de los años
cuarenta y cincuenta, ya ha dejado de existir. La narradora y protagonista
principal del Diario, Mireya Robles, presenta Sudáfrica a finales de
los tiempos del apartheid objetivamente, consciente de los problemas y
de las contradicciones que rodeaban aquella nación sacudida por los vientos del
cambio. Sin embargo, en el libro entero reina un ambiente acogedor que invita
al lector a acercarse al país. Por eso, en el libro posterior de Robles, su
héroe volador Pedro el Largo encontrará su camino a Durban y verá en aquella
ciudad un “paraíso” que se parece mucho al paraíso perdido de Cuba. Y por eso
también, en una entrevista sobre sus impresiones del país, la autora podrá decir
que, al llegar a Sudáfrica, había descubierto “un mundo en que muchos mundos
convergían en uno solo”.
Bibliografía
Robles,
Mireya. Diario
de Sudáfrica. Xlibris
Corporation, Bloomington, IN, 2011.
Diegel, Anna. |
Ciudadana trashumante: 9 ensayos sobre la obra de Mireya Robles. Alexandria
Library Publishing House, Miami, 2015.
Esa foto no es la escritora, Anna Diegel
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