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- Escrito por Mario Cremata Ferrán
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A la entrada del puerto capitalino, en el extremo izquierdo y a unos 50 metros sobre el nivel del mar, se yergue el Cristo de La Habana. Resulta imposible no sobrecogerse ante la majestuosidad de una obra que, por sus dimensiones, es considerada la mayor escultura al aire libre salida de las manos de una mujer.
Transcurrido más de medio siglo de su emplazamiento, el Cristo (1958) —obra emblemática de la escultora cubana Jilma Madera (1915-2000)—, que fue preservado por un equipo de ingenieros y arquitectos de la Oficina del Historiador de la Ciudad, mereció el Premio Nacional de Restauración, que otorga cada año el Consejo Nacional de Patrimonio Cultural.
A la entrada del puerto capitalino, en el extremo izquierdo y a unos 50 metros sobre el nivel del mar, se yergue el Cristo de La Habana. Resulta imposible no sobrecogerse ante la majestuosidad de una obra que, por sus dimensiones, es considerada la mayor escultura al aire libre salida de las manos de una mujer.
A diferencia de sus similares en Río de Janeiro, Brasil; Lubango, Angola, y Lisboa, Portugal, el nuestro no tiene los brazos extendidos. Y no es que deliberadamente su autora rechazara imprimirle una pose de recibimiento y de abrazo cálido. En verdad ella prefirió que acogiera al visitante con la fuerza de la mirada, y con la mano en el corazón.
Transcurrido más de medio siglo de su emplazamiento, el Cristo (1958) —obra emblemática de la escultora cubana Jilma Madera (1915-2000)—, que fue preservado por un equipo de ingenieros y arquitectos de la Oficina del Historiador de la Ciudad, mereció el Premio Nacional de Restauración, que otorga cada año el Consejo Nacional de Patrimonio Cultural.
En la ceremonia, efectuada en el Memorial José Martí el 18 de abril, se conoció que el jurado otorgó la distinción «por el excepcional y riguroso trabajo de investigación científico, el diagnóstico certero de un monumento escultórico de dimensiones excepcionales que implicó tareas riesgosas y artísticas, y el rescate de un hito importante de la ciudad capital».
Asimismo, destaca que el expediente de la obra asume normas para garantizar su conservación en el tiempo en un ambiente marítimo y portuario.
El lauro, que se entrega cada año en ocasión del Día Internacional de los Monumentos y Sitios, fue concedido en igualdad de condiciones a la proyectista, Nelsi Beatriz García, al inversionista, Segundo Javier Verdecia, y al ejecutor, Carlos Bauta.
Gestación de un símbolo
A principios de 1956 se lanzó la convocatoria al concurso «El Cristo de La Habana», y en la capital se creó un Patronato con el propósito de recaudar fondos para sufragar la ejecución del proyecto que resultara ganador. La entonces Primera Dama, Martha Fernández Miranda, encabezó la colecta que finalmente pudo reunir 200 000 pesos.
La joven Jilma Madera presentó su boceto al certamen y, sin esperarlo, triunfó. Entonces vendrían largas discusiones sobre la altura que debía tener: «Pretendían hacerlo de 35 metros de alto», explicó una vez la artista; es decir, tres más que el Cristo Redentor, de Río de Janeiro, emplazado en la cima del Corcovado, que tiene 710 metros de altura. «A ello me opuse abiertamente, a pesar de que iba en detrimento de mis honorarios porque, desde el punto de vista artístico, habría sido un desastre si tenemos en cuenta la poca elevación de la colina de La Cabaña. Por último, luego de varios debates, fue aceptada mi propuesta de 20 metros de alto».
Su modelo en yeso, de tres metros, estaba bien proporcionado para poder agrandarlo oportunamente y llevarlo a las dimensiones definitivas.
Jilma debió marchar a Italia, donde permaneció cerca de dos años, para atender cada detalle del proceso de construcción. Para conformar la inmensa figura de mármol blanco de Carrara, formada por 12 estratos horizontales con 67 piezas que se imbrican en el interior, se requirieron 600 toneladas de este material. Una vez concluido, su peso se calculó en unas 320 toneladas.
Bastó un año de trabajo intensivo, en el que ella debió dirigir a los obreros «técnica y artísticamente», para que la obra quedara terminada.
Después de que recibiera la bendición del Papa Pío XII, comenzó la travesía. El barco que condujo las piezas, debidamente ordenadas y acomodadas, zarpó del puerto de Marina, en Carrara, a mediados de 1958. El montaje se inició a principios de septiembre, y para ello se necesitó la fuerza de trabajo de 17 hombres, auxiliados por una grúa.
«La estatua se montó sobre una base de tres metros de profundidad, en cuyo centro se le construyó una armazón de cabillas que van afinando en el torso, donde se le insertó una viga de acero que llega hasta la cabeza. Cada fracción de mármol fue atada con tensores de acero a la estructura central, y luego, a ese espacio vacío, se le echó concreto tras haber sido chequeado el nivel y ajuste de cada estrato horizontal (...) En el interior de la base deposité periódicos de la época y una pequeña cantidad de monedas de oro», refirió Jilma años atrás.
Aunque existen divergencias sobre la fecha de inauguración (algunos aseguran que fue el 24 de diciembre), todo indica que esta tuvo lugar el Día de Navidad de 1958, o sea, el 25 de diciembre.
Es curioso que a la hora de colocar la obra en la loma de Casablanca, no se le instalase un pararrayos, puesto que su tamaño, y la armazón ferrosa del centro, hacían de la figura un punto vulnerable.
Afortunadamente, a su regreso de Italia Jilma trajo consigo un bloque adicional de mármol por si algún día hacía falta, lo que en efecto sucedió en 1961, cuando un rayo perforó la parte posterior de la cabeza.
Ella misma subió y reconstruyó el segmento dañado, pero al año siguiente una segunda descarga estremeció nuevamente la cabeza, y luego, en 1986, sobrevino la tercera. Para entonces, ya no podía solucionarlo, y la Empresa de Monumentos de la capital acometió la reparación inmediata, con la ubicación, ¡al fin!, de un pararrayos.
Lo cierto es que pese a todos los contratiempos, el Cristo ha tenido mucha suerte. Tanto in situ, como desde la lejanía —porque su ubicación permite divisarlo desde varios puntos de la ciudad—, infinidad de personas, cubanos y extranjeros, creyentes y no creyentes, admiran a una de las piezas más importantes del extenso y variado repertorio escultórico-monumental cubano, que pronto arribará, renovado, a sus primeros 55 años de existencia.
A diferencia de sus similares en Río de Janeiro, Brasil; Lubango, Angola, y Lisboa, Portugal, el nuestro no tiene los brazos extendidos. Y no es que deliberadamente su autora rechazara imprimirle una pose de recibimiento y de abrazo cálido. En verdad ella prefirió que acogiera al visitante con la fuerza de la mirada, y con la mano en el corazón.
Transcurrido más de medio siglo de su emplazamiento, el Cristo (1958) —obra emblemática de la escultora cubana Jilma Madera (1915-2000)—, que fue preservado por un equipo de ingenieros y arquitectos de la Oficina del Historiador de la Ciudad, mereció el Premio Nacional de Restauración, que otorga cada año el Consejo Nacional de Patrimonio Cultural.
En la ceremonia, efectuada en el Memorial José Martí el 18 de abril, se conoció que el jurado otorgó la distinción «por el excepcional y riguroso trabajo de investigación científico, el diagnóstico certero de un monumento escultórico de dimensiones excepcionales que implicó tareas riesgosas y artísticas, y el rescate de un hito importante de la ciudad capital».
Asimismo, destaca que el expediente de la obra asume normas para garantizar su conservación en el tiempo en un ambiente marítimo y portuario.
El lauro, que se entrega cada año en ocasión del Día Internacional de los Monumentos y Sitios, fue concedido en igualdad de condiciones a la proyectista, Nelsi Beatriz García, al inversionista, Segundo Javier Verdecia, y al ejecutor, Carlos Bauta.
Gestación de un símbolo
A principios de 1956 se lanzó la convocatoria al concurso «El Cristo de La Habana», y en la capital se creó un Patronato con el propósito de recaudar fondos para sufragar la ejecución del proyecto que resultara ganador. La entonces Primera Dama, Martha Fernández Miranda, encabezó la colecta que finalmente pudo reunir 200 000 pesos.
La joven Jilma Madera presentó su boceto al certamen y, sin esperarlo, triunfó. Entonces vendrían largas discusiones sobre la altura que debía tener: «Pretendían hacerlo de 35 metros de alto», explicó una vez la artista; es decir, tres más que el Cristo Redentor, de Río de Janeiro, emplazado en la cima del Corcovado, que tiene 710 metros de altura. «A ello me opuse abiertamente, a pesar de que iba en detrimento de mis honorarios porque, desde el punto de vista artístico, habría sido un desastre si tenemos en cuenta la poca elevación de la colina de La Cabaña. Por último, luego de varios debates, fue aceptada mi propuesta de 20 metros de alto».
Su modelo en yeso, de tres metros, estaba bien proporcionado para poder agrandarlo oportunamente y llevarlo a las dimensiones definitivas.
Jilma debió marchar a Italia, donde permaneció cerca de dos años, para atender cada detalle del proceso de construcción. Para conformar la inmensa figura de mármol blanco de Carrara, formada por 12 estratos horizontales con 67 piezas que se imbrican en el interior, se requirieron 600 toneladas de este material. Una vez concluido, su peso se calculó en unas 320 toneladas.
Bastó un año de trabajo intensivo, en el que ella debió dirigir a los obreros «técnica y artísticamente», para que la obra quedara terminada.
Después de que recibiera la bendición del Papa Pío XII, comenzó la travesía. El barco que condujo las piezas, debidamente ordenadas y acomodadas, zarpó del puerto de Marina, en Carrara, a mediados de 1958. El montaje se inició a principios de septiembre, y para ello se necesitó la fuerza de trabajo de 17 hombres, auxiliados por una grúa.
«La estatua se montó sobre una base de tres metros de profundidad, en cuyo centro se le construyó una armazón de cabillas que van afinando en el torso, donde se le insertó una viga de acero que llega hasta la cabeza. Cada fracción de mármol fue atada con tensores de acero a la estructura central, y luego, a ese espacio vacío, se le echó concreto tras haber sido chequeado el nivel y ajuste de cada estrato horizontal (...) En el interior de la base deposité periódicos de la época y una pequeña cantidad de monedas de oro», refirió Jilma años atrás.
Aunque existen divergencias sobre la fecha de inauguración (algunos aseguran que fue el 24 de diciembre), todo indica que esta tuvo lugar el Día de Navidad de 1958, o sea, el 25 de diciembre.
Es curioso que a la hora de colocar la obra en la loma de Casablanca, no se le instalase un pararrayos, puesto que su tamaño, y la armazón ferrosa del centro, hacían de la figura un punto vulnerable.
Afortunadamente, a su regreso de Italia Jilma trajo consigo un bloque adicional de mármol por si algún día hacía falta, lo que en efecto sucedió en 1961, cuando un rayo perforó la parte posterior de la cabeza.
Ella misma subió y reconstruyó el segmento dañado, pero al año siguiente una segunda descarga estremeció nuevamente la cabeza, y luego, en 1986, sobrevino la tercera. Para entonces, ya no podía solucionarlo, y la Empresa de Monumentos de la capital acometió la reparación inmediata, con la ubicación, ¡al fin!, de un pararrayos.
Lo cierto es que pese a todos los contratiempos, el Cristo ha tenido mucha suerte. Tanto in situ, como desde la lejanía —porque su ubicación permite divisarlo desde varios puntos de la ciudad—, infinidad de personas, cubanos y extranjeros, creyentes y no creyentes, admiran a una de las piezas más importantes del extenso y variado repertorio escultórico-monumental cubano, que pronto arribará, renovado, a sus primeros 55 años de existencia.
Mario Cremata Ferrán
Opus Habana
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