Roberto Soto Santana |
(Primera Parte)
Desde tiempo inmemorial y hasta la
aprobación de la
Constitución estadounidense de 1787, a lo largo de la Historia en todo el mundo
los diferentes pueblos se habían regido por normas (leyes) otorgadas,
modificadas y derogadas más o menos arbitrariamente por sus monarcas o
soberanos. En el Imperio Romano, a partir de la llamada ley de imperio
promulgada por acuerdo del Senado en el año 70 después de Cristo con ocasión de
la elevación de Tito Flavio Vespasiano al solio imperial, quedó
concentrada la facultad legislativa
exclusivamente en el Emperador, cuyas decisiones personales pasaron a tener
fuerza de ley, con el nombre de Constituciones. Así aconteció en toda Europa,
tanto en los países en el desarrollo de cuyo Derecho fue preponderante la
influencia romana como en los que tuvo peso predominante la herencia germánica.
El rasgo novedoso de la
Constitución
estadounidense de 1787 consistía en que había sido redactada y acordada por
una asamblea de representantes de ciudadanos (la Convención
Constituyente , elegida sin carácter estamental por las Trece
Colonias formalmente confederadas a partir de 1781), y cuyo texto había sido
sancionado y puesto en vigor por la propia autoridad de la Convención de Delegados
reunida en Philadelphia. Hoy en día todavía la Constitución escrita
en vigor más antigua del mundo, fue también la primera que estableció el principio de la separación de Poderes
(Ejecutivo, Legislativo y Judicial) y la primera que consagró el principio de
la soberanía popular (al comenzar su Preámbulo con la frase “Nosotros, el
pueblo de los Estados Unidos,…”).
En España, la primera Carta constitucional fue el
llamado Estatuto de Bayona, decretado por “Don José Napoleón, por la gracia de
Dios, Rey de las Españas y de las Indias, Habiendo oído a la Junta Nacional ,
congregada en Bayona de orden de nuestro muy caro y muy amado hermano Napoleón,
Emperador de los franceses y Rey de Italia, protector de la Confederación del
Rhin, etc.” Es decir, era una Carta otorgada, impuesta por la voluntad
napoleónica, tras su presentación formularia a 65 diputados españoles
integrantes de unas espurias Cortes convocadas en suelo francés, quienes no
tenían otra facultad sino la de deliberar sobre el contenido de ese texto, que confería
al monarca amplísimas atribuciones, establecía unas Cortes con una representación
estamental (cuyos diputados –sin facultad legislativa alguna sino sólo la de
hacerse oír por el Rey, el único que podía dictar leyes- eran designados en
cada circunscripción electoral de entre los propietarios de bienes raíces, y no
por sufragio universal, sino por el voto de juntas formadas por los decanos de
los regidores de cada población con más de cien habitantes y los decanos de los
curas de los pueblos principales de esa circunscripción) y un Senado vitalicio
elitista integrado exclusivamente por los infantes de España que tuvieran 18
años cumplidos de edad y veinticuatro individuos nombrados por el Rey entre los
ministros, capitanes generales del Ejército y la Armada , los embajadores, y
miembros del Consejo de Estado y del Consejo Real. De cualquier forma, a las
posesiones ultramarinas en América y
Asia se les otorgaban sólo 22 del total de 172 actas de diputados (y de ellas,
una a Cuba y otra a Puerto Rico), y en todo caso cualquier acuerdo o
declaración que llegaran a adoptar las Cortes o el Senado carecía de fuerza de
obligar.
Indiscutiblemente, la
Constitución española de 1812, promulgada por las
Cortes de Cádiz, representó un avance notable, en cuanto a que en su texto
se consagraba el principio de la
soberanía nacional –no radicada en un monarca o soberano-; la representación popular –no estamental-
en unas Cortes unicamerales de diputados (elegidos indirectamente por
compromisarios), a razón de uno por cada setenta mil habitantes, con el
derecho de sufragio activo limitado sin embargo a todos los ciudadanos hombres
mayores de 25 años de edad que dispusieran de “una renta anual proporcionada,
procedente de bienes propios”; la
separación de Poderes; la inamovilidad de magistrados y jueces; y el
reconocimiento de una serie de derechos individuales tales como la
inviolabilidad del domicilio, el arbitraje judicial de todos los pleitos, la
prohibición de detención salvo bajo mandamiento judicial por escrito, la
presentación del arrestado ante el juez dentro de las 24 horas de su detención
(es decir, el derecho al habeas corpus) con manifestación al reo de la causa de
su detención y el nombre de su acusador, si lo hubiere, la prohibición del
tormento y de la pena de confiscación de bienes; y la atribución en exclusiva a las Cortes de la facultad de proponer,
decretar e interpretar las leyes, aprobar los tratados de alianza ofensiva, de
subsidios y de comercio, decretar la creación y supresión de plazas en los tribunales
que establece la
Constitución e igualmente de los oficios públicos, dar ordenanzas al ejército, armada y milicia
nacional en todos los ramos que los constituyen, fijar los gastos
de la administración pública, establecer anualmente las
contribuciones e impuestos, las aduanas y
aranceles de derechos, y el plan general de enseñanza pública
en toda la Monarquía ,
aprobar los reglamentos generales para la Policía y sanidad del
reino, proteger la libertad política de la imprenta,
y hacer efectiva la responsabilidad de los secretarios del Despacho y demás
empleados públicos.
Sin embargo, la
Constitución de 1812 reconocía el carácter de españoles
solamente a “Todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de
las Españas, y los hijos de éstos”, a “Los extranjeros que hayan obtenido de
las Cortes carta de naturaleza”, a “Los que sin ella lleven diez
años de vecindad, ganada según la ley en cualquier pueblo de la Monarquía ”
y, por último, a “Los libertos desde que adquieran la libertad en las Españas”,
quedando tácitamente excluidos del disfrute de las libertades y los derechos
constitucionales quienes estaban sujetos a la infame institución de la
esclavitud, que seguía rigiendo en todos los territorios españoles. También
quienes eran conocidos en el léxico de la época como mulatos (hijos de
blanco y negra libre), pardos (mulatos y cuarterones –hijos de blanco y
mulata libre-), quinterones (hijos de blanco y cuarterona libre) y morenos
(desde mulato exclusive retrogradando hasta negro), aunque fueran libres los
clasificados en estas categorías, resultaban excluidos de la condición de
ciudadanos, si bien -con insalvable contradicción- no de la calidad de
españoles, con esta fórmula: “A los españoles que por cualquier línea son
habidos y reputados por originarios del África, les queda abierta la puerta de
la virtud y del merecimiento para ser ciudadanos: en su consecuencia las Cortes
concederán carta de ciudadano a los que hicieren servicios calificados a la Patria , o a los que se
distingan por su talento, aplicación y conducta, con la condición de que sean
hijos de legítimo matrimonio de padres ingenuos; de que estén casados con mujer
ingenua, y avecindados en los dominios de las Españas, y de que ejerzan alguna
profesión, oficio o industria útil con un capital propio”.
De cualquier forma, dado que la Península Ibérica
se hallaba en la práctica completamente ocupada por las tropas napoleónicas
(con las únicas excepciones de Lisboa y Cádiz), y que las posesiones de
Ultramar estaban abandonadas en tal situación a sus propios medios y recursos,
las disposiciones de la liberal Constitución gaditana tuvieron una limitada
aplicación ya que, a los dos años escasos de su promulgación, fue abrogada por
Fernando VII a raíz de su restauración en el Trono. En Cuba, la libertad de
imprenta, que figuraba como precepto de la Constitución
promulgada en 1812, ya había sido aplicada por el Gobernador Marqués de
Someruelos a partir del 19 de febrero de 1811, tras recibir copia del Decreto
de 11 de octubre de 1810 de las Cortes de Cádiz que disponía que “Todos los
cuerpos y personas particulares de cualquier condición y estado que sean,
tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin
necesidad de licencia, revisión y aprobación alguna anteriores a la
publicación”.
A raíz de la convocatoria de las
Cortes de Cádiz, y con vista a la participación en ellas de Tomás de Jáuregui
como diputado por La Habana ,
en esta ciudad se redacta en 1811 un
memorial (preparado en opinión del Dr. Alfredo Zayas por el Padre José
Agustín Caballero, o por Francisco de Arango y Parreño según el Dr. Leví
Marrero) en el que se propone “una
Asamblea de Diputados del Pueblo, con el nombre de Cortes Provinciales de Cuba,
que estén revestidas del poder dictar las leyes locales de la provincia en todo
lo que no sea prevenido por las leyes universales de la Nación ”. Este documento, de
clara vocación autonomista, es el primero del que se tiene constancia en la
historia constitucional cubana.
Por
ese tiempo se publica en Caracas (en la estimación del erudito venezolano
Santiago Key Ayala, a comienzos de 1812) el
“Proyecto de Constitución para la
Isla de Cuba” del abogado bayamés José Joaquín Infante, el
único participante huido entre los procesados en 1810 por su papel en la
conspiración encabezada por Román de la
Luz (masón, propietario del ingenio El Espíritu Santo, y tío
de José de la Luz
y Caballero). Infante –que tuvo una vida aventurera, incluido el servicio en
Puerto Cabello a las órdenes de Bolívar
como auditor de guerra y marina, y la participación en la fracasada expedición
encabezada en 1817 por el general liberal español Francisco Javier de Mina
contra la dominación colonial en el Virreinato de la Nueva España (México)-
preconizaba una República en la que regirían cuatro Poderes (Ejecutivo,
Legislativo, Judicial y Militar), el derecho de voto quedaría limitado a los
ciudadanos blancos mayores de edad dueños de propiedades de diferentes valores
según la parte de la Isla
de la que se tratase, negando a la población libre de color tanto el sufragio
como la ocupación de cargos civiles y militares, y manteniendo la esclavitud
“mientras fuese precisa para la agricultura”. Por el contrario, en el haber, el
Proyecto constitucional de Infante declaraba la libertad de expresión, abolía
la ilegitimidad del nacimiento, suprimía la nobleza hereditaria y establecía la
responsabilidad de los padres por la educación de su prole. También disponía la
obligación de los terratenientes de escoger en un plazo de seis meses “las
áreas que precisamente necesitasen para sus labranzas, crías y otras haciendas, cuyo fomento emprenderían
dentro de los mismos seis meses, y vender el sobrante o repartirlo a censo”. Comparando
el proyecto de Infante con la primera Constitución federal de Venezuela, que se
promulgó el 21 de diciembre de 1811, de la que Francisco de Miranda era su
primer firmante, y tomando en cuenta que con fecha 29 de abril del mismo año
Infante había revalidado su condición de abogado ante la
Alta Corte de Justicia de Caracas, se
advierten concordancias entre los dos textos, señaladamente en cuanto al
mantenimiento de la esclavitud (ya que la primera Constitución venezolana
decreta la prohibición del comercio de esclavos, pero guarda silencio sobre la
subsistencia de la esclavitud, cuya abolición tuvo que aguardar a que Bolívar
la decretase en 1815), en la restricción del derecho de voto a los propietarios
“en quienes concurran las calificaciones de moderadas propiedades”, en el
establecimiento de la clásica separación de Poderes, y en el reconocimiento de
los derechos de libertad, igualdad, propiedad y seguridad, y de la
inviolabilidad del domicilio (1). Con el
Proyecto de Infante se inicia la
tradición constitucional cubana –entendida como elemento de actuación jurídica
con vocación expresamente independentista, que se transmite en la sociedad
cubana de generación en generación-, puesto que en la Introducción al mismo
se proclama que “La isla de Cuba tiene un derecho igual a los demás países de
América para declarar su libertad e independencia y elegir entre sus habitantes
quienes la gobiernen en sabiduría y justicia”.
Hasta la aparición del próximo texto constitucional cubano, el de
Guáimaro (1869), al comienzo del primer episodio de contienda armada generalizada
por la Independencia ,
transcurre más de medio siglo. En ese interregno se suceden intentonas
separatistas, conspiraciones, represiones, destierros y exilios. Hubo que
esperar a que los reformistas quedasen frustrados con el fiasco de la Junta de Información
convocada en 1867 y que los anexionistas, tras el final de la Guerra Civil entre el Norte
abolicionista y el Sur esclavista, perdieran gran parte de sus esperanzas (2)
de incorporar a la Isla
a la Unión
norteamericana, para que no quedase otra salida que la Independencia a las
cabezas pensantes –la inteligencia- de la sociedad cubana. Porque la contienda
armada, que terminó incorporando y fusionando ideológicamente a representantes
de los diferentes estratos sociales incluida mucha gente humilde, no fue
promovida y declarada inicialmente por miembros del campesinado menesteroso o
del escaso proletariado, sino por elementos destacados de las profesiones
liberales y el patriciado rural –a la que le siguió una parte del campesinado
humilde, cuyos más esclarecidos representantes terminaron dirigiendo la guerra,
tras la ruina y la decimación de la clase hacendada que la había iniciado-. Ya
el general José Gutiérrez de la
Concha , Capitán General de Cuba de 1850 a 1852 y nuevamente de 1854 a 1859, había advertido
en un informe fechado en La
Habana el 21 de diciembre de 1850 que “la apertura de los
puertos de la Isla
a todas las naciones del globo [en 1818] fue una medida que alteró por sí sola,
repentinamente, el sistema llamado colonial…El trato frecuente que estos
naturales tuvieron con el crecido número de extranjeros que vinieron a
domiciliarse, así como el que le proporcionaron sus repetidos viajes a Europa y
a los Estados Unidos en donde no pocos reciben su educación, necesariamente
había de producir un cambio en sus costumbres…” y que “la Universidad creada en
la capital de la Isla
[en 1728]…produce anualmente un crecido número de abogados y médicos más o
menos ilustrados, pero todos con ambición y pretensiones exageradas; como se
observa el sistema de no colocar en el país en la carrera pública sino a muy
pocos de sus hijos, son otros tantos descontentos, que por lo menos llevan la
propaganda a sus propias familias. Así se ha extendido admirablemente el espíritu
de desafección hasta echar raíces profundas en los corazones”.
En
ese enorme lapso de poco más de medio siglo, por la solidez de su pensamiento
político y la influencia de su prédica destaca por encima de todos sus
coetáneos el Presbítero Félix Varela, de quien fueron discípulos Domingo del
Monte, José de la Luz
y Caballero y José Antonio Saco (3), y de quien Enrique José Varona dijo “Fue
el eminente educador del pueblo cubano, el insigne educador de nuestro pueblo,
timbre tan honroso que ninguno puede ser más alto. Él fue el iniciador del
movimiento más glorioso que en este orden registra la sociedad cubana; gracias
a él se difundieron, se esparcieron por todos los ámbitos del país los rayos de
luz, porque él hizo surgir en torno suyo multitud de egregios continuadores de
su obra”. (4)
El
Padre Varela, a quien el Obispo Espada le había confiado en 1811 la cátedra de
Filosofía en el Colegio Seminario habanero de San Carlos, en 1821 ganó por
oposición la nueva cátedra de Constitución mandada crear en todos los centros
docentes por Real Decreto de 4 de mayo de 1820 del Gobierno del Trienio
Constitucional que gobernó en España hasta 1823, cuando fue derrocado por la
intervención militar de la Santa Alianza
(los Cien Mil Hijos de San Luis). En las
lecciones que dictó en dicha cátedra, agrupadas en 1822 en sus Observaciones sobre la Constitución política
de la monarquía española, fue destilando las siguientes perlas: “Yo
llamaría a esta cátedra la cátedra de la libertad, de los derechos del hombre,
de las garantías nacionales…Expondremos con
exactitud lo que se entiende por Constitución política, y su diferencia
del Código civil y de la política general, sus fundamentos, lo que propiamente
le pertenece, y lo que es extraño a su naturaleza, el origen y constitutivos de
la soberanía, sus diversas formas en el pacto social, la división y equilibrio
de los poderes, la naturaleza del gobierno representativo y los diversos
sistemas de elecciones...la distinción entre deberes y derechos y garantías,
así como entre derechos políticos y civiles…toda soberanía está esencialmente
en la sociedad…Los pueblos pierden su libertad o por la opresión de un tirano,
o por la malicia y ambición de algunos individuos que se valen del mismo pueblo
para esclavizarlo, al paso que le proclaman su soberanía…El hombre tiene
derechos imprescriptibles de que no puede privarle la nación…El gobierno, de
cualquiera especie que sea, no tiene el derecho de vida y muerte, en el sentido
absoluto que ahora se ha dado estas expresiones, ni es señor de vidas y
haciendas como se ha dicho con agravio de los pueblos…El gobierno ejerce
funciones de soberanía, no las posee, ni puede decirse dueño de ellas. El
hombre libre que vive en una sociedad justa no obedece sino a la ley…El hombre
no manda a otro hombre; la ley los manda a todos…Una sociedad en la que los
derechos individuales son respetados es una sociedad de hombres libres…La
independencia y la libertad nacional son hijas de la libertad individual, y
consisten en que una nación no se reconozca súbdita de otra alguna, que pueda
darse a sí misma sus leyes, sin dar influencia a un poder extranjero, y que en
todos sus actos sólo consulte a su voluntad, arreglándola únicamente a los
principios de justicia, para no infringir derechos ajenos”.
Varela
–el verdadero fundador de nuestra
nacionalidad, como le llamó José A. Fernández de Castro en 1943, y el forjador de la conciencia cubana,
como le designó Antonio Hernández Travieso en 1949- todavía tuvo tiempo de
presentar en 1823 a
las Cortes españolas, en su calidad de diputado por La Habana , un Proyecto de
Gobierno Autonómico (para el gobierno político de las provincias de Ultramar)
junto con un Proyecto de Decreto sobre la abolición de la esclavitud en la Isla de Cuba (5), si bien
ambas iniciativas quedaron en la papelera tras el derrocamiento, con la
complicidad de Fernando VII, del Gobierno constitucional, que dio lugar a la
huida ante el terror fernandino de los diputados de Cuba, los cubanos Varela y
Leonardo Santos Suárez y el catalán Miguel Gener.
Varela fue, así, desde su exilio en los EE.UU. durante los próximos treinta
años (hasta su fallecimiento en 1853), el
cancerbero de las ideas políticas constitucionalistas (es decir, democráticas)
para su difícil pervivencia en el pensamiento de los cubanos tras el
recrudecimiento de las medidas represivas facilitadas por la
Real Orden de 28 de mayo de 1825 que otorgó
a los Capitanes Generales de Cuba la autoridad que las leyes de guerra
conferían al jefe de plaza sitiada (las denostadas facultades omnímodas) (6), y el desánimo que fue enervando a gran
parte de la sociedad cubana respecto a la esperanza en la mudanza del régimen
colonial en Provincia equiparada a las de la Península , o la
separación con la ayuda de las recién independizadas repúblicas hispanoamericanas
(tras el fracaso de nuevas conspiraciones separatistas, como la de los Rayos y
Soles de Bolívar, la de la
Cadena , y la de la Gran
Legión del Águila Negra, la decisión tomada por Bolívar -manifestada
en carta dirigida el 20 de mayo de 1825 al Mariscal de Ayacucho, Antonio José
de Sucre- de “no libertar a La
Habana ” porque así creía se evitaba “el establecimiento de
una nueva República de Haití”, así como el resultado aciago de expediciones
como las dos encabezadas por Narciso López y el del primer levantamiento armado
dentro de la Isla ,
acaudillado por Joaquín de Agüero y Agüero).
Concurrentemente,
la prevención o miedo de naturaleza racista hacia la negritud, que era
compartida tanto por las autoridades coloniales -cuya presencia retrocedía en
áreas de la masa continental americana pero se mantenía firmemente en Cuba y
Puerto Rico- como por las nuevas élites criollas gobernantes -con algunas
honrosas salvedades- en las Repúblicas recién independizadas, y por los
esclavistas y sus representantes políticos incrustados en el Gobierno Federal y
en los gobiernos estatales de los EE.UU., sería un factor determinante en el
retraso hasta 1868 del inicio de las sublevaciones independentistas en Cuba y
Puerto Rico (7).
NOTAS y BIBLIOGRAFÍA
(1) Como ha escrito el profesor venezolano Eleazar Córdova-Bello, “El Proyecto de Constitución del doctor Infante encierra una revolución en cuanto tiende a desplazar el régimen español y asumir los criollos la dirección del país, pero nada ofrece en otros sentidos sociales y políticos que permanecen plegados a moldes del más acentuado conservatismo. Ese proyecto refleja la mentalidad típica del sector mayoritario de la clase criolla, rival de la dirigente española y hostigadora de las clases de color” [cita extraída de la pág. 174 de su libro La independencia de Haití y su influencia en Hispanoamérica. Instituto Panamericano de Geografía e Historia. Caracas (1967), hecha por los historiadores David Pantoja Morán y Jorge M. García Laguardia, en la pág. 42 de su obra Tres documentos constitucionales en la América española preindependiente. UNAM - Instituto de Investigaciones Jurídicas. México (1975)].
(2) Aunque no todas, a la vista de que la Cámara de Representantes tomó el acuerdo, en su sesión del 19 de mayo de 1869, de dirigir un llamamiento al Gobierno y al pueblo norteamericano, trasladándoles “los vivos deseos que animan a nuestro pueblo de ver colocada esta Isla entre los Estados de la Federación Norteamericana …pues este es, a su entender, el voto casi unánime de los cubanos, y que si la guerra actual permitiese que se acudiera al sufragio universal, único medio de que la anexión legítimamente se verificara, éste se realizaría sin demora”.
(3) Saco, no obstante su ideario reformista y su antagonismo personal respecto de la trata de esclavos, nunca fue abolicionista: en un artículo publicado en la prensa de Madrid en 1862 se preguntó “¿De cuándo acá la esclavitud doméstica ha sido un obstáculo para que en los países donde existe gocen los hombres libres de derechos políticos”? (Colección póstuma, 1881, pág.40).
(4) La metafísica en la universidad. Estudios literarios y filosóficos (1883).
(5) Homenaje a Félix Varela. Sociedad Cubana de Filosofía (Exilio). Ediciones Universal, Miami (1979) y Documentos para la Historia de Cuba – Tomo I. Hortensia Pichardo. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana (1971).
(6) Recuérdese que las Constituciones posteriores a la de Cádiz iban y venían en España (así, las de 1834, 1837 y 1845) pero en Cuba nunca tuvieron vigencia, porque en las posesiones ultramarinas regían leyes especiales –como así expresamente se disponía en los textos de 1837 y 1845-.
(7) Cuba: Economía y Sociedad – Tomo XV. Leví Marrero. Editorial Playor, Madrid (1992).
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