Reseña
Por María Eugenia Caseiro
Por María Eugenia Caseiro
Afortunadamente los libros me han acompañado en momentos en que de no ser por
ellos el tiempo hubiera sido menos digerible. Esta vez sucedió con una novela,
Hagiografía de Narcisa la bella, que la escritora y amiga Mireya Robles tuvo la
gentileza de obsequiarme incluida en un lote que contiene gran parte de su obra
impresa.
En Hagiografía de Narcisa la bella, Mireya Robles despliega la tremenda autoridad de su cosmovisión ontogénica. Es ésta una de esas novelas que puede catalogarse por su particular originalidad. Una historia que no cuenta, sino que da cuenta de lo verdaderamente perdurable en su memoria cosmogónica y esto es producto del simbolismo más puro, el que proviene de las transformaciones como única causa de las aserciones que otorga asumir un protagonismo impuesto desde la prehistoria misma, la propia y la universal. Hagiografía de Narcisa la bella, cuenta además con una narrativa que sume al lector en su arrolladora marcha impuesta por su único, intencionalmente prolongado capítulo que ha sido salpicado con una especie de inventario cronológico constante franqueador, que no flanqueador, de las asechanzas que impone la modularidad propia de la novela, haciendo de este alucinante engranaje un registro de la historicidad cotidiana del momento en que su autora sitúa la trama incorporado a un escenario capaz de retratar la esencia de lo perentorio, o de lo urgente dentro de un marco seglar que no escapa a la idea de un tiempo autónomo, concebido únicamente en sus circunstancias más íntimas que, encarando el tema de la homosexualidad, fluyen vinculadas a ese cómputo de anuncios que dan soporte al escenario en que la autora escoge las manifestaciones epocales antes que las descripciones corpóreas de las escenas.
En Hagiografía de Narcisa la bella, Mireya Robles despliega la tremenda autoridad de su cosmovisión ontogénica. Es ésta una de esas novelas que puede catalogarse por su particular originalidad. Una historia que no cuenta, sino que da cuenta de lo verdaderamente perdurable en su memoria cosmogónica y esto es producto del simbolismo más puro, el que proviene de las transformaciones como única causa de las aserciones que otorga asumir un protagonismo impuesto desde la prehistoria misma, la propia y la universal. Hagiografía de Narcisa la bella, cuenta además con una narrativa que sume al lector en su arrolladora marcha impuesta por su único, intencionalmente prolongado capítulo que ha sido salpicado con una especie de inventario cronológico constante franqueador, que no flanqueador, de las asechanzas que impone la modularidad propia de la novela, haciendo de este alucinante engranaje un registro de la historicidad cotidiana del momento en que su autora sitúa la trama incorporado a un escenario capaz de retratar la esencia de lo perentorio, o de lo urgente dentro de un marco seglar que no escapa a la idea de un tiempo autónomo, concebido únicamente en sus circunstancias más íntimas que, encarando el tema de la homosexualidad, fluyen vinculadas a ese cómputo de anuncios que dan soporte al escenario en que la autora escoge las manifestaciones epocales antes que las descripciones corpóreas de las escenas.
Los personajes son la denuncia viva de un mundo
que presume la propensión antagónica ante lo ineludible, o lo ligado a la
conciencia y el desdoblamiento fatal de lo representativo que lleva a traducir
la carencia en voz de constantes desdoblamientos y en factor de resistencia a
la metamorfosis “ideal” conferida a lo indestructible. Es de esta forma que
Narcisa, quien escapó de ser la sin nombre, y su hermano, quien por capricho de
la casualidad no llegó a ser llamado como su progenitor, son los únicos seres
capaces de una búsqueda. El resto queda encadenado a la perenne decadencia de
sus acciones y reacciones, no sin que la autora exprima todo este marco
procesal, su atmósfera de embotamientos, y logre la atención indisoluble del lector
hasta el final pasmoso.
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