23 de agosto de 2013
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Tres fueron los poderes de donde partieron las iniciativas de las principales construcciones de la época colonial: el Gobierno, en la figura del Capitán General; la Iglesia, representada por los obispos y las órdenes monásticas; y el sector privado constituido por los grandes terratenientes, comerciantes e industriales. De estos, la iniciativa eclesiástica fue quien más se nutrió de los aportes de sus fieles, valiéndose de diezmos, capellanías, limosnas y legados. Con ello emprendió la construcción de sus templos y conventos. Según estudios del arquitecto Joaquín Weiss, en el siglo XVII, las iglesias eran en principio probablemente todas de una nave, que poco a poco a esta se le yuxtapusieron naves colaterales, apareciendo generalmente separadas de aquellas por arcos de medio punto sobre columnas rectangulares. Afirma Weiss que, en el exterior, estas iglesias primeras apenas tenían otra pretensión arquitectónica que no fuera el sencillo enmarcamiento de la portada y el piñón moldurado u ondulado en que podía traducirse al frente el tejado a dos aguas. Generalmente presentaban una sola torre cuadrada a un lado de la fachada. En su interior, esta iglesias presentaban muros muy limpios y vanos pequeños, donde el interés radicaba en el maderamen y los ornamentos litúrgicos como los altares, candelabros, misales, sagrarios, y todas las imágenes de madera tallada y policromada.
De los ejemplos del siglo XVII apenas subsisten algunos, entre los que se encuentran iglesias y conventos, pero en cuanto a las primeras, únicamente ha llegado hasta la actualidad la iglesia del Espíritu Santo, enclavada en el antiguo barrio habanero de Campeche, hoy llamado de Belén, en la calle Cuba entre Acosta y Jesús María.
Tuvo su origen en una ermita surgida debido a la devoción de mulatos y negros libres, que funcionaba como auxiliar de la Parroquial Mayor, por entonces situada en el lugar del Palacio de los Capitanes Generales, construido hacia 1791. De la ermita primitiva, fundada en 1638, quedan pocos elementos. La imagen actual de la iglesia corresponde en esencia a los inicios del siglo XVIII, cuando se llevaron a cabo los trabajos de remodelación: la torre fue edificada en 1707; la bóveda del presbiterio de crucería gótica hacia 1720, que recuerda a las iglesias mudéjares de la Baja Andalucía, y alrededor de 1760, se efectuaron reconstrucciones de los muros y el añadido de una nave lateral. Sin embargo, en su expresión general conserva muchos elementos del siglo XVII, como su gran sencillez, sus techos de armadura decorada, y la portada con su torre. En 1936, al hundirse una losa en la nave principal, apareció el Sepulcro del Obispo Jerónimo Valdés, y en 1961, se construyó uno nuevo en el sitio donde originalmente se inhumó el cadáver. Desde entonces, yace inmortalizado en piedra gracias al escultor Alfredo Lozano. Otro dato interesante y curioso fue el hallazgo en 1953 de las Criptas Funerarias en su interior, llamadas popularmente “Catacumbas”.
Por su parte, la arquitectura religiosa del siglo XVIII revela el influjo que llega a la Isla del barroco español, diferenciado por dos componentes locales: la naturaleza de la piedra caliza conchífera, dura y llena de oquedades, agregando a esto la insuficiencia de buenos escultores. Por ello algunos estudiosos –como el arquitecto antes mencionado- afirman que el barroco cubano se evidencia en un vigoroso juego de líneas, de planos y de masas, siendo esta su cualidad más estimable.
Las construcciones se caracterizan por el espesor y la solidez de los muros, por los techos de piedra que, en correspondencia a la pérdida de individualidad y ligereza, dan al edificio mayor monumentalidad y resistencia. Tomando en cuenta el lugar y el medio, estas construcciones constituyen un modelo verdadero de las técnicas constructivas empleadas y de la intrepidez de las mismas. Muy difícil resulta seleccionar una obra que represente un período en la arquitectura religiosa, y más, en un siglo tan prolífero como el XVIII. Pero de hacerlo, sin dudas la Catedral de La Habana es el más contundente.
Levantada en la calle Empedrado, hoy No. 158, en la Plaza de su mismo nombre, la Catedral de La Habana es el máximo exponente de lo que ha dado en llamarse “barroco cubano”, basado esencialmente en los rasgos de su fachada. En ella se revelan, elementos habituales del estilo como columnas adosadas, frontones, nichos, cuadrifolios y volutas, a los que se suman la sinuosa cornisa del medio, el remate superior quebrado, entre otros que la diferencian. Su fábrica comenzó en 1748 y se interrumpió en 1767 con la expulsión de los jesuitas de los dominios españoles de ultramar. Hacia 1775, Lorenzo Camacho labró la portada de la Capilla de Loreto. En 1777 fueron concluidas las obras y fue exaltada a Catedral en 1788. Condicionada por el dominante gusto neoclásico del Obispo Espada, definitivamente fueron sustituidos sus altares barrocos por otros neoclásicos en 1820. Los techos originales de madera se recubrieron de yeso imitando bóvedas nervadas y se terminaron en piedra durante las reformas dirigidas por Cristóbal Martínez Márquez en 1950. En la década de 1990 se realizaron en el templo nuevos trabajos de restauración, fue por entonces cuando se restituyó el Coro de los Canónigos en la nave central del templo, junto a su altar mayor. Se hicieron, además, trabajos de limpieza en sus fachadas y se rediseñó la iluminación interior y exterior del inmueble. La Catedral de La Habana ha devenido símbolo de nuestra arquitectura barroca y de la ciudad toda.
La arquitectura del siglo XIX –como apunta Joaquín Weiss- es la cortejada por gobernantes y propietarios para quienes comenzaba una nueva época, al tratar de satisfacer sus demandas. Por tanto, si no halla mayor elegancia, al menos un nuevo género de elegancia, en las formas más refinadas y académicas del neoclasicismo. En La Habana la arquitectura religiosa apenas produjo ejemplos que pudieran emular en prestancia arquitectónica con sus predecesores, en tanto en el interior se erigieron obras eclesiásticas interesantes, especialmente en los pueblos nuevos. No obstante, en La Habana se terminaron o reedificaron algunas obras como la iglesia de Nuestra Señora de la Merced.
Ubicada en la calle Cuba entre Merced y Leonor Pérez, este templo se levantó frente a una plazuela que permite apreciar su imponente fachada, la cual remeda elementos del barroco donde se destaca su puerta principal de arco abocinado y un nicho central. Consta de tres naves separadas por arcadas de medio punto, profusamente decoradas. Al final de las naves laterales hay dos capillas, una dedicada a la Virgen de Lourdes y la otra dedicada al Espíritu Santo, en ambas resalta sus valores artísticos. La Capilla de Lourdes, inaugurada en 1876, está decorada con pinturas murales de Chartrand y Melero, notables pintores cubanos del siglo XIX. Su convento anexo, accesible como el templo, llama la atención por la belleza de su patio claustral, entre arcadas altas de medio punto, esculturas, plantas ornamentales y robustos árboles. Su culto está entre los más populares de Cuba, desde el siglo XIX hasta la actualidad.
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