Por: Dr. Juan Gustavo Benítez Molina
Málaga Tercera y última parte
La cueva no quedaba lejos. Tras veinte o treinta minutos caminando a paso ligero llegamos hasta ella. La entrada a la gruta resultaba ser un tanto angosta. Podía medir apenas un metro de alto por un metro de ancho. Mirando a su través apenas se vislumbraba nada. Una tenebrosa y misteriosa oscuridad, nada más allá. A decir verdad, a uno no le entraban excesivas ganas de atravesar aquel umbral para echar un vistazo.
Ni que decir tiene que no todos los niños que escucharon, entre los que me encontraba yo, la demanda de auxilio por parte de los dos hermanos, Araceli y Juan, acudieron en su ayuda. Muchos vieron con recelo abandonar el sitio, donde les habían dicho sus padres que debían esperar, mientras ellos le daban el pésame a José el herrero y a su mujer, Gertrudis. Otros, bien por desidia, desconfianza o temor hicieron caso omiso y decidieron no acudir en su ayuda.
Así pues, ocho niños en total fuimos los que nos congregamos frente a la cueva dispuestos a ayudar. Según manifestaron Juan y Araceli, su perro Persucán se había adentrado en la gruta hacía ya bastante tiempo. Ellos ya habían intentado penetrar en sus negras fauces con el fin de encontrarlo, no obstante, el miedo a la oscuridad les había hecho desistir en su empeño. Por suerte, dos de los niños allí presentes pudieron acercarse antes a sus casas para recoger unas lámparas. Fue un niño de aspecto desaliñado, con la tez cobriza y el cabello encrespado de un color negro azabache, el que rompió el instante de ensimismamiento que nos embargaba a todos y tomó la iniciativa.
—Vamos a ver…, somos ocho. Propongo que primero entremos cuatro. Los otros cuatro nos aguardarán aquí afuera por si nos ocurriera algún imprevisto y tardáramos en salir. Si se diera el caso, no entraréis en nuestra busca, sino que iréis inmediatamente al pueblo para pedir ayuda —dijo sin apenas pestañear y con claras dotes de mando—. ¿Alguno opina de un modo diferente?
Los siete restantes nos miramos durante unos segundos sin atrevernos a mediar palabra. Así pues, el joven prosiguió con su discurso.
—Está bien. En tal caso, primero entraremos Juan, Araceli y yo. Nos falta el cuarto componente. ¿Algún voluntario? —dijo escudriñándonos uno a uno.
Aún no consigo recordar por qué ni cuáles fueron los motivos que me llevaron a mí a levantar la mano en señal de ofrecimiento. Tal vez fuera por no querer defraudar al muchacho y que no viera que los allí presentes éramos una panda de cobardes. O tal vez fuera por simple espíritu aventurero y curiosidad por saber qué podríamos encontrar más allá.
—Estupendo. Ya somos cuatro. ¿Cómo te llamas? —me preguntó sin rodeos.
—Matías —respondí—. ¿Y tú eres...?
—Ni nombre es José Manuel. Pero podéis llamarme Polanco, que es como me conocen todos.
—¿Tu padre es don Diego Polanco? —preguntó uno de los muchachos de los que se iban a quedar en la retaguardia a la espera de nuestro regreso.
—Sí, eso es —contestó, al tiempo que desviaba la mirada hacia a aquel que lo había identificado.
Eso explicaba, en gran medida, que hubiera sido José Manuel y no otro el que tomara la iniciativa y el mando sobre los demás. Y es que don Diego Polanco no era otro que un reconocido y aclamado militar de la zona, el cual ostentaba el cargo de capitán.
Tras unos instantes, en los cuales estuvimos departiendo sobre la estrategia a seguir una vez nos adentráramos en la cueva, los dos grupos de cuatro nos separamos.
José Manuel encabezaba la partida de exploradores. Los dos hermanos, en medio. Mientras que yo iba en último lugar cerrando la fracción. Recuerdo que, una vez hube traspasado el umbral, lo primero que sentí fue una intensa y sofocante sensación de humedad. Mi respiración se volvió entrecortada. El cabecilla del grupo y yo éramos los que portábamos las dos lámparas. Sin ellas, habría sido imposible guiarnos allí dentro. El terreno resultaba ser de lo más angosto. Solo nos permitía ir uno tras otro en fila india. Juan, que iba en segundo lugar, caminaba con ambos brazos extendidos, palpando la pared a uno y otro lado. Araceli, la más pequeña del grupo, marchaba con cierto paso titubeante y con la mirada puesta en la espalda de su hermano, siempre mirando de reojo al suelo para no tropezar. Con cada paso que dábamos, empezamos a notar que las paredes se iban distanciando la una de la otra. La cueva adquirió mayores dimensiones, y ya los brazos de Juan dejaron de poder abarcar el espacio, entre sendos muros. Finalmente, llegamos a lo que parecía una sala cuadrangular, fraguada allí mismo a lo largo de los años por la propia madre naturaleza.
—¡Persucán! —gritó de súbito Juan con todas sus fuerzas. Mas no hubo respuesta. Ningún movimiento, ningún jadeo ni mucho menos un ladrido.
—Vaya, parece que tendremos que dividirnos —dijo José Manuel con pesar—. De la sala en la que se encontraban surgían dos posibles caminos a tomar, dos aberturas labradas en la roca. Ambas debían medir más o menos lo mismo y seguían permitiendo el paso a su través.
José Manuel y Juan tomaron el camino de la izquierda, mientras que Araceli y yo hicimos lo propio con el de la derecha. A cada paso que dábamos, la pequeña Araceli no cesaba de llamar a gritos a su perro. Durante unos diez minutos, nos adentramos cada vez más y más en las fauces de la cueva. El ambiente era irrespirable. La oscuridad, terebrante, era combatida con la lámpara que portaba a mi diestra. Yo ya empezaba a pensar que quizá lo mejor sería dar la vuelta y esperar a ver si la otra pareja de exploradores tenía más suerte que nosotros cuando, de súbito, un sonido sordo y apenas audible llegó a nuestros oídos.
—¿Has oído eso? —le pregunté al oído a Araceli.
—Sí, creo que sí —respondió ella con el alma en vilo—. El sonido volvió a repetirse una vez más.
—Debemos seguir. Vamos por el buen camino —le susurré—. En ese instante me percaté de que la voz se me quebraba. Podía notar cómo los latidos de mi corazón se habían disparado en cuestión de segundos. El sonido era cada vez más agudo. Poco a poco estaba claro que nos íbamos acercando al origen del mismo.
Llegamos a un recodo del túnel y giramos a la izquierda. Fue entonces cuando lo vimos. La cueva llegaba a su fin. No había salida. Era imposible continuar por aquel camino…, mas no era necesario. Allí mismo, a unos dos o tres metros escasos de donde nos encontrábamos, Persucán se hallaba sano y salvo. Al menos eso parecía. Algo le retenía en aquel lugar y llamaba su atención de forma desmesurada. Parecía estar escarbando con sus patas delanteras. Pretendía desenterrar algo.
—¡Persucán! —gritó con todas sus fuerzas Araceli, al tiempo que se abalanzaba al cuello del perro y lo inmovilizaba en un fuerte y sentido abrazo. El perro le correspondió propinando numerosos lengüetazos en el pálido rostro de la niña.
Mientras Araceli se dedicaba a apretar contra sí a Persucán y le daba besos a diestro y siniestro, yo me acerqué a inspeccionar minuciosamente el objeto que parecía querer desenterrar el perro, valiéndose de sus puntiagudas pezuñas. Tras unos instantes de incredulidad, pude intuir que podría tratarse de una figura de yeso. ¿O tal vez era madera? Pero…, ¿qué era aquello?
Días más tarde se sabría y se expondría lo que Persucán había encontrado. En cuestión de horas, se corrió la voz por todo el pueblo. El perro de los pequeños Juan y Araceli había hallado una imagen religiosa de una Virgen, concretamente de la Virgen del Rosario. La debieron enterrar allí durante la guerra civil española, con el fin de protegerla y de que no fuera destruida. La pregunta que se hacían todos era otra: ¿cómo la había encontrado el perro? ¿Qué había hecho que entrara en la cueva, llegara hasta el final de la misma y se pusiera a desenterrar la imagen? Durante años se habló de aquello, y hoy en día se sigue haciendo. Fue todo un misterio que acabó bien.
Tras unos segundos, que parecieron eternos, en los que don Matías hizo una pausa para tomar un poco de agua, al fin dijo:
—Y eso fue todo, chicos. Así fue como conocí a Araceli, la abuela de Dolores, con aventura incluida.
—¡Vaya..., menuda historia, abuelo! —dijo Teresa con los ojos abiertos de par en par.
—¿Dónde está la Virgen ahora, don Matías? —preguntó Jorge al instante.
—Buena pregunta —dijo guiñándole un ojo—. Está en la ermita del cerro. Es la Virgen del Rosario que siempre habéis visto allí, en el altar. Ya sabéis su historia, o al menos una parte importante de ella.
En ese momento se acercó Dolores a retirar los platos y las tazas. Ya empezaba a oscurecer. Una suave brisa acariciaba sus rostros. Las luces de las farolas del pueblo cobraron vida. Las madres se asomaban a las puertas de las casas y llamaban a voces a sus hijos. Era hora de regresar a casa.
—¡Dolores, ya sabemos la historia de tu abuela y Persucán! —gritó Francis pletórico de entusiasmo.
—Estupendo. Espero que os haya gustado. Don Matías es el mejor contando historias. No hay duda. Pero creo que ya es hora de que os vaya dejando y regreséis. Vuestros padres deben estar preocupados. Hoy se os ha hecho más tarde que de costumbre —dijo con una mueca dibujada en la cara y mirando de reojo a don Matías.
—Dolores tiene razón, chicos. Id con cuidado. Mañana nos veremos de nuevo en la merienda y seguiremos charlando y disfrutando de las fabulosas tortitas de esta mujer —exclamó al tiempo que dirigía una mirada cómplice a Dolores.
Los tres pequeños se despidieron de ambos y retomaron el camino de vuelta hacia el pueblo. Todo hacía entrever que se avecinaba una noche fantástica, de esas que quedan marcadas en la retina toda la vida y que, cuando se es mayor, se añora y se recuerda con cierta nostalgia y melancolía.
Nota del Editor:
Primera Parte Publicada Julio 1, 2018
Segunda Parte Publicada Julio 15, 2018
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