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jueves, 15 de noviembre de 2018

Norberto y sus fuentes en la cultura cubana


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Norberto Fuentes. (ELPAIS)

Empiezo por reconocer que el último libro de Norberto Fuentes es chispeante, ingenioso y divertido. Plaza sitiada hila una historia que destila ironía y añade el contrapeso del choteo al muy serio tema de la censura política y cultural en la Cuba de los años 70. Pero existe también otro perfil de esta obra que, aunque no atañe tan directamente a la polémica sobre el poeta Heberto Padilla, su encarcelamiento y posterior autocrítica, sí que ilumina toda una época, y tal vez varias, de nuestra cultura isleña.
Aclaro que no pretendo cuestionar los hechos, la cronología o la veracidad de los personajes claves en ese triste capítulo de la historia cubana. Salí de Cuba de adolescente en 1968 y he seguido esta y otras polémicas a través de libros, noticias y conversaciones con actores y espectadores del llamado caso Padilla.
De ahí que para mí la lectura de este libro haya resultado ser en parte una reinmersión en la cultura cubana dura. Mientras lo leía iba de un estrés claustrofóbico causado por la narración de los acontecimientos a una festiva admiración por ese alegre y levantisco sentido del humor que hace de los cubanos (y las cubanas) animales domesticables, aunque no dóciles.
Norberto Fuentes se inserta con agilidad y premura en esas primeras décadas de la Revolución cubana para ofrecer no solo datos y conversaciones públicas y privadas, sino también para hacer una detallada e inteligente lectura de las implicaciones y consecuencias de acciones y palabras. Un fragmento fascinante es el episodio de la penúltima incursión de Fidel Castro en el recinto de la Universidad de La Habana, una de cuyas fotografías se convierte en la portada del libro. En él, el comandante es cuestionado por algunos estudiantes y se marcha, molesto, solo para regresar al poco rato y dejar claro quién tiene la última palabra.
Este episodio es, para el autor, el acontecimiento definitorio, aunque solapado, que dictará los movimientos de Castro en relación con el llamado caso Padilla y el Congreso de Educación y Cultura que se celebró en 1971.
Fuentes transita por todo el episodio fijándose en actores y espectadores, sin dejar fuera de foco a personajes como Celia Sánchez, a quien su mordaz ironía ilumina también momentáneamente. Basta un instante en el que Fuentes parece adentrarse en las emociones de Celia Sánchez cuando esta ve a Castro acercarse a una estudiante y levantarla en peso para depositarla señorialmente encima de su jeep, en un gesto a la vez gentil y posesivo, lo cual causa en Sánchez una humillación que debe sufrir, como buena patriota cubana, en silencio y con estoica sonrisa. Pero esa sonrisa se amplía y trasmuta en placer cuando escucha a la misma joven estudiante cuestionar la existencia de una libre expresión en la Cuba revolucionaria del Máximo Líder en lugar de rendirse a sus palabras.
Ante la lectura que hace Fuentes de la cara de Celia podemos entonces especular. ¿Podría ser que predominara la mujer por encima de la camarada en la patriota del silencio? ¿O quizás que su condición de mujer con poder dentro de una esfera velada por el telón verde olivo se congratulara ante la palabra abierta y pública de una compañera de género? Sí queda claro que el episodio llega al autor a través de diversas fuentes; habla con algunos de los antiguos actores, tanto de parte de las fuerzas gubernamentales como de los jóvenes universitarios de la Facultad de Periodismo, que participaron en él. Pero son la precisión y presteza con las que Fuentes relata los detalles del episodio y sus múltiples inflexiones psicológicas lo que hacen de este relato un buen ejemplo del dominio del autor en el arte de narrar.
La crítica que Fuentes hace del escritor y diplomático chileno Jorge Edwards me parece, en cambio, un tanto opaca y repetitiva. Uno de los argumentos que utiliza Fuentes para probar la supuesta fragilidad ideológica del escritor chileno y su posible complicidad al final de su estadía en Cuba con el comandante en jefe radica en el silencio que Edwards guarda por dos años mientras se desempeña en la embajada chilena en París, su próximo destino diplomático.
Fuentes se refiere a ese hiato de dos años y al que Edwards no haya protestado públicamente y de inmediato por la detención y coaccionada confesión de Heberto Padilla como prueba de la debilidad de carácter y posible traición del escritor chileno hacia el poeta cubano. Pero en su contra habría que tener muy en cuenta dos factores. Primero, que Edwards tiene una misión que cumplir en Francia y que debía desempeñar sin complicaciones después del fiasco diplomático en Cuba. Segundo, y quizás más importante, es el hecho de que si Edwards hubiese hablado con antelación de su proyecto de libro tal vez las puertas del mundo editorial se le habrían cerrado. Creo que el silencio de Edwards, más que traición o debilidad, muestra un total entendimiento del momento político en que se encontraba.
Recordemos que la publicación de Persona non-grata (1973) constituyó un escándalo ideo-literario; fue, además, uno de los primeros libros de escritor latinoamericano que ponía en duda los aires románticos de la revolución cubana y relataba abiertamente el ambiente de persecución y paranoia que se vivía en la Isla en aquellos años de endurecimiento del control ideológico. Publicar aquel libro en aquel entonces (1973) era muy distinto a publicar Plaza sitiada en 2018, 45 años después.
Un contraste análogo ocurrió entre el documental Conducta impropia (estrenado en 1984 y dirigido por Néstor Almendros Orlando Jiménez Leal) y la posterior aparición del filme Fresa y chocolate,(dirigido por Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, en 1994). No se puede obviar ni ignorar el contexto político, ya sea cubano, latinoamericano o internacional en casos como estos. Ya lo decía Beny Moré: al pie del coco se bebe el agua.
Otra afirmación que llama la atención es la pregunta de Fuentes, hacia el final del libro, justo después de abordar el tema de Luis Pavón y el famoso "quinquenio gris" en el contexto de la censura que existía en esa época. Fuentes se interroga (y nos interpela) al preguntar que dónde está la gran novela cubana surgida en la Isla posteriormente; es decir, cuando ya no existe tal censura.
Se sobreentiende que su pregunta se refiere a épocas más recientes en las que la censura disminuyó o adoptó métodos menos eficaces. Creo que, por una parte, la pregunta de Fuentes se puede considerar en el contexto de una literatura escrita con o sin censura. En el caso de países como España, por ejemplo, la desaparición de la censura ejercida durante cuatro décadas, y a la que muchos escritores se habían acostumbrado para escribir de modo que pudieran traspasar esa valla gubernamental, resultó en una especie de desorientación primigenia. Ese breve periodo de desubicación en las letras españolas mostró que las coordenadas del proceso literario y editorial habían cambiado más rápidamente que los propios escritores y las reglas del juego por las que se regían.
No es este el caso de Cuba. Pero sí hay que registrar cambios de matices o inflexiones en la política editorial del Estado cubano. Por otra parte, la pregunta de Fuentes sí tiene respuesta. No invocaría que existe una "gran" novela cubana, aunque sí que existen un par de hitos a partir de los años 90. La primera sería La nada cotidiana (1995), de Zoé Valdés, que sentó pautas y abrió puertas a otras escritoras (y escritores) que intentaban infructuosamente publicar fuera de la Isla en grandes editoriales internacionales.
Esa novela de Valdés sienta pautas de género y tono al cuestionar e identificar festiva y subversivamente la complicidad entre el represivo Estado cubano y la tradicional cultura machista de la Isla.
Un segundo hito más reciente es El hombre que amaba los perros (2009), de Leonardo Padura. Estudiante aventajado de técnicas literarias clásicas de Vargas Llosa, Padura produce una de las mejores obras de la novela cubana de las últimas dos décadas utilizando el asesinato de Lev Trotsky como metáfora de la perversión de ideologías y militancias políticas.
El hecho de que tanto la novela de Valdés como la de Padura se publicaran fuera de Cuba alude a esa continua presencia opaca de la censura que hace que los escritores se autocensuren como medida preventiva, o bien busquen vías fuera de Cuba para dar a conocer su obra y crearse una presencia internacional que los salvaguarde de posibles represalias o silenciamiento si residen en la isla.
Otra cuestión por dilucidar, o al menos precisar, en Plaza sitiada es la afirmación de que nadie ha cuestionado el poder de Fidel Castro (ya sea por escrito o de viva voz), tal como él lo hizo en 1971 y los años colindantes al caso Padilla. Más de una vez el autor se refiere a su actuación durante el acto de autocrítica de Padilla y contrasta su valentía (que sin duda la tuvo) a diferencia de la borrosidad o los golpes de pecho de algunos de sus colegas escritores. Sin embargo, sí hubo una figura posterior, igualmente valiente y es una escritora que no solo cuestionó el poder omnipresente del comandante en jefe, sino que sufrió las represalias en su propio cuerpo.
Me refiero a María Elena Cruz Varela, creadora del grupo disidente interno Criterio Alternativo, compuesto por intelectuales que en 1991 dieron a conocer su Carta de los Diez, dirigida a Fidel Castro. Como se sabe, la escritora no solo sufrió un aterrador acto de repudio, instigado por el Gobierno y llevado a cabo por fuerzas parapoliciales que la golpearon y arrastraron escaleras abajo al sacarla delante de su hija del apartamento donde residía. También se le celebró un juicio sumario en el que fue condenada a dos años de cárcel, de los cuales cumplió 18 meses, y luego fue dejada en libertad vigilada con la condición de que abandonara el país, algo que pronto hizo.
Es significativa esta omisión de Cruz Varela en la memoria de Fuentes, ya que no solo se trata de una escritora, sino que es, además, mujer. Y en la narración de Fuentes las mujeres, por lo general, quedan destinadas a dos papeles fundamentales: erótico o maternal y siempre en un plano secundario.
Vale la pena establecer un vínculo entre algunas de estas cuestiones. Si bien es, o parece ser, cierto que Fuentes se rebela ante el catolicón discurso de Padilla y abre una posición de diferencia desde adentro —posibilidad que el Gobierno intentaba eliminar por todos los medios— tampoco puede negarse que existe una especie de afinidad o simpatía en cuanto a la cultura machista del cubano y su exacerbación en la Cuba revolucionaria ante la figura del Macho Máximo.
Es precisamente esa relación de simpatía la que se revela en el libro de Norberto Fuentes, quien parece a un tiempo protestar en contra y acoplarse a la figura que representaba en la Isla al chingón por excelencia. Plaza sitiada reboza humor y una ingeniosidad que destella autosuficiencia y que transita los lares de la masculinidad tradicional del cubano. Sin embargo, esa seguridad en sí mismo aparece acompañada de una penetrante nostalgia por la figura del conductor de caminos, del titiritero mayor, la figura ejemplar en lo bueno, en lo malo y en todo lo que media entre ambos.
Dicho de otra manera, el relato de Norberto Fuentes nos abre un panorama de voces en el que predomina una aguerrida voz masculina que recorre los cotos literarios y eróticos de aquellos tiempos. Pero esa voz trasluce también una profunda melancolía por la desaparición de una época en la cual los límites, y por tanto los papeles de cada cual, parecían mucho más fáciles de asumir. Son quizás estas contradicciones las que propician esa sensación de festejo y claustrofobia que me produjo la lectura de Plaza sitiada.

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